Por Beatriz García
Estaba sentado en la orilla de esa playa maravillosa. A mi lado las gaviotas hacían de las suyas, subían alto hasta el infinito y bajaban de rompe contra las olas. Hipnotizado veía este espectáculo, al otro lado los pescadores regresaban de su faena en sus peñeros multicolores: redes rotas, enredadas, baldes llenos de pescados, el sustento para sus familiares.
Hablaban entre ellos una jerigonza incomprensible para mí, se veían toscos, fuertes y a la vez reían inocentemente y mostraban sus bocas desdentadas felices de estar de vuelta. Eso entendía yo que los veía de lejos. Poco más tarde se acercó una joven con una jarra negra de café humeante y unos pocillos de barro para todos los que allí se encontraban, yo me había levantado y caminaba hacia ellos tratando de escuchar y entender de lo que hablaban.
Así caminando inesperadamente hacia ella, me la topé de frente, tenía ojos almendrados y piel morena. Todos estos hombres que en un momento me habían parecido rudos la esperaban dócilmente y en medio de un silencio repentino me sentí extraño, había en mi interior una calidez rara, ella me ofreció la bebida, el café negrísimo y yo lo tomé de un trago. Atardecía.
Los pescadores uno a uno apuraron sus pocillos y sin que mi presencia les importunara. El más viejo comenzó a desvestirse poco a poco, él fue el primero que quedó como Dios lo trajo al mundo, el viejito sin dientes que ya no reía ahora parecía estar en trance, los demás lo siguieron y fueron despojándose de sus viejos pantalones y franelillas desgastadas. Notaron mi presencia, se miraban y sonreían al ver mi expresión, estaba fuera de lugar pero a nadie parecía importarle, la miré y allí estaba sin ropa, con los últimos rayos de sol bañando su hermoso cuerpo.
Lo que pasó a continuación sé que no lo creerán pero fue así, nos unimos todos, un conglomerado de brazos y piernas, partes, cuerpos desnudos entrelazados sin mente, amasijo desnudo en la orilla del mar. No supe de mí. No sentía mi cuerpo sólo saboreaba el sabor del café mágico y en mi mente un placer indescriptible. Amaneció.
Desperté solo en la orilla, desnudo, el pocillo en mi mano, no había nadie, sólo yo y las gaviotas que recomenzaban su rutina de vuelo.
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