Por Gonzalo Paredes
El amanecer estaba gris y frío en la colina de Clonmacnoise. La bruma densa subía por la ladera de pasto desde el azul río Shannon. La abadía y las casas de piedra sin techos dejaban ver el firmamento. Sus paredes estaban ennegrecidas por las cenizas; era la huella dejada por el fuego y su humo al incendiarse con las flechas encendidas lanzadas por enésima vez en las bárbaras incursiones de conquista de los sanguinarios guerreros vikingos.
Abajo, en la ribera del río, se oían unos cantos muy antiguos y alrededor de cientos de fogatas, se veían unas criaturas hermosas, de rasgos perfectos, con ojos que les brillaban en medio de la umbría del alba. Eran muy similares a los humanos pero con orejas alargadas y, de baja estatura. Tenían diferentes colores: unos de piel blanca, o casi transparente, con cabellos oscuros, y otros de tez verdosa con cabellera verde. Eran los elfos que bailaban sin parar al ritmo de hermosas melodías. En ambas orillas, dispuestas en perfecto orden, se distinguían, las sofisticadas embarcaciones y las preciosas tiendas de campaña.
Al abrirse el cielo, ya el sol estaba en el cenit, era el mediodía. La mañana había transcurrido rápidamente, mientras algunos organizaban todos los detalles para la asamblea otros se dedicaban a la práctica del arco y al uso de las espadas cortas; disciplinas en las que eran insuperables. Además dominaban los secretos de la naturaleza, de las hierbas mágicas, y conocían los astros y el futuro; sus increíbles niños, en sus juegos, viajaban sobre los rayos del sol, atravesaban las paredes y los troncos de los árboles.
Habían acudido todos los pueblos de los seres mágicos. Llegaron desde la inmensa caverna donde habitaban, en el centro de la tierra, desde la Batalla de Taillite, donde fueron derrotados por los ejércitos de los humanos, y los confinaron allí, en el subsuelo.
La expectativa por la convocatoria era muy grande, tenían siglos sin reunirse en la superficie, seguramente volverían a combatir, pero esta vez sí ganarían todas las batallas. Habían desarrollado armas nucleares y naves espaciales que los humanos más sabios ni siquiera las podrían soñar. Sería su desquite, por fin los podrían esclavizar y humillar, en represalia a la extradición infringida en el siglo VIII a.c.
A las 4 de la tarde, después del almuerzo, se reunieron todos alrededor desu rey Ellerkang. Estaba vestido majestuosamente y parado sobre una gran roca gris en lo más alto de la colina. Al lado derecho de él estaba un viejo monje, delgado, de barba y cabellos pintados de gris, por el paso del tiempo; definitivamente era un humano: era alto, de orejas pequeñas y envejecía.
Todos guardaron silencio y el soberano con su potente voz les dijo: “Este mortal que ven a mi diestra es Ciaran, un seguidor de José de Arimatea, quien vino en el año cuarenta d.c., desde muy lejos, de Galilea, hasta las llanuras de Somerset, en el sur del condado de Ineswitrin, en el país de Gastonia. Fue un iluminado que trajo su luz a los incrédulos, a los druidas, y a todas esas tribus ignorantes, que hace trece siglos nos confinaron como hoy tratan de hacerlo con los creyentes: por los miedos, la incultura y la envidia.
Por eso hoy los he reunido aquí, en este sitio sagrado, para que con nuestros conocimientos avanzados y con nuestros poderes los ayudemos; no con nuestras armas, sino con la ciencia, la razón y la luz, nuestras más poderosas armas, para que evolucionen y en un futuro próximo podamos de nuevo convivir con ellos, pero esta vez en paz, con la armonía del amor, en la superficie de Gea, abrazados en unidad por la naturaleza única, la celestial”.
Así, desde aquel día, San Cirian y sus discípulos, ayudados por Dios y por sus fantásticas criaturas, los mágicos elfos, pudieron propagar el conocimiento y la verdad en todos los pueblos de lo que hoy es el Reino Unido, y también en los de sus impíos invasores, los guerreros de los mares del norte.
Los pueblos paganos se convirtieron y convivieron en equilibrio hasta que esporádicamente un líder escapado del averno, poseso del ego, el materialismo y la maldad, emergió de nuevo, sembró la confusión y, utilizó a los ignorantes para sus nefastos fines particulares.
Los mágicos seres, los elfos, después de quince siglos, todavía esperan por su salida a la superficie, por nuestra evolución a la luz y por nuestros viajes sobre los cálidos rayos del sol.
El amanecer estaba gris y frío en la colina de Clonmacnoise. La bruma densa subía por la ladera de pasto desde el azul río Shannon. La abadía y las casas de piedra sin techos dejaban ver el firmamento. Sus paredes estaban ennegrecidas por las cenizas; era la huella dejada por el fuego y su humo al incendiarse con las flechas encendidas lanzadas por enésima vez en las bárbaras incursiones de conquista de los sanguinarios guerreros vikingos.
Abajo, en la ribera del río, se oían unos cantos muy antiguos y alrededor de cientos de fogatas, se veían unas criaturas hermosas, de rasgos perfectos, con ojos que les brillaban en medio de la umbría del alba. Eran muy similares a los humanos pero con orejas alargadas y, de baja estatura. Tenían diferentes colores: unos de piel blanca, o casi transparente, con cabellos oscuros, y otros de tez verdosa con cabellera verde. Eran los elfos que bailaban sin parar al ritmo de hermosas melodías. En ambas orillas, dispuestas en perfecto orden, se distinguían, las sofisticadas embarcaciones y las preciosas tiendas de campaña.
Al abrirse el cielo, ya el sol estaba en el cenit, era el mediodía. La mañana había transcurrido rápidamente, mientras algunos organizaban todos los detalles para la asamblea otros se dedicaban a la práctica del arco y al uso de las espadas cortas; disciplinas en las que eran insuperables. Además dominaban los secretos de la naturaleza, de las hierbas mágicas, y conocían los astros y el futuro; sus increíbles niños, en sus juegos, viajaban sobre los rayos del sol, atravesaban las paredes y los troncos de los árboles.
Habían acudido todos los pueblos de los seres mágicos. Llegaron desde la inmensa caverna donde habitaban, en el centro de la tierra, desde la Batalla de Taillite, donde fueron derrotados por los ejércitos de los humanos, y los confinaron allí, en el subsuelo.
La expectativa por la convocatoria era muy grande, tenían siglos sin reunirse en la superficie, seguramente volverían a combatir, pero esta vez sí ganarían todas las batallas. Habían desarrollado armas nucleares y naves espaciales que los humanos más sabios ni siquiera las podrían soñar. Sería su desquite, por fin los podrían esclavizar y humillar, en represalia a la extradición infringida en el siglo VIII a.c.
A las 4 de la tarde, después del almuerzo, se reunieron todos alrededor desu rey Ellerkang. Estaba vestido majestuosamente y parado sobre una gran roca gris en lo más alto de la colina. Al lado derecho de él estaba un viejo monje, delgado, de barba y cabellos pintados de gris, por el paso del tiempo; definitivamente era un humano: era alto, de orejas pequeñas y envejecía.
Todos guardaron silencio y el soberano con su potente voz les dijo: “Este mortal que ven a mi diestra es Ciaran, un seguidor de José de Arimatea, quien vino en el año cuarenta d.c., desde muy lejos, de Galilea, hasta las llanuras de Somerset, en el sur del condado de Ineswitrin, en el país de Gastonia. Fue un iluminado que trajo su luz a los incrédulos, a los druidas, y a todas esas tribus ignorantes, que hace trece siglos nos confinaron como hoy tratan de hacerlo con los creyentes: por los miedos, la incultura y la envidia.
Por eso hoy los he reunido aquí, en este sitio sagrado, para que con nuestros conocimientos avanzados y con nuestros poderes los ayudemos; no con nuestras armas, sino con la ciencia, la razón y la luz, nuestras más poderosas armas, para que evolucionen y en un futuro próximo podamos de nuevo convivir con ellos, pero esta vez en paz, con la armonía del amor, en la superficie de Gea, abrazados en unidad por la naturaleza única, la celestial”.
Así, desde aquel día, San Cirian y sus discípulos, ayudados por Dios y por sus fantásticas criaturas, los mágicos elfos, pudieron propagar el conocimiento y la verdad en todos los pueblos de lo que hoy es el Reino Unido, y también en los de sus impíos invasores, los guerreros de los mares del norte.
Los pueblos paganos se convirtieron y convivieron en equilibrio hasta que esporádicamente un líder escapado del averno, poseso del ego, el materialismo y la maldad, emergió de nuevo, sembró la confusión y, utilizó a los ignorantes para sus nefastos fines particulares.
Los mágicos seres, los elfos, después de quince siglos, todavía esperan por su salida a la superficie, por nuestra evolución a la luz y por nuestros viajes sobre los cálidos rayos del sol.
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