Por María Carvajal
Cuando, con tristeza en sus ojos, un temblor ligero en sus manos y un caminar tambaleante, Amelia se adentraba en el jardín de su casa, pudo sentir un escalofrío que si llegó a estremecerla no causó en ella ningún temor.
Siguió caminando, esta vez no pudo contener el llanto y en medio del ocaso se acercó a la piedra donde solía sentarse a contemplar las tortolitas que a menudo iban a picar trocitos de pan que ella les dejaba.
Lloró amargamente, no entendía los motivos de la muerte de su abuela, la mujer más gentil, humilde y dulce que jamás hubiese conocido.
Confusión de sentimientos, ira, dolor, impotencia, angustia; todo eso dentro del corazón de una sola persona; demasiado para un alma tan noble como la de Amelia.
De pronto, un silencio misterioso invadió el lugar; dejó de llorar, ahora sólo sollozaba, hasta que escuchó un sonido melodioso, algo así como una especie de silbido que no podría nunca provenir de un ser humano, era comparable al canto de un pájaro.
Amelia estaba quieta, no se atrevía a moverse, se sentía hechizada por esa mágica tonada que llegaba con sutileza a sus oídos. En ese instante, se acercó a ella con cierta timidez un ser con características humanas pero algo diferentes.
Era mucho más pequeño que ella, con un gracioso movimiento al avanzar lo cual llamó aún más la atención de Amelia, no podía creer lo que estaba viendo. Lo observó detenidamente mientras se aproximaba, no sentía miedo pero si mucha curiosidad, quería tocarlo para ver si era real, o si se trataba de su imaginación debido a todo lo que le estaba pasando. “¿Será un duende?”, se preguntó. “No, imposible, no existen, sólo es una mala jugada del momento”.
Mientras ella se negaba a sí misma la existencia de este individuo, éste se iba acercando cada vez más hasta que llegó a los pies de Amelia.
Una vez frente a ella, ambos se miraron fijamente a los ojos. Amelia pensó rápidamente “¿Grito?, ¿huyo?, ¿qué hago?”; le pareció una eternidad esos segundos.
Pero sin embargo allí permaneció sin quitar la mirada de los ojos de aquel ser. Él se presentó ante ella diciéndole “Amelia, no soy un duende, soy un Elfo”.
No podía creer lo que escuchaba, ¡ese ser hablaba! “Mi nombre es el Elfo de la luz”, dijo mientras se hacía un espacio junto a ella.
“He venido aquí a estar junto a ti, a dedicarte mi melodía porque mi misión es reconfortar tu corazón. Debo ayudarte a limpiar todos los lugares de tu alma, aquellos que ni imaginas que posees, esos en donde guardas la belleza, la confianza en ti misma, en donde habita la serenidad. Esos territorios de lo más profundo de tu ser en los que no puede haber cabida a lo que estás sintiendo en este momento. No olvides que soy un ser de luz, que vengo a alejar la rabia, impotencia y dolor que se han albergado en ti.”
Estupefacta, sin siquiera poder balbucear un par de palabras Amelia estaba extasiada escuchando al elfo sintiendo en ese momento una paz indescriptible; un remolino de luz se adueñó de ella, lo pudo sentir, estaba en paz. Cerró los ojos y continuó atendiendo al elfo.
“Recuerda Amelia, debes actuar con confianza y avivar esa llama de serenidad que hay en tu corazón”.
Al abrir los ojos, el elfo ya no estaba, sólo una estela de aroma a jazmín se percibía en el aire.
Amelia sintió una alegría fuera de lo común y a la vez una tristeza porque el elfo se había marchado y ella no había tenido oportunidad de hablarle, de agradecerle, de abrazarlo.
Sobre la piedra donde se hallaba sentada, vio que estaba escrito con tinta de oro un mensaje que le robó la sonrisa que hacía mucho no se dibujaba en su rostro.
“Amelia, querida amiga, cuando te sientas perdida u olvides lo que habita en tu corazón, procura escuchar mi melodía y aquí en este mismo lugar te he de encontrar”.
Cuando, con tristeza en sus ojos, un temblor ligero en sus manos y un caminar tambaleante, Amelia se adentraba en el jardín de su casa, pudo sentir un escalofrío que si llegó a estremecerla no causó en ella ningún temor.
Siguió caminando, esta vez no pudo contener el llanto y en medio del ocaso se acercó a la piedra donde solía sentarse a contemplar las tortolitas que a menudo iban a picar trocitos de pan que ella les dejaba.
Lloró amargamente, no entendía los motivos de la muerte de su abuela, la mujer más gentil, humilde y dulce que jamás hubiese conocido.
Confusión de sentimientos, ira, dolor, impotencia, angustia; todo eso dentro del corazón de una sola persona; demasiado para un alma tan noble como la de Amelia.
De pronto, un silencio misterioso invadió el lugar; dejó de llorar, ahora sólo sollozaba, hasta que escuchó un sonido melodioso, algo así como una especie de silbido que no podría nunca provenir de un ser humano, era comparable al canto de un pájaro.
Amelia estaba quieta, no se atrevía a moverse, se sentía hechizada por esa mágica tonada que llegaba con sutileza a sus oídos. En ese instante, se acercó a ella con cierta timidez un ser con características humanas pero algo diferentes.
Era mucho más pequeño que ella, con un gracioso movimiento al avanzar lo cual llamó aún más la atención de Amelia, no podía creer lo que estaba viendo. Lo observó detenidamente mientras se aproximaba, no sentía miedo pero si mucha curiosidad, quería tocarlo para ver si era real, o si se trataba de su imaginación debido a todo lo que le estaba pasando. “¿Será un duende?”, se preguntó. “No, imposible, no existen, sólo es una mala jugada del momento”.
Mientras ella se negaba a sí misma la existencia de este individuo, éste se iba acercando cada vez más hasta que llegó a los pies de Amelia.
Una vez frente a ella, ambos se miraron fijamente a los ojos. Amelia pensó rápidamente “¿Grito?, ¿huyo?, ¿qué hago?”; le pareció una eternidad esos segundos.
Pero sin embargo allí permaneció sin quitar la mirada de los ojos de aquel ser. Él se presentó ante ella diciéndole “Amelia, no soy un duende, soy un Elfo”.
No podía creer lo que escuchaba, ¡ese ser hablaba! “Mi nombre es el Elfo de la luz”, dijo mientras se hacía un espacio junto a ella.
“He venido aquí a estar junto a ti, a dedicarte mi melodía porque mi misión es reconfortar tu corazón. Debo ayudarte a limpiar todos los lugares de tu alma, aquellos que ni imaginas que posees, esos en donde guardas la belleza, la confianza en ti misma, en donde habita la serenidad. Esos territorios de lo más profundo de tu ser en los que no puede haber cabida a lo que estás sintiendo en este momento. No olvides que soy un ser de luz, que vengo a alejar la rabia, impotencia y dolor que se han albergado en ti.”
Estupefacta, sin siquiera poder balbucear un par de palabras Amelia estaba extasiada escuchando al elfo sintiendo en ese momento una paz indescriptible; un remolino de luz se adueñó de ella, lo pudo sentir, estaba en paz. Cerró los ojos y continuó atendiendo al elfo.
“Recuerda Amelia, debes actuar con confianza y avivar esa llama de serenidad que hay en tu corazón”.
Al abrir los ojos, el elfo ya no estaba, sólo una estela de aroma a jazmín se percibía en el aire.
Amelia sintió una alegría fuera de lo común y a la vez una tristeza porque el elfo se había marchado y ella no había tenido oportunidad de hablarle, de agradecerle, de abrazarlo.
Sobre la piedra donde se hallaba sentada, vio que estaba escrito con tinta de oro un mensaje que le robó la sonrisa que hacía mucho no se dibujaba en su rostro.
“Amelia, querida amiga, cuando te sientas perdida u olvides lo que habita en tu corazón, procura escuchar mi melodía y aquí en este mismo lugar te he de encontrar”.
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