viernes, 15 de julio de 2011

Un trago de amor

Por Reinaldo López

Un nuevo amanecer, el sol como todo un Dios se hacía sentir llenando de luz los cafetales de esos ricos valles y montañas de la cordillera de la costa venezolana donde se produce uno de los mejores granos de café del mundo de variedades como el arábico criollo, caturra y katuay, cuyos frutos de diferentes colores adornan el paisaje y maduran al mismo tiempo que florecen los araguaneyes, apamates y bucares creando un espectáculo multicolor que conjura con su magia para concebir las mejores cosechas.

Todo era perfecto para Rodrigo, como lo llamó su padre cuando nació en un caserío a mil metros sobre el nivel del mar heredando todo lo necesario de su progenitor: fortaleza, tenacidad y los mejores cafetales de la zona.

A Rodrigo le iba bien, tenía lo que cualquiera pudiera desear, religión, dinero y un buen café para abrir y cerrar cada negocio, lo que era su gran fuerte. Pero le acechaba un vacío en su corazón, algo le faltaba y lo sentía en cada paso que daba, sabía que lo más importante no lo tenía o no había llegado todavía. Necesitaba un trago de amor.

Llegó el día que tanto esperaba, acompañado del mejor café tinto que su madre le enseñó a preparar se disponía a envestir e incursionar en ese negocio que le abriría un horizonte infinito a su nuevo rol de comerciante: Una red de cafeterías.

Una vez preparado, llega al lugar acordado por su nuevo socio, que era un viejo y gran amigo de su padre. Saludó a todos los presentes y de repente su mirada se desvió y encantado y fascinado se tropezó con los más hermosos ojos color café que había visto en su vida. Para mayor sorpresa era la hija de su socio y accionista de la red.

Ambos al verse quedaron hipnotizados bajo la trampa de Cupido, sus corazones les indicaban que encontraron lo que siempre habían buscado, tanto él como ella se cautivaron, y sus almas se conectaron en un silencio cómplice al saber que había llegado el día no sólo de sellar una negociación sino de apartar de sus vidas la soledad. Quedando así cerrado con éxito tan esperado momento.

Y fue así como Rodrigo consiguió sus sueños, triunfando en su lucha y aliviando su corazón, fue así como Rodrigo logró su tan esperado trago de amor.

Un café con leche con chispas de chocolate

Por Lidia Coronado

-Amiga, querida, te juro que yo la vi- le repetía mientras colocaba Splenda en su café. Cándida la observaba sin mucho interés.

- Bueno, te cuento que la china, que resultó ser japonesa, venía todos los martes a esta librería- insistió, mientras movía suavemente el café-, a la misma hora pedía el mismo café y se sentaba en esa mesa de allá, observaba un rato a la gente luego abría un libro o escribía en un Ipad.

-Estas espías de ahora ya no son como la 99- dijo riéndose, mientras sacaba el tejido de la cartera-, tengo que terminar esta bufanda para regalársela a mi hermano.

- Candy, imagínate que ese día, que yo estaba observando, sabes que me encanta aplicarle el método científico a la gente y tratar de adivinar sus historias- dijo Ana.

-Estás loca amiga- contestó Cándida sin mirarla.

-El muchacho le trajo el café y una torta que un hombre chino que estaba en la librería le había enviado, tenía una nota. Al abrirla la muchacha se puso pálida y comenzó a sudar -continuo contando Ana.

-La china, la espía, se levantó y fue al baño, yo la seguí. Cuando estaba cerca de la puerta salió, me dijo que el baño estaba malo, que no se podía usar, luego cerro con la mano y salió de la tienda - contaba Ana casi eufórica-. Te lo juro amiga, cuando caminé tras ella, la anfitriona del bautizo decía por el micrófono: “Es para mí un honor presentar este libro de la escritora Ichiko Ohara, que cuenta la historia de su vida en china, cuando fue reclutada por el gobierno japonés como espía”. No podía creer lo que estaba escuchando. Es una historia cruda y cruel, por esa razón Ichiko permanece oculta, siempre está temiendo por su vida.

-El tipo que apareció muerto en el baño de la librería que dicen que fue un suicidio, fue ella que lo mató, y el papelito doblado fue la orden que le dejaron sus jefes- dijo golpeando el libro-, todo está aquí.

lunes, 11 de julio de 2011

Un café asesino

Por Gonzalo Paredes

Ella estaba frente al espejo viendo su cara cansada y sus ojos azules, ahora bordeados de una aureola roja, era la huella de otro día sin dormir. Escuchó el canto desagradable de un gallo y vio como el sol empezaba a colorear el cielo tropical. Todo en su vida estaba normal, sin problemas; sin embargo no podía dormir aunque tomara somníferos. Se bañó con agua bien caliente, se acarició su delgado cuerpo con cremas rejuvenecedoras; se maquilló cuidadosamente para tapar su insomnio, tomó un vestido liviano y buscó las prendas rosadas que combinaban con su traje. Ignacio estaba todavía en la cama, agotado por esas interminables y continuas noches de tertulias y sexo. Ella, ya se tomaba en la cocina su reconfortante café negro, expreso; hecho en esa máquina italiana que le regalaron los jefes de su marido que conocían su fuerte adicción.

Al salir a la calle, la luz del sol le ardió en los ojos. El ruido de la ciudad también la atormentaba, eran bastantes semanas durmiendo muy poco. Se puso los anteojos oscuros y siguió apremiada hacia su trabajo. Así había sido el último mes: apurada siempre, sin saber por qué; irritada cuando le hablaban sus compañeros del periódico. No soportaba la música, ni los ruidos y se sentía molesta con todo y con todos. Ya no podía ni concentrarse; la distraía el menor sonido. Era insoportable vivir así.

Entre una taza y otra taza de café pasaba el día en su oficina; ya ni comía. Para subsistir sólo necesitaba esas dosis fuertes y continuas del estimulante y mágico brebaje negro. Al beberlo sentía sus arterias dilatarse y que la sangre le fluía con mucha más fuerza, su cuerpo se convertía en una máquina potente, como la de un formula uno; sus órganos se activaban, la empujaban en esa carrera desbocada por la vida y su cerebro se volvía inagotable.

Esa noche llegó a su casa y se puso cómoda. Ignacio no había llegado aún. Algo la inquietó. Se fue a preparar otro café; no había, se había acabado. Esta vez, por sus venas corrió un intenso frío, se contrajeron. Ahora la sangre luchaba por circular. Entro en shock. Desesperada llamó a su esposo varias veces pero no le contestó. Todavía estaba en la carretera.

Ignacio entró a su casa como a las dos de la mañana, busco a Vicky por todos lados, no le contestaba. Por fin la encontró allí, tirada y fría en el piso de la cocina; angustiado corrió hasta ella, la tocó: tenía pulso y respiraba, aunque con dificultad. Rápido llamó a emergencias. La vio de nuevo, tirada sobre la madera y pensó: “Que vicio tan incontrolable; el café algún día la va a matar”.

sábado, 9 de julio de 2011

El último café

Por Adalberto Nieves

Llegó a las 3 de la tarde, tal como lo había estado haciendo casi religiosamente cada día, desde que su mujer Amanda lo abandonó para marcharse a su pueblo natal al sur del país.

Esta vez se sentó en la mesa que está frente a la ventana, desde donde se ve la transitada calle. Tomó asiento y levantó su mano derecha con el gesto que acostumbraba para llamar la atención de la mesera más joven del local.

Celeste se acercó a aquel hombre envejecido y con rostro sin expresión esperando la orden que ya sabía de memoria. “Un café grande con leche, muy caliente por favor”, pidió sin siquiera mirarle a los ojos.

El hombre permaneció casi inmóvil sentado encorvado en su silla mirando la gente que pasaba frente a la ventana. Era una tarde lluviosa y todos iban de prisa y con paraguas.

Celeste volvió a los pocos minutos con la humeante taza de café en una bandeja que llevaba con la gracia que las mujeres morenas ponen en todo lo que hacen. “Quiere algo más, señor?”, preguntó aunque sabía que no recibiría respuesta. Se alejó de la mesa para atender a otros clientes dejando a su paso un rastro del perfume que siempre usaba. Esta vez el hombre levantó la vista y miró el andar rápido y acompasado de la chica al caminar.

El hombre sacó de su bolsillo un pequeño frasco, lo destapó y vertió de él un líquido ámbar y espeso en la taza del café, revolvió el contenido y esperó un instante antes de tomar el primer sorbo. Pasaron unos cinco minutos luego del último trago, cuando el hombre comenzó a convulsionar para caer luego al piso y quedar paralizado, ya sin signos vitales.

En el papel que tenía en la mano se podía leer: “Ya mi vida no tiene ningún sentido. Mi mujer me dejó y ahora que creía haber encontrado una razón para continuar, tú, Celeste, entregas tu corazón a ese infeliz italiano. Eras mi última esperanza y te he perdido”.

miércoles, 6 de julio de 2011

El viejo café

Por Adalberto Nieves

En uno de esos días recorriendo calles mil veces caminadas por el centro de Chacao, di por casualidad con un pequeño local, en ese momento lleno de gente, que me invitó a entrar con tan solo mirar a su interior y ver una vieja máquina de café sobre un mostrador lleno de tazas.

Una bella dama servía detrás del mostrador y al mirarme sonrió y me pidió que me acercara. “Es bueno ver gente joven por acá”, dijo y seguidamente me preguntó que me gustaría tomar. Su pregunta me sonó algo extraña, tratándose de un cafetín, pero caí en cuenta que quería saber como me gustaría tomar el café. Respondí solicitando mi favorito, un marroncito claro pequeño.

Eché una mirada rápida y algo tímida a mi alrededor para darme cuenta que la concurrencia del día eran señores de avanzada edad, que compartían juegos de cartas en las pocas mesas del local.

El tiempo que tardé en tomar el cafecito fue uno de los más amenos que podía pasar, charlando con una sonriente Magda, como se llamaba aquella amable señora. No quiso cobrarme, “el café va por la casa”, dijo, “para que vuelvas; los viejitos se me van muriendo uno a uno y temo quedarme sin clientes”.

Pasaron semanas y no volví al lugar. Me enteré por otros medios que Magda había fallecido repentinamente de un infarto y el local debió ser atendido desde aquel día por un pariente cercano. Sentí que debía acercarme por aquel café, al que había prometido volver pronto. Una tarde de viernes llegué casi a las 7 de la noche y Bruno, el nuevo encargado, arreglaba mesas y limpiaba el mostrador, ya listo para cerrar el local. “Volveré otro día”, susurré, como si de una tarea por cumplir se tratara.

La tarde que decidí caer por el café encontré la santamaría cerrada. Un candado bastante oxidado daba fe de la clausura del lugar. Bruno estaba en la próxima esquina fumando un cigarrillo con la mirada perdida en la distancia. “Cerramos”, me dijo con tono triste; “es que el alma del Café era Magda, nunca podría ser lo mismo”. Bruno tiró el cigarrillo y lo apagó con la punta del zapato. Caminó por la calle silenciosamente, como quien no tiene apuro ni sitio a donde llegar.