miércoles, 4 de mayo de 2011

Café mágico

Por Beatriz García

Estaba sentado en la orilla de esa playa maravillosa. A mi lado las gaviotas hacían de las suyas, subían alto hasta el infinito y bajaban de rompe contra las olas. Hipnotizado veía este espectáculo, al otro lado los pescadores regresaban de su faena en sus peñeros multicolores: redes rotas, enredadas, baldes llenos de pescados, el sustento para sus familiares.

Hablaban entre ellos una jerigonza incomprensible para mí, se veían toscos, fuertes y a la vez reían inocentemente y mostraban sus bocas desdentadas felices de estar de vuelta. Eso entendía yo que los veía de lejos. Poco más tarde se acercó una joven con una jarra negra de café humeante y unos pocillos de barro para todos los que allí se encontraban, yo me había levantado y caminaba hacia ellos tratando de escuchar y entender de lo que hablaban.

Así caminando inesperadamente hacia ella, me la topé de frente, tenía ojos almendrados y piel morena. Todos estos hombres que en un momento me habían parecido rudos la esperaban dócilmente y en medio de un silencio repentino me sentí extraño, había en mi interior una calidez rara, ella me ofreció la bebida, el café negrísimo y yo lo tomé de un trago. Atardecía.

Los pescadores uno a uno apuraron sus pocillos y sin que mi presencia les importunara. El más viejo comenzó a desvestirse poco a poco, él fue el primero que quedó como Dios lo trajo al mundo, el viejito sin dientes que ya no reía ahora parecía estar en trance, los demás lo siguieron y fueron despojándose de sus viejos pantalones y franelillas desgastadas. Notaron mi presencia, se miraban y sonreían al ver mi expresión, estaba fuera de lugar pero a nadie parecía importarle, la miré y allí estaba sin ropa, con los últimos rayos de sol bañando su hermoso cuerpo.

Lo que pasó a continuación sé que no lo creerán pero fue así, nos unimos todos, un conglomerado de brazos y piernas, partes, cuerpos desnudos entrelazados sin mente, amasijo desnudo en la orilla del mar. No supe de mí. No sentía mi cuerpo sólo saboreaba el sabor del café mágico y en mi mente un placer indescriptible. Amaneció.

Desperté solo en la orilla, desnudo, el pocillo en mi mano, no había nadie, sólo yo y las gaviotas que recomenzaban su rutina de vuelo.

Desayuno real

Por Beatriz García

En Andalucía, el califa se levantó esa mañana de su mullida cama real. Miró a su alrededor, notaba algo nuevo en el aire, sentía, olía. Se encaminó con su camisón de seda naranja con ribetes y faralaos hacia el comedor, allí encontró la gran mesa de tres metros de largo con su puesto impecablemente servido como todas las mañanas.

Algo distinto se sentía en el ambiente, un aroma, un olor, algo que no conocía lo había levantado y llevado hasta allí en esa facha vulgar y silvestre, iba caminando con sus pies descalzos sobre los mosaicos fríos y húmedos de su palacio medieval, guiado por ese olor que no conocía y lo llevaba embrujado hasta su puesto del comedor.

Después de caminar el recorrido de la larga mesa se detuvo, miró en su vaso de oro, allí se asomaba un líquido negro, humeante, extraño. No era el zumo de todas las mañanas ni el atol emplastado asqueroso que le hacían inter diariamente, ni las frutas, ni los dátiles, esto era distinto, tenía este color diferente y un aroma único. Sin pensarlo dos veces tomó el vaso y lo llevó a su boca, saboreó el líquido misterioso, era amargo pero tenía algo que lo invitaba a tomar más. Apuró la bebida e inmediatamente hizo llamar al cocinero con la campanilla de plata que estaba siempre a su mano derecha.

Corriendo el cocinero, afanado, llegó haciendo reverencias, aterrorizado de su propia impertinencia, de su locura temporal que lo había llevado a preparar aquella frutilla tostada, bebida prohibida desde hacía milenios, aquel invento traído por el viajero de las indias, que más bien parecía mujer por sus cabellos largos y ademanes; él que en un descuido de todos entró en la cocina para ofrecerles estas frutas maravillosas con las que se preparaba una bebida que sabía iba a revolucionar al mundo como lo conocían, eso decía .

El califa miró al cocinero y le preguntó “¿qué menjurje es éste? ¿De dónde habéis sacado esta bebida? ¿Cómo es que antes no había probado yo tan maravilloso elíxir?”.

El cocinero, rápidamente se sacó del bolsillo de su raída camisa blanca unas pepitas rojas, otras verdes y amarillas, fruticas sin más; y del otro bolsillo unas más pequeñas, tostadas. Mirando el piso le respondió “Café mi señor, esto es Café”.

martes, 3 de mayo de 2011

Tu aroma

Por Yadyra Yánez

Dormida en una litera, allá cuando era pequeña, cuando no necesitaba tanto espacio para acomodar mi cuerpo, envuelta entre sueños de inocencia, en la antigua casa de mi abuela, soñaba o tal vez levitaba con los momentos más cálidos de tu presencia en mi vida, cuando temprano con la alborada, antes que despertara el día, entre canto y canto de amanecer, me envolvía tu aroma aterciopelado y fuerte que me obligaba a salir de mi letargo para buscar tu fuente.

Y es que no sé qué es lo que tienes pero me encantas. Esa cualidad indescifrable que posees que me absorbe y luego me deja, que me seduce y a la vez me atormenta, que jala mis pensamientos y me hipnotiza, que me despierta en las mañana con tu aroma recién tostado, cargado de campo y sol. Aturdida en las mañanas cuando tú estás, revivo y me despierto porque formas parte de mí, te siento exquisito y caliente, seductor y amargo. Me cautivas, te atrapo, te bebo de gota en gota hasta aspirarte todo, mi compañero de siempre.

Soy niña nuevamente, miro a mi abuela en su cocina, en ese cuartito tibio que la encerraba, con su cabellera larga siempre recogida, con su delantal blanco deshecho por el tiempo, preparando sus ollas de barro sobre leña seca, me sonríe y me acaricia, se extraña verme levantada tan temprano, descalza y en ese frío, estoy despierta o tal vez sonámbula, no me siento extraña, aspiro tu olor profundo que me invita a entrar.

Me acomodo junto a una silla de madera pequeña que tiene para mí, junto al antiguo fogón de leña que usa para tostar los granos de café sacados del campo y del sol, junto al viejo molino empotrado que usa para triturar las pepas recién tostadas, junto al cedazo elaborado con lienzos y madera por donde cola el agua hirviendo sobre el café recién molido, me siento junto al olor que emanas desde ahí.

Tu aroma me atrapa en las evocaciones de mi niñez, quiero quedarme ahí, aspirando tu aroma como hoy, como cada mañana desde que tengo recuerdos. Me siento en la falda de mi abuela, mientras ella toma su café y yo aspiro tu aroma, cierro los ojos mientras me cuenta una leyenda para que duerma, porque aún es muy temprano, porque aún soy muy pequeña para beberte, me conformo por ahora con tu olor.