Por Yessenia Pérez Cuetos
Esa noche no quería hablar pero a ellos se les acababa el tiempo. Sospechaban que faltaba poco pero no sabían que ocurriría dentro de dos días.
Después de preguntas, silencios, sueño y cansancio, volvieron a golpearme. Mi cara ya no era la misma y no sabía si algún día volvería a serlo. Los ojos morados y los labios rotos eran mi mayor encanto.
Finalmente detuvieron la tortura y me llevaron de regreso a mi celda. Supongo que decidieron dejarme descansar el día siguiente, así que volví al cuarto de interrogatorios el día de los sucesos.
Esa vez, sin decir palabra alguna, me golpearon fuertemente. Yo resistí y callé, como siempre. Volvieron a formular las mismas preguntas y yo volví a reírme en sus caras.
Me habían capturado el mes pasado. Y desde entonces sólo sabía de preguntas, amenazas y golpes. Mi familia necesitaba el dinero de ese encargo y yo consideraba que no estaba haciendo nada malo.
Quienes me interrogaban salieron corriendo del cuarto. La bomba había estallado. Lo sabía. Era la hora acordada. Lo habíamos logrado. La sede del Congreso donde estaban reunidos los políticos más corruptos de la región volaba por los cielos. Yo sonreía.
Una semana más tarde me condenaron a veinte años de prisión por complicidad en un atentado terrorista.
Lo primero que haré hoy, mi primer día de libertad luego de veinte años, será tomarme un café viendo las calles y observando la gente del nuevo país que ayudé a construir.
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