Por Raymar Lara García
Su mirada me incomodaba, me inspeccionaba de arriba abajo cada vez que cruzábamos caminos: en la entrada, en los pasillos, en la sala donde la gente de la oficina disfrutaba de una taza de café.
Lo primero que imaginé era que algo estaba mal con mi atuendo: algún botón fuera de sitio o el cierre del pantalón abajo. Pero descartado todo eso - mi vestuario era siempre perfecto - observé que su comportamiento continuaba igual. Cada vez que sus ojos se conectaban con los míos los suyos me atravesaban por lo que concluí que debía ser algo más. Seguramente se sentía atraído por mí.
Pronto la incomodidad fue sustituida por curiosidad y posteriormente por expectativa. Comencé a emocionarme ante la posibilidad de tener un romance entre manos, pero a pesar de mi absoluta intención en incrementar la frecuencia de nuestros encuentros él nunca hacía ningún esfuerzo de acercarse a mí o de iniciar alguna conversación: sólo continuaba mirando.
El tiempo transcurría y el ritual de intercambio visual seguía sin parar. Ahora yo también lo miraba. No era mal parecido. La paciencia no era mi fuerte así que no tendría más remedio que tomar acciones en mis propias manos. Una de las ventajas de la modernidad para las mujeres.
Una mañana me decidí, esperé a que llegara a la sala del café y le dije: “Hola”. El contestó sorprendido: “Hola”. Tomó una taza y comenzó a servirse café. Yo no podía dejar pasar esta oportunidad. Tomé otra taza y la extendí hacia él para que me sirviera café. Esta vez no me miró a los ojos solamente miró la taza. Era tímido sin duda, quizás ese ha sido el impedimento.
Casi susurrando le dije: “He notado que me miras.” “Sí”, me respondió todavía sin mirarme, “es que me atraes sexualmente y no quería arruinarlo pero tú ya acabas de hacerlo.”
No respondí nada, dejé la taza medio llena sobre la mesa y lo dejé solo con su café.
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