sábado, 9 de julio de 2011

El último café

Por Adalberto Nieves

Llegó a las 3 de la tarde, tal como lo había estado haciendo casi religiosamente cada día, desde que su mujer Amanda lo abandonó para marcharse a su pueblo natal al sur del país.

Esta vez se sentó en la mesa que está frente a la ventana, desde donde se ve la transitada calle. Tomó asiento y levantó su mano derecha con el gesto que acostumbraba para llamar la atención de la mesera más joven del local.

Celeste se acercó a aquel hombre envejecido y con rostro sin expresión esperando la orden que ya sabía de memoria. “Un café grande con leche, muy caliente por favor”, pidió sin siquiera mirarle a los ojos.

El hombre permaneció casi inmóvil sentado encorvado en su silla mirando la gente que pasaba frente a la ventana. Era una tarde lluviosa y todos iban de prisa y con paraguas.

Celeste volvió a los pocos minutos con la humeante taza de café en una bandeja que llevaba con la gracia que las mujeres morenas ponen en todo lo que hacen. “Quiere algo más, señor?”, preguntó aunque sabía que no recibiría respuesta. Se alejó de la mesa para atender a otros clientes dejando a su paso un rastro del perfume que siempre usaba. Esta vez el hombre levantó la vista y miró el andar rápido y acompasado de la chica al caminar.

El hombre sacó de su bolsillo un pequeño frasco, lo destapó y vertió de él un líquido ámbar y espeso en la taza del café, revolvió el contenido y esperó un instante antes de tomar el primer sorbo. Pasaron unos cinco minutos luego del último trago, cuando el hombre comenzó a convulsionar para caer luego al piso y quedar paralizado, ya sin signos vitales.

En el papel que tenía en la mano se podía leer: “Ya mi vida no tiene ningún sentido. Mi mujer me dejó y ahora que creía haber encontrado una razón para continuar, tú, Celeste, entregas tu corazón a ese infeliz italiano. Eras mi última esperanza y te he perdido”.

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