Por María Eugenia Contreras
Ya habían pasado dos años y él aún no cumplía su promesa. Fue una de las dos únicas cosas que le exigió firmemente durante 42 años.
Fue mucho antes de esa hermosa mañana de septiembre cuando se dijeron el sí delante de Dios, de amigos y familiares, absolutamente convencidos, casi con la seguridad del mejor clarividente, de la vida plena y feliz que les esperaba y del hogar soñado que iban a formar y que en efecto habían formado.
Tuvieron dos hijos propios y uno adoptado - nacido del corazón solían decir -, una casa hermosa, diseñada por los dos y construida como todo lo demás, con el trabajo de un dúo que siempre funcionó como uno.
Le habría podido perdonar casi todo. Adela estaba convencida que con los años los inconvenientes se sopesan frente a las consecuencias a largo plazo de las decisiones tajantes y definitivas y siempre las primeras quedaban disminuidas. La singular y principal prohibición inquebrantable repetida por 42 años fue justamente en la que él tuvo la osadía de caer… “lo único que no puedes hacer Roberto, es tener la desfachatez de dejarme viuda”, le decía siempre. Y fue exactamente lo que hizo.
Así nada más un día como cualquier otro, no despertó y quedo medio sonreído con el ridículo pantalón bombacho que usaba de pijama alabando por años la supuesta comodidad de la prenda. A su lado, caído de la mano derecha, uno de sus siempre frecuentes libros de historia mitológica y fantasía que solía leer y releer. Maravillosas historias atrapaban sus páginas, que leídas por Roberto eran mágicas; por años estudió tanto sobre el tema que era toda una autoridad, al punto que sus nietos curiosos sobre esos asuntos no dudaban en someter sus dudas al estudio de Roberto más que a los libros y documentales; su abuelo era como una especie de Juez que sentenciaba con su tono rotundo las esperadas respuestas cuya certeza era incuestionable.
Dos años habían pasado, la casa se vendió para que Adela no se sintiera sola, pero ¿quién entendía que no era soledad? No estaba sola, estaba incompleta. En sumas y restas había pasado más años con Roberto que sin él, en toda su vida.Ahora no se identificaba con nadie, sus hijos vivían su mundo de rutina agitada, sus nietos eran como alienígenas que aunque manifestaban cariño eran seres ajenos por completo que estaban en otra dimensión.
No sabía dormir en la cama completa, ni cocinar nada en medida que no fuera para dos, nadie completaba sus frases, nadie entendía su sarcasmo adulto y de poca vergüenza como él que reía siempre con sus comentarios, en nadie confiaba para preguntar cómo se veía y subirse el cierre de los vestidos era casi contorsionismo, adicionalmente fallido por la osteoporosis. Había perdido “el filtro” de la educación cuando hablaba con la gente y atentando contra la prudencia dejaba escapar sus opiniones de lo que fuera y con quien fuera, comer era aburridísimo y bañarse daba tedio.
Pero cumplía con sus deberes humanos porque Roberto no podía continuar con su segunda falta, dos años eran demasiado. Él vendría a buscarla como habían quedado en caso de esas emergencias, así que había que estar bañada, perfumada y bonita.
Por años, a la hora de ir a la cama, luego de compartir con su esposa las lecturas fantásticas de sus libros, Roberto bromeaba cuando tocaban el tema de la muerte, quizá para sacudirse de esos pensamientos poco felices de quedar separados en mundos distintos. Ante la petición de Adela, sostenía “claro pedazo e’ loca que vendré a buscarte…me traeré a la criatura que menos te gusta de mis libros, saldré debajo de cama, para matarte del susto y llevarte conmigo mientras me vuelvo a morir de risa sólo de ver tu cara”.
Roberto, en juego o no, siempre fue un hombre de palabra; seguro algo lo estaba deteniendo un poco, pensaba Adela, así que esa noche y cualquiera en realidad podía ser la noche.
Con los mismos nervios de aquella mañana de septiembre, aguardaba en su cama, a ver sí salía Roberto debajo de la cama acompañado de un Bahamut -sin duda el más feo, raro, incomprensible y aterradora criatura de sus libros- para asustarla y llevarla con él. Así que, en su lecho, luego de ensayar sus mejores caras de asustada frente al espejo, despidió con un ruido irreverente las buenas noches de los nietos, pintó sus labios de un suave cereza y cerró sus ojos, esperando a Roberto y a su monstruo debajo de la cama, para cruzar a su mundo y estar completa de nuevo.
Ya habían pasado dos años y él aún no cumplía su promesa. Fue una de las dos únicas cosas que le exigió firmemente durante 42 años.
Fue mucho antes de esa hermosa mañana de septiembre cuando se dijeron el sí delante de Dios, de amigos y familiares, absolutamente convencidos, casi con la seguridad del mejor clarividente, de la vida plena y feliz que les esperaba y del hogar soñado que iban a formar y que en efecto habían formado.
Tuvieron dos hijos propios y uno adoptado - nacido del corazón solían decir -, una casa hermosa, diseñada por los dos y construida como todo lo demás, con el trabajo de un dúo que siempre funcionó como uno.
Le habría podido perdonar casi todo. Adela estaba convencida que con los años los inconvenientes se sopesan frente a las consecuencias a largo plazo de las decisiones tajantes y definitivas y siempre las primeras quedaban disminuidas. La singular y principal prohibición inquebrantable repetida por 42 años fue justamente en la que él tuvo la osadía de caer… “lo único que no puedes hacer Roberto, es tener la desfachatez de dejarme viuda”, le decía siempre. Y fue exactamente lo que hizo.
Así nada más un día como cualquier otro, no despertó y quedo medio sonreído con el ridículo pantalón bombacho que usaba de pijama alabando por años la supuesta comodidad de la prenda. A su lado, caído de la mano derecha, uno de sus siempre frecuentes libros de historia mitológica y fantasía que solía leer y releer. Maravillosas historias atrapaban sus páginas, que leídas por Roberto eran mágicas; por años estudió tanto sobre el tema que era toda una autoridad, al punto que sus nietos curiosos sobre esos asuntos no dudaban en someter sus dudas al estudio de Roberto más que a los libros y documentales; su abuelo era como una especie de Juez que sentenciaba con su tono rotundo las esperadas respuestas cuya certeza era incuestionable.
Dos años habían pasado, la casa se vendió para que Adela no se sintiera sola, pero ¿quién entendía que no era soledad? No estaba sola, estaba incompleta. En sumas y restas había pasado más años con Roberto que sin él, en toda su vida.Ahora no se identificaba con nadie, sus hijos vivían su mundo de rutina agitada, sus nietos eran como alienígenas que aunque manifestaban cariño eran seres ajenos por completo que estaban en otra dimensión.
No sabía dormir en la cama completa, ni cocinar nada en medida que no fuera para dos, nadie completaba sus frases, nadie entendía su sarcasmo adulto y de poca vergüenza como él que reía siempre con sus comentarios, en nadie confiaba para preguntar cómo se veía y subirse el cierre de los vestidos era casi contorsionismo, adicionalmente fallido por la osteoporosis. Había perdido “el filtro” de la educación cuando hablaba con la gente y atentando contra la prudencia dejaba escapar sus opiniones de lo que fuera y con quien fuera, comer era aburridísimo y bañarse daba tedio.
Pero cumplía con sus deberes humanos porque Roberto no podía continuar con su segunda falta, dos años eran demasiado. Él vendría a buscarla como habían quedado en caso de esas emergencias, así que había que estar bañada, perfumada y bonita.
Por años, a la hora de ir a la cama, luego de compartir con su esposa las lecturas fantásticas de sus libros, Roberto bromeaba cuando tocaban el tema de la muerte, quizá para sacudirse de esos pensamientos poco felices de quedar separados en mundos distintos. Ante la petición de Adela, sostenía “claro pedazo e’ loca que vendré a buscarte…me traeré a la criatura que menos te gusta de mis libros, saldré debajo de cama, para matarte del susto y llevarte conmigo mientras me vuelvo a morir de risa sólo de ver tu cara”.
Roberto, en juego o no, siempre fue un hombre de palabra; seguro algo lo estaba deteniendo un poco, pensaba Adela, así que esa noche y cualquiera en realidad podía ser la noche.
Con los mismos nervios de aquella mañana de septiembre, aguardaba en su cama, a ver sí salía Roberto debajo de la cama acompañado de un Bahamut -sin duda el más feo, raro, incomprensible y aterradora criatura de sus libros- para asustarla y llevarla con él. Así que, en su lecho, luego de ensayar sus mejores caras de asustada frente al espejo, despidió con un ruido irreverente las buenas noches de los nietos, pintó sus labios de un suave cereza y cerró sus ojos, esperando a Roberto y a su monstruo debajo de la cama, para cruzar a su mundo y estar completa de nuevo.
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