Por Gonzalo Paredes
La luz tenue sobre la mesa dejaba ver dos mujeres, una blanca, elegante y altiva sentada frente a otra de piel morena con cejas gruesas y misteriosos ojos negros, que llevaba sobre sus cabellos un pañuelo azul rey, bordado con hilos de oro.
Conversaban sigilosas; la rubia bebía un café espeso y amargo con aroma de cardamomo; mientras la otra la estudiaba. Al terminar la infusión puso la taza boca abajo sobre el plato, observó inquieta a su interlocutora que estaba abstraída, inspirándose quizás con voces de otro mundo, que le llovían desde el cielo. Su humanidad permanecía ahí, pero su espíritu viajaba en otra dimensión; se encontraba ante un inmenso monte coronado por las nieves: el Ararat, centinela puesto por Dios para proteger al pueblo armenio de los Otomanos.
Allí, a su lado se hallaba su abuelo, con su cabellera abundante, su tez curtida, sus ojos oscuros y almendrados, radiantes de dulzura al ver a su nieta predilecta: Leda, la de los sueños premonitorios. El la llamaba Bijilig, era pequeñita. Detrás estaba ese hogar que tanto extrañaba, construido con piedras, como todos los de allí. En su interior tenían voraces chimeneas, que poco a poco se tragaron los bosques durante los gélidos inviernos. Sobre el gran mesón de madera donde se reunía la familia, estaba ese papel curtido por el tiempo, lleno de dibujos, de imágenes y símbolos ancestrales, donde generación, tras generación, aprendían a leer el porvenir en la borra que dejaba el café en el pocillo: caballos, perros, aves, anillos, dragones, manchas; todo tenía una interpretación si quedaba pintado en el recipiente.
Leda fijó su vista en la taza esmaltada con arabescos y lo tomó con ambas manos; ya había destilado el sedimento sobrante y mudo. Lo volteó y en el fondo de la porcelana blanca observó la imagen: un hombre atlético tendido con un anillo; pensó unos segundos, subió la mirada controlando las emociones hasta encontrarse de frente con la de la joven que la consultaba, y le dijo: “un hombre joven muy cercano a usted va a morir”.
La dama sintió un frio intenso recorriendo su cuerpo, palideció abrazada por el miedo, se incorporó inmersa en su mundo y sin mediar palabra se fue. Desde su asiento, llena de compasión vio alejarse la silueta esbelta y al cruzar el umbral recordó aquella siniestra imagen, la misma que le apareció a ella aquel día, en el que su abuelo, al salir de los oficios de la iglesia de Aghtamar, recogió sus armas y se fue a la milenaria guerra contra los turcos.
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