Por Isabel Cristina Morán
No cualquiera se adentra a un bosque misterioso a mitad de la noche, pero para Tiberina eso no fue un problema. Había llorado tanto que quería alejarse de casa y refugiarse en la naturaleza. Sabía que los árboles, la frescura de las flores y un buen libro bastarían para olvidar un mal día.
Apenas cumplía quince años y estaba por culminar la escuela secundaria y sus padres, de regalo, la sentaron en su cuarto y le dijeron que hasta esa mañana serían marido y mujer. Ese día de primavera Alice, que había viajado desde el país de las maravillas de Lewis Carroll para ser la mejor amiga de Mía, bajó de la biblioteca para llorar entre los brazos de su dueña por horas.
Su mirada perdida y las agitadas palpitaciones de su corazón evidenciaban inseguridad en su decisión de partir a esa hora de casa, hasta que algo en su interior le reveló que ese no era su verdadero hogar. Por eso se fue con su mundo favorito en la mochila.
Así de perturbada llegó al bosque de la ciudad. Y así de rápido se calmó cuando escuchó una melodía que sabía que había oído antes pero no sabía dónde.
El sonido ligero le refrescó el alma como agua de río. Tanto así, que se sintió mojada. Y en vez de quedarse sumergida en esa música que sin duda venía de un caramillo, se paró lentamente y siguió el camino dejando atrás árboles, piedras, flores, pozos de agua dulce, riachuelos de agua salada, nubes y estrellas. Y mientras más oía esas notas más fuerte cerraba los ojos.
Cuando los abrió, lo primero que vio fueron decenas de patas peludas, colas y orejas de ciervo moviéndose alegremente al son de la música. Sus ojos no mostraron asombro, sino que siguieron ese cuerpo extraño hasta toparse con dorsos y caras similares a la de ella; y antes de que su boca le dijera quiénes eran esos seres mitad humano y mitad animal su cerebro respondió: faunos, faunos que danzaban alrededor de una gran fogata y frutas frescas, en compañía de elfos, enanos, sátiros, ninfas y toda clase de animales parlanchines.
“Todos, sin excepción, tienen caras agradables, como de buenos amigos”, pensó Mía, quien a estas alturas no entendía por qué todo aquel paisaje que debía resultar abrumador le era tan familiar. En vez de preguntarse cómo había llegado ahí, se preocupaba por encontrar la manera de seguirle el paso a aquellas criaturas y, sin darse cuenta, se vio improvisando algunos pasos rítmicos que la incorporaron casi de inmediato a la danza del caramillo.
Los ceños fruncidos de algunos sátiros, seres un poco malhumorados, se dibujaban y desvanecían con cada vuelta a la fogata. Los faunos, uno en especial, Evandro, tocaba con destreza el instrumento de madera responsable de la melodía que marcaba la danza. Las ninfas, con sus cabellos lisos y hasta la espalda, servían de pareja para los faunos, menos para Evandro. Él estaba solo. Y ahí seguía Tiberina.
De espíritus alegres, amables y traviesos son los faunos, se dijo Tiberina para tratar de justificar su presencia en el lugar. “Los faunos protegen los cultivos y ejercen influencia sobre las cosechas, por eso nunca está de más que los agricultores los tengan en sus campos… son inofensivos; sólo disfrutan de la música producto de sus caramillos”.
Así recordaba los Tiberina, aunque no sabía de dónde.
Evandro la escuchó y le resolvió el misterio. De él había estado tomada de la mano desde que se incorporó al baile, y con él sintió una conexión especial desde la primera vez que movieron sus piernas al mismo tiempo.
- “¿No te das cuenta, Tiberina?. Eres uno de nosotros”, le murmuró Evandro al oído. “Por eso te sientes como en casa. Eres una ninfa, la que siempre esperé. La danza rompió el hechizo que te mantuvo cautiva en el mundo de los humanos”.
Y Tiberina no habló; sólo asintió con a cabeza.
No cualquiera se adentra a un bosque misterioso a mitad de la noche, pero para Tiberina eso no fue un problema. Había llorado tanto que quería alejarse de casa y refugiarse en la naturaleza. Sabía que los árboles, la frescura de las flores y un buen libro bastarían para olvidar un mal día.
Apenas cumplía quince años y estaba por culminar la escuela secundaria y sus padres, de regalo, la sentaron en su cuarto y le dijeron que hasta esa mañana serían marido y mujer. Ese día de primavera Alice, que había viajado desde el país de las maravillas de Lewis Carroll para ser la mejor amiga de Mía, bajó de la biblioteca para llorar entre los brazos de su dueña por horas.
Su mirada perdida y las agitadas palpitaciones de su corazón evidenciaban inseguridad en su decisión de partir a esa hora de casa, hasta que algo en su interior le reveló que ese no era su verdadero hogar. Por eso se fue con su mundo favorito en la mochila.
Así de perturbada llegó al bosque de la ciudad. Y así de rápido se calmó cuando escuchó una melodía que sabía que había oído antes pero no sabía dónde.
El sonido ligero le refrescó el alma como agua de río. Tanto así, que se sintió mojada. Y en vez de quedarse sumergida en esa música que sin duda venía de un caramillo, se paró lentamente y siguió el camino dejando atrás árboles, piedras, flores, pozos de agua dulce, riachuelos de agua salada, nubes y estrellas. Y mientras más oía esas notas más fuerte cerraba los ojos.
Cuando los abrió, lo primero que vio fueron decenas de patas peludas, colas y orejas de ciervo moviéndose alegremente al son de la música. Sus ojos no mostraron asombro, sino que siguieron ese cuerpo extraño hasta toparse con dorsos y caras similares a la de ella; y antes de que su boca le dijera quiénes eran esos seres mitad humano y mitad animal su cerebro respondió: faunos, faunos que danzaban alrededor de una gran fogata y frutas frescas, en compañía de elfos, enanos, sátiros, ninfas y toda clase de animales parlanchines.
“Todos, sin excepción, tienen caras agradables, como de buenos amigos”, pensó Mía, quien a estas alturas no entendía por qué todo aquel paisaje que debía resultar abrumador le era tan familiar. En vez de preguntarse cómo había llegado ahí, se preocupaba por encontrar la manera de seguirle el paso a aquellas criaturas y, sin darse cuenta, se vio improvisando algunos pasos rítmicos que la incorporaron casi de inmediato a la danza del caramillo.
Los ceños fruncidos de algunos sátiros, seres un poco malhumorados, se dibujaban y desvanecían con cada vuelta a la fogata. Los faunos, uno en especial, Evandro, tocaba con destreza el instrumento de madera responsable de la melodía que marcaba la danza. Las ninfas, con sus cabellos lisos y hasta la espalda, servían de pareja para los faunos, menos para Evandro. Él estaba solo. Y ahí seguía Tiberina.
De espíritus alegres, amables y traviesos son los faunos, se dijo Tiberina para tratar de justificar su presencia en el lugar. “Los faunos protegen los cultivos y ejercen influencia sobre las cosechas, por eso nunca está de más que los agricultores los tengan en sus campos… son inofensivos; sólo disfrutan de la música producto de sus caramillos”.
Así recordaba los Tiberina, aunque no sabía de dónde.
Evandro la escuchó y le resolvió el misterio. De él había estado tomada de la mano desde que se incorporó al baile, y con él sintió una conexión especial desde la primera vez que movieron sus piernas al mismo tiempo.
- “¿No te das cuenta, Tiberina?. Eres uno de nosotros”, le murmuró Evandro al oído. “Por eso te sientes como en casa. Eres una ninfa, la que siempre esperé. La danza rompió el hechizo que te mantuvo cautiva en el mundo de los humanos”.
Y Tiberina no habló; sólo asintió con a cabeza.
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