Por Mercedes Fernández
Cuando llegué al estacionamiento eran las 8:30 am, todo se demoró esta mañana, en parte fue el maquillaje de las piernas, en parte la cola en la entrada del colegio de los niños y en parte la cola del ascensor. Miro el reloj: 8:38, ya tendría que estar en la cafetería y aún estoy llegando a la oficina. Alejandra la nueva secretaria sale como siempre a recibirme al pasillo, con la insolencia de la juventud y unos pantalones que a mí no me dejarían ni respirar. Dice que ya está en mi oficina el representante de Chile. Miro el reloj: 8:45.
-¡No, por Dios!, aún no he tomado mi café.
-Doctora, la está esperando hace ocho minutos.
-Bien, que espero un poco más… Ponte creativa, ya vengo.
Me devuelvo por el mismo pasillo, sin darle chance a réplica. Camino tan rápido hacia el ascensor que parece que siento los latidos del corazón. Ya es tarde cuando llego apresurada a la cafetería, mientras mi vestido de seda acaricia las piernas desnudas y bien maquilladas. Al llegar puedo ver mi mesa desocupada, mi respiración se suaviza. Ahí está Antonio, como todas las mañanas bajó del Olimpo, sólo para reservar la mesa donde me lleva mi capuchino. Me acerco hacia esa sonrisa perfecta, el aroma del café me invade, está en el ambiente, está en su piel.
-Buenos días doctora, hace rato la espero.
Mientras, separa la silla donde siempre me siento, un rinconcito dentro del jardín por donde puede verse una ventana hacia la montaña.
– Gracias Antonio, se me hizo tarde.
Ese dios de ojos canela me mira con ensoñación y yo quedo soñando en sus brazos y manos, mientras él sale a preparar mi café. Al llegar su aroma invade de nuevo mis sentidos.
– Hoy ponle un poco de canela.
Lo tomo en pequeños sorbos, mientras Antonio me mira a una discreta distancia. Ese sabor durará toda la mañana en mi paladar.
- Gracias, Antonio hasta mañana.
- Hasta mañana doctora.
Doy la vuelta para bajar unos peldaños, pero sé que él sigue ahí mirándome, queman sus ojos de canela en mis piernas y en mis glúteos, camino despacio, con pereza saboreando el café en mis labios.
¿Y quién dijo que las mujeres a los 40 nos hacemos invisibles?
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