jueves, 1 de mayo de 2014

El niño San Juan de Chuao

Por Rosángela Nieves

Eran las 4:00 AM.  Me desperté de un sobresalto, como suelo hacerlo todos los años en esta fecha, desde hace tanto.

Contemplé el techo de mi habitación por un rato, recordando cuántas vidas habían pasado ya por aquella casa de altas ventanas, simples pero hermosas rejas de hierro, tejas de enmohecido rojo… ningún detalle importante había cambiado en siglos.

Salí al balcón para refrescarme. La ligera brisa traía el aroma a cacao, aunque las semillas no estuvieran allí tendidas, impregnaba a casi todo el pueblo y guió mi vista hacia Lomo de Perro y a la iglesia, con sus singulares campanas, a las que el tiempo pintó de un bronce opaco. Sonreí porque sabía que Chuao me amaba.

4:25 am. Me apresuré a bajar por las escaleras, mis antiguos amos no podrían verme allí como si nada, fuera de la habitación que les solía pertenecer; así que salí por la puerta trasera y esperé.

En menos de cinco minutos el suelo de cemento volvió a ser de tierra, la envejecida pintura de las casas volvió a ser uniforme e impecable, el moho de las tejas desaparecía lentamente dejándolas de un rojo hermoso y las campanas de la iglesia se veían relucientes otra vez, incluso desde lejos.

Aquella mágica trasformación del pueblo ocurría como si Dios mismo sintiera nostalgia por aquel pueblo colonial, y comenzara a pintar sus recuerdos en él.

-¡Juana! Anda a buscar la canasta.

Había amanecido. Antes de darme cuenta yo era una esclava de nuevo, y mi verdadero nombre era Kaoui; tomaron a mi tribu cuando contaba con unos siete años, cerca de Ekpé, en las costas del sur de Benin. Me llamaban Juana por evangelización.

-Sí doña Consuelo. Ya voy, ya voy.

Cuando me disponía a mi faena me encontré con María, quien provenía de la misma tribu que yo, los Lukumí, pero por ser menor no recordaba su nombre original.

-Está sonriendo mucho esta mañana –me dijo–, no te alegres tanto, nos va a caé el chaparrón encima.
-Calma María, sabes bien que disfruto la cosecha.
-Ojalá fuera todo el día, y no tené’ que ve’ a los encapuchados. Que si Dios, que si Cristo, que si San Juan… con esos trapos color tierra nos quieren obligar a creé’ en lo mismo que ellos.

El cacao de Chuao
que viva, que viva
ajá, ajá, ajá
lo dejó fundado Doña Catalina

La distraje. Cantarle a nuestras mazorcas para comenzar era de buena suerte para cosechar.  Yo sabía lo que venía, aunque María no. De repente su cesta fue en picada al piso.

-¡Pero Kaoui! ¿Qué le pasó a nuestras mazorcas? Están todas negras. ¡Los amos nos van castigar! -expresó entre sollozos, desvanecida en el piso.
Cada año veía esa expresión de terror en su rostro y me dolía mucho.
-Parece ser que las han atacado los chinches. No te preocupes, deja de llorar y comienza a recoger mujer. Ten fe.
-¿Fe en quién muchacha, esos monjes te volvieron loca a ti también?
Volví mi rostro hacia ella y le sonreí, continuando mi cosecha:

San Juan to lo tiene, San Juan to lo da
San Juan to lo tiene, San Juan to lo da

-Ahora sí me arreglé, la cosecha echaá’ a perdé’ y está loca cantando –rezongaba mientras se secaba las lágrimas con el dorso de su mano –, no sé para qué estamos recogiendo cacao piche, así nos van a castigá’ peor, por brutas.

Cuando terminó de quejarse, divisamos un pequeño niño con túnica blanca corriendo entre los árboles.
-Kaoui, ¿y ese quién es? –me preguntó María, volteando hacia donde yo estaba.
-Pregúntale tú misma –le respondí.
De pronto el niño apareció frente a nosotras, poniendo sus manitos sobre lo que habíamos recolectado, mirándonos fijamente, con una sonrisa dulce y a la vez traviesa.
-Soy Juan –fue todo lo que dijo el niño. Juntó sus manos en señal de agradecimiento al cielo y se alejó entre brincos y carreras.
María me miró con tal asombro que no parecía caber en su rostro.
-¡Mira Kaoui, las mazorcas!
Estaban completamente sanas y hermosas, con sus colores brillantes.
- Es un milagro de San Juan –le dije poniendo mi mano en su hombro, con tono amable.
-¡Bendito seas Juan, Santo de la abundancia de Chuao!

Cuando nos dirigíamos contentas con la presencia de tal milagro, el pueblo comenzaba a cambiar para mí otra vez; la figura de María desapareció borrosamente, la carretera comenzaba a ser de cemento otra vez, los árboles de cacao había crecido, la pintura de las casas estaba decolorada, los tejados no eran tan hermosos y las campanas de la iglesia ya eran opacas.

Entré a mi casa por la puerta principal. Volví a asomarme por el balcón. Observé una que otra vivienda encendiendo las luces; todos comenzaban a levantarse para iniciar los preparativos de la fiesta de San Juan.

Así me recuerda San Juan todos los años su amor por nuestro pueblo. Así mi fe y mi devoción son renovadas.

Bendito el niño San Juan de Chuao.

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