miércoles, 6 de julio de 2011

El viejo café

Por Adalberto Nieves

En uno de esos días recorriendo calles mil veces caminadas por el centro de Chacao, di por casualidad con un pequeño local, en ese momento lleno de gente, que me invitó a entrar con tan solo mirar a su interior y ver una vieja máquina de café sobre un mostrador lleno de tazas.

Una bella dama servía detrás del mostrador y al mirarme sonrió y me pidió que me acercara. “Es bueno ver gente joven por acá”, dijo y seguidamente me preguntó que me gustaría tomar. Su pregunta me sonó algo extraña, tratándose de un cafetín, pero caí en cuenta que quería saber como me gustaría tomar el café. Respondí solicitando mi favorito, un marroncito claro pequeño.

Eché una mirada rápida y algo tímida a mi alrededor para darme cuenta que la concurrencia del día eran señores de avanzada edad, que compartían juegos de cartas en las pocas mesas del local.

El tiempo que tardé en tomar el cafecito fue uno de los más amenos que podía pasar, charlando con una sonriente Magda, como se llamaba aquella amable señora. No quiso cobrarme, “el café va por la casa”, dijo, “para que vuelvas; los viejitos se me van muriendo uno a uno y temo quedarme sin clientes”.

Pasaron semanas y no volví al lugar. Me enteré por otros medios que Magda había fallecido repentinamente de un infarto y el local debió ser atendido desde aquel día por un pariente cercano. Sentí que debía acercarme por aquel café, al que había prometido volver pronto. Una tarde de viernes llegué casi a las 7 de la noche y Bruno, el nuevo encargado, arreglaba mesas y limpiaba el mostrador, ya listo para cerrar el local. “Volveré otro día”, susurré, como si de una tarea por cumplir se tratara.

La tarde que decidí caer por el café encontré la santamaría cerrada. Un candado bastante oxidado daba fe de la clausura del lugar. Bruno estaba en la próxima esquina fumando un cigarrillo con la mirada perdida en la distancia. “Cerramos”, me dijo con tono triste; “es que el alma del Café era Magda, nunca podría ser lo mismo”. Bruno tiró el cigarrillo y lo apagó con la punta del zapato. Caminó por la calle silenciosamente, como quien no tiene apuro ni sitio a donde llegar.

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