Por Gonzalo Paredes
Ella estaba frente al espejo viendo su cara cansada y sus ojos azules, ahora bordeados de una aureola roja, era la huella de otro día sin dormir. Escuchó el canto desagradable de un gallo y vio como el sol empezaba a colorear el cielo tropical. Todo en su vida estaba normal, sin problemas; sin embargo no podía dormir aunque tomara somníferos. Se bañó con agua bien caliente, se acarició su delgado cuerpo con cremas rejuvenecedoras; se maquilló cuidadosamente para tapar su insomnio, tomó un vestido liviano y buscó las prendas rosadas que combinaban con su traje. Ignacio estaba todavía en la cama, agotado por esas interminables y continuas noches de tertulias y sexo. Ella, ya se tomaba en la cocina su reconfortante café negro, expreso; hecho en esa máquina italiana que le regalaron los jefes de su marido que conocían su fuerte adicción.
Al salir a la calle, la luz del sol le ardió en los ojos. El ruido de la ciudad también la atormentaba, eran bastantes semanas durmiendo muy poco. Se puso los anteojos oscuros y siguió apremiada hacia su trabajo. Así había sido el último mes: apurada siempre, sin saber por qué; irritada cuando le hablaban sus compañeros del periódico. No soportaba la música, ni los ruidos y se sentía molesta con todo y con todos. Ya no podía ni concentrarse; la distraía el menor sonido. Era insoportable vivir así.
Entre una taza y otra taza de café pasaba el día en su oficina; ya ni comía. Para subsistir sólo necesitaba esas dosis fuertes y continuas del estimulante y mágico brebaje negro. Al beberlo sentía sus arterias dilatarse y que la sangre le fluía con mucha más fuerza, su cuerpo se convertía en una máquina potente, como la de un formula uno; sus órganos se activaban, la empujaban en esa carrera desbocada por la vida y su cerebro se volvía inagotable.
Esa noche llegó a su casa y se puso cómoda. Ignacio no había llegado aún. Algo la inquietó. Se fue a preparar otro café; no había, se había acabado. Esta vez, por sus venas corrió un intenso frío, se contrajeron. Ahora la sangre luchaba por circular. Entro en shock. Desesperada llamó a su esposo varias veces pero no le contestó. Todavía estaba en la carretera.
Ignacio entró a su casa como a las dos de la mañana, busco a Vicky por todos lados, no le contestaba. Por fin la encontró allí, tirada y fría en el piso de la cocina; angustiado corrió hasta ella, la tocó: tenía pulso y respiraba, aunque con dificultad. Rápido llamó a emergencias. La vio de nuevo, tirada sobre la madera y pensó: “Que vicio tan incontrolable; el café algún día la va a matar”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario