Una mañana mientras disfrutaba del primer café, tocó a mi puerta La Parca, dejaba a mi familia con un cuaderno vacío de páginas blancas y sabor a sorpresa, y más que palabras de consuelo por sentirse abandonados necesitarían un pensamiento real de alguien que existió, sintió amor por ellos y le tocó partir.
Sostuve mi taza de café y sin temor busqué una pluma para dejarles una nota, al intuir el poco tiempo disponible tomé la servilleta y comencé a anotar:
“Hijos, perdonen el apuro, pero quisiera pedirles que me velen en casa; recuerden, en mi despedida sirvan sólo café recién colado, para que su aroma evoque el calor de familia que hubo en mis desayunos domingueros y con su fragancia impregne el salón alejando el olor a tristeza; de fondo pongan algo de música, no sacra ni ritmos alegres, quizás una melodía dulce, como esa que tarareaba la abuela, acordes que inspiren recuerdos, a los buenos y a los cuestionables, los felices y los que hubieran querido cambiar. Quiero notas invitando a creer en la fantasía, a recordar la naturaleza y los atardeceres, a confiar en alguien más, o tan solo a amar la vida como lo hice yo”.
Hasta ahí llegué con mi nota, se me acabó la servilleta y perdí la conciencia.
Por los fríos pasillos del hospital, me trasladaban en una angosta camilla, y mientras veía el repicar de las luces blancas sobre mi cuerpo inerte, pensé ojalá sea “mi compa” quien hable de mí en el funeral, que cuente como disfruté de la vida y la libertad, igual que del café matutino bien preparado; les diga que en soledad escribía con mis tristezas y en la calma pintaba amaneceres, seguro contará, que como el café con leche, en mi se mezclaban bondad y oscuridad; quise haber vivido más del sentimiento y nunca del pensamiento; no mentir, juzgar menos, reír más. Deberían decirle a la gente que hoy estaba listo para partir.
Oigo voces al fondo, un fuerte impacto sobre mi pecho llenó mi humanidad de calor y vida, abrí mis ojos y comprendí la suerte de estar vivo, dejé correr una leve sonrisa; es bueno saber que la pelona también se equivoca.
A la mañana siguiente, aún en cama, reconozco el rostro de mi hijo mayor, sentado a mi derecha, con mi mano en la suya, y me dice: “¿Cómo estas papá?, ¿cómo te sientes?, ¿necesitas algo?”.
Mirándolo con dulzura, aunque sólo lo pienso, digo para mis adentros: “si hijo, papel, lápiz y un buen café recién colado”.
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