Por Mercedes Fernández
Al dejar al niño en el colegio estacioné justo al lado de la fabulosa camioneta de Viky. Ella baja primero, segura y ágil en su impecable atuendo de tenis; luego yo, con un mono gris, excesivamente discreta, lo que se pondría un ama de casa para hacer la compra.
Después de saludarnos como todos los días, cruzamos la calle hacia la cafetería, donde ya están esperando Carolina y Laura para tomarnos el primer café de la mañana y conversar sobre cualquier nimiedad generalmente de nuestros hijos que cursan el mismo año.
Aún no me explico qué hago yo en este grupo mañanero, cuando siento que no tengo nada en común, aparte del gusto por el café. Viky es sofisticada, segura, trabaja y tiene una intensa vida social, nunca coincidí con su esposo, pues viaja demasiado, en eso se parece al mío y puedo asegurar que sólo en eso. Carolina, también juega tenis en el mismo club, no trabaja, basta con mirarla un momento para saber que nunca tuvo que hacer nada por ella misma. Laura se maneja en el mundo de la farándula como productora.
¿Y, yo qué hago?, bueno… actualmente soy ama de casa, madre de un pequeño, esposa de un hombre que nunca está. El dinero no abunda pero tampoco quiere que trabaje para no tener el nido vacío cuando regresa. No me quejo, mi hijo y yo la pasamos bien viviendo el día a día.
El café de las mañanas, marroncito para Viky y para mí, capuchino para Laura y guayoyo para Carolina. En esos breves momentos fantaseo que soy igual a ellas, con un marido atento a mis necesidades, un club de lujo y cero economías. Pero, sé que no hay nada en común.
Nuestros hijos son muy amigos, incluso el hijo de Viky se llama Antonio como el mío. Conversamos de la próxima fiesta de cumpleaños en casa de Carolina, de antemano sé que va a ser un derroche de buen gusto, y yo sin nada que ponerme.
Las tres están apuradas, me gustaría quedarme sola en este grato lugar, tomar otro marroncito y volar lejos de mi vida, pero no sé cómo justificarme y finjo también prisa.
Al despedirme de Viky, ya dentro de su magnífica camioneta escucho un chirrido cuando la enciende y luego un silencio, después de varios intentos fallidos, le sugiero llevarla, a lo que ella me responde: “no hace falta, voy a llamar a mi marido, no te preocupes, sé que estás ocupada”, mientras hablaba con urgencia para que la auxiliaran.
Yo le digo “de ninguna manera, te acompaño”.
Diez minutos más tarde, Viky sigue con el teléfono en la mano y yo unos pasos atrás cuando “Por fin”, dice Viky mirando una Blazer negra que viene haciendo señales hacia ella. La ventana oscura del chofer se abre y Viky saluda: “Por fin Antonio”, pero Antonio no la mira, me mira a mí, que asomándome dos pasos detrás de ella no logro más que un murmullo: “hola Antonio”.
Viky me mira, nos miramos y basta la fracción de un segundo para saber que tenemos en común algo más que el café de las mañanas.
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