Por Rodrigo Rísquez
La ciudad no era lo que solía ser, todo lo que rodeaba a Secil y Antóncarecía de color, brillo, vida… Ruinas grisáceas y calles pobladas de escombros eran diariamente transitadas por las tanquetas de los insurgentes. Escritas en carrera y con intenso spray malba se leía la frase “Nunca olvidar” en centenares de fachadas por doquier.
Difícilmente se lograba ver el cielo, los continuos bombardeos nublaban la visibilidad del firmamento. Un profundo hedor a pólvora y putrefacción inundaba el aire. Eso era lo que más le desagradaba a Secil, ese olor le recordaba que la muerte llegaría pronto.
La pareja tenía muchos años juntos, eran inseparables. Más momentos buenos que malos, más alegrías que decepción. Se amaban profundamente, marido y mujer, él dueño de ella y viceversa. A pesar de la guerra su amor no cesó, más bien, los unió más. Su supervivencia dependía básicamente en estar unidos, moverse como uno sólo, rápidos y ágiles.
Rumores de camino profesaban que muchos habían logrado cruzar la frontera y migraron muy al sur. Secil y Antón hicieron suya esa idea, huir lejos, al sur, donde la guerra no los alcanzaría, donde el percutir de las armas y el chasquido de los casquillos no los despertaría más.
Anton le contaba a Secil ficciones de un sur cálido, lleno de color, pleno de dulces frutos tropicales y cristalinas aguas para nadar. Noche a noche Secil se acurrucaba en el regazo de su esposo y escuchaba las historias de ese hermoso lugar hasta quedar dormida.
Cual ratones en un laberinto, la pareja recorría la destruida ciudad, avanzaban lento pero seguro hasta los límites de la urbe. Luego de varias semanas a lo lejos se vislumbraba un alto cerco con intensas luces blancas que perseguían cualquier movimiento entre la espesa nocturnidad.
Con precaución se acercaron hasta el imponente cerco; medía más de 10 metros y estaba forjado de acero. En el tope descansaban apacibles miles de calaveras, cráneos carcomidos, muchos con perforaciones de balas. Souvenir de francotiradores. La tenebrosa instantánea petrificó a los escapistas, el miedo los embriagó y el paraíso se les fue por completo.
Un puñado de granos y una hogaza de pan era el reminiscente del largo viaje, la decisión de cruzar o no debía ser tomada pronto. Antón tenía una pequeña daga, la sostenía con fuerza, la contemplaba pensando en la estrategia perfecta para evadir tan colosal barricada.
Acordaron cruzar, caminaron a lo largo de la reja que se extendía por kilómetros y encontraron una leve fractura en el rejado. Esperaron al anochecer y fisuraron el oxidado metal con unas barras que habían encontrado. Lograron pasar, el resplandor del mortal faro no los encontró. Apresurados se alejaron del muro pero sin un plan claro, recursos y sólo armados con su amor y esperanza de una vida mejor fueron sorprendidos por cientos de luces y miras infrarrojas que provenían de la nada.
Secil no dejaba de temblar, rogaba histérica por la vida de ambos; Antón sabía lo que venía, ya las palabras no importaban, el idioma, el ser. Todo fue muy claro para él, su vida se extinguiría en un instante, todo lo que había vivido quedaría en el olvido; sus creencias, sus pensamientos, sus dolores y pasiones, todo desaparecería en ese instante.
Miró por última vez a Secil, la tomó de la mano y la levantó; ella no pudo quitar, por más que quisiera, la mirada de los ojos de su compañero de alma. Se dijeron todo lo que habían sentido en una vida juntos con esa sola mirada. Las balas fueron disparadas. Dos cuerpos yacían en esa tierra infértil y gris.
Luego para Secil y Antón todo se había vuelto más real que nunca, estaban en una ciudad llena de colores que nunca habían visto. La atmosfera de ese sitio era paradisíaca, frutal, hermosa. Brillo, luz, candor emanaba de cada rincón. La pareja reconoció lo sucedido: eran uno, eternos, hechos de luz y conocimientos, renacidos de la mismísima esencia de la que está conformada la vida.
Renacidos, ambos, como ángeles de platinadas alas y mirada luminosa y gentil. Fueron recibidos por sus iguales, sin palabras pero sí con miradas idénticas a la de ellos. Migraron de la oscuridad para hacerse amor puro y eterno.
La ciudad no era lo que solía ser, todo lo que rodeaba a Secil y Antóncarecía de color, brillo, vida… Ruinas grisáceas y calles pobladas de escombros eran diariamente transitadas por las tanquetas de los insurgentes. Escritas en carrera y con intenso spray malba se leía la frase “Nunca olvidar” en centenares de fachadas por doquier.
Difícilmente se lograba ver el cielo, los continuos bombardeos nublaban la visibilidad del firmamento. Un profundo hedor a pólvora y putrefacción inundaba el aire. Eso era lo que más le desagradaba a Secil, ese olor le recordaba que la muerte llegaría pronto.
La pareja tenía muchos años juntos, eran inseparables. Más momentos buenos que malos, más alegrías que decepción. Se amaban profundamente, marido y mujer, él dueño de ella y viceversa. A pesar de la guerra su amor no cesó, más bien, los unió más. Su supervivencia dependía básicamente en estar unidos, moverse como uno sólo, rápidos y ágiles.
Rumores de camino profesaban que muchos habían logrado cruzar la frontera y migraron muy al sur. Secil y Antón hicieron suya esa idea, huir lejos, al sur, donde la guerra no los alcanzaría, donde el percutir de las armas y el chasquido de los casquillos no los despertaría más.
Anton le contaba a Secil ficciones de un sur cálido, lleno de color, pleno de dulces frutos tropicales y cristalinas aguas para nadar. Noche a noche Secil se acurrucaba en el regazo de su esposo y escuchaba las historias de ese hermoso lugar hasta quedar dormida.
Cual ratones en un laberinto, la pareja recorría la destruida ciudad, avanzaban lento pero seguro hasta los límites de la urbe. Luego de varias semanas a lo lejos se vislumbraba un alto cerco con intensas luces blancas que perseguían cualquier movimiento entre la espesa nocturnidad.
Con precaución se acercaron hasta el imponente cerco; medía más de 10 metros y estaba forjado de acero. En el tope descansaban apacibles miles de calaveras, cráneos carcomidos, muchos con perforaciones de balas. Souvenir de francotiradores. La tenebrosa instantánea petrificó a los escapistas, el miedo los embriagó y el paraíso se les fue por completo.
Un puñado de granos y una hogaza de pan era el reminiscente del largo viaje, la decisión de cruzar o no debía ser tomada pronto. Antón tenía una pequeña daga, la sostenía con fuerza, la contemplaba pensando en la estrategia perfecta para evadir tan colosal barricada.
Acordaron cruzar, caminaron a lo largo de la reja que se extendía por kilómetros y encontraron una leve fractura en el rejado. Esperaron al anochecer y fisuraron el oxidado metal con unas barras que habían encontrado. Lograron pasar, el resplandor del mortal faro no los encontró. Apresurados se alejaron del muro pero sin un plan claro, recursos y sólo armados con su amor y esperanza de una vida mejor fueron sorprendidos por cientos de luces y miras infrarrojas que provenían de la nada.
Secil no dejaba de temblar, rogaba histérica por la vida de ambos; Antón sabía lo que venía, ya las palabras no importaban, el idioma, el ser. Todo fue muy claro para él, su vida se extinguiría en un instante, todo lo que había vivido quedaría en el olvido; sus creencias, sus pensamientos, sus dolores y pasiones, todo desaparecería en ese instante.
Miró por última vez a Secil, la tomó de la mano y la levantó; ella no pudo quitar, por más que quisiera, la mirada de los ojos de su compañero de alma. Se dijeron todo lo que habían sentido en una vida juntos con esa sola mirada. Las balas fueron disparadas. Dos cuerpos yacían en esa tierra infértil y gris.
Luego para Secil y Antón todo se había vuelto más real que nunca, estaban en una ciudad llena de colores que nunca habían visto. La atmosfera de ese sitio era paradisíaca, frutal, hermosa. Brillo, luz, candor emanaba de cada rincón. La pareja reconoció lo sucedido: eran uno, eternos, hechos de luz y conocimientos, renacidos de la mismísima esencia de la que está conformada la vida.
Renacidos, ambos, como ángeles de platinadas alas y mirada luminosa y gentil. Fueron recibidos por sus iguales, sin palabras pero sí con miradas idénticas a la de ellos. Migraron de la oscuridad para hacerse amor puro y eterno.
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