Por Jonathan Uzcategui
Cuando desperté me encontraba en el centro de una estancia inconcebible llena de pasillos y recovecos que parecían no tener fin. Tenía frío y sentía mi cuerpo agarrotado. Lo último que podía recordar fue una noche en la que mi madre Pasifae le pidió a Dédalo que evitara que las “personas malas” acabaran con mi vida.
Y claro que todas las personas eran malas, todos me tenían envidia. Sentían celos de no ser iguales a mí; yo era el hijo de una diosa, y aunque nunca pude reconocer en mi madre algún rasgo mío, el amor que yo sentía por ella era igual o mayor al que ella profesaba por mi.
Cuando pude aclarar mis pensamientos, me di cuenta que estaba en un laberinto.
Había puertas de diversos tamaños, y pasillos sin tornos que al parecer se perdían en un mar de oscura soledad e incertidumbre. Por lo que pude percibir, yo me encontraba en el centro del lugar. Decidí que lo más lógico era aventurarme a conocer mi prisión, y tratar de averiguar si había alguna forma de escapar. Caminé hacia la puerta más cercana a mí y la abrí. Vi una luz enceguecedora y de repente se extendía frente a mí una enorme pradera con flores silvestres, pasto e insectos revoloteando de un lado al otro. Desee que mi madre estuviese junto a mí para ver ese paisaje maravilloso y poder oler las flores juntos. Caminé un rato por la pradera, a pesar que a medida que avanzaba podía ver más flores, arboles e incluso el paisaje se hacía más hermoso, al volverme siempre veía la absurda puerta, como si estuviese pintada en medio de aquel lugar maravilloso. Aunque camine más de una hora, no me tomó más de unos minutos llegar nuevamente a la puerta. La abrí y me encontré de nuevo en el laberinto adentro.
Decidí abrir la siguiente puerta. Se extendió por la estancia, una densa bruma que luego dibujo ante mí un paisaje árido y sin vida. Hacía la lejanía observé volcanes el plena erupción. La tierra del suelo era grisácea y llena de resequedad y cráteres. Olía a algo que parecía ser azufre. Deseé que mis enemigos estuviesen atrapados aquí y murieran de hambre y sed.
No podía recordar mucho de mi vida pasada, pero si algo tenía arraigado en mi corazón eran aquellos hombres malvados que desde siempre buscaron la manera de poner fin a mi vida. Me llamaban salvaje, fiera maldita, entre otras tantas cosas. Me tenían envidia porque yo era el hijo de una diosa, y mi padre, pese a no llevar sangre noble, como una vez me confeso mi madre, era magnifico. “No podías pasar más de un minuto seguido sin mirarle”, me había dicho una vez mi madre. No tenía sentido que recorriese aquel lugar hostil por lo que regresé a la puerta.
Cuando regresé, escuché pasos que se aproximaban. Venían de uno de los pasillos carentes de puertas. Podía sentir el olor de aquello que se acercaba. Por alguna razón recordé que no había comido nada durante todas esas horas que estuve recorriendo el laberinto. Escuché el tintineo de una espada rozando un escudo. Me preparé para la lucha, hasta que finalmente vi a mi contrincante. Se trababa de un hombre vestido con ropas sencillas, armado con un pobre escudo y una espada que me atrevería a afirmar tal vez carecía de filo. Reí para mis adentros, mientras mi hambre aumentaba cada vez más. De repente volví a ver esa bruma negra ¿Había dejado yo la puerta abierta?
Cuando desperté reposaban junto a mí algunas cosas de aquel hombrecillo. Su espada y su escudo. Supuse que había escapado al ver mi magnificencia, por lo que no le di importancia al asunto y decidí seguir recorriendo el laberinto cuanto antes.
Así pasaron muchos años. Las puertas parecían no tener fin, y a veces, resignado tal vez a mi confinamiento, pasaba yo mis días en aquella pradera, añorando a mi madre, o en la playa, viendo el mar azul y deseando todo eso que no podemos tener, aquello que esta más lejos de ese horizonte azul infinito. Algunas veces por curiosidad revisaba la puerta donde estaba aquel paisaje gris, nebuloso y triste, sólo para imaginarme a todos mis enemigos envidiosos muriendo de calor y hambre ahí, aunque al parecer una de las cualidades del laberinto era que uno nunca podía morir de inanición, por lo que te veías obligado a vagar por el mismo hasta el fin de tus días.
Pasados ya muchos años, percibí un olor diferente proveniente de unos de los pasillos. Ya nunca me preparaba para batallar, y tal vez había olvidado el fino arte del combate, ya que durante todo ese tiempo, esos hombres que al parecer venían en mi búsqueda huían despavoridos dejando siempre sus armas o incluso calzados. Sin embargo, la persona que se acercaba no despedía el mismo olor que los anteriores, por lo que aguarde ansioso. Finalmente se mostró. Era alto y de aspecto valeroso. Portaba una espada magnifica, como nunca había visto en todos estos años penosos, y un escudo tan hermoso y reluciente que parecía un espejo. El hombre se acercaba sigiloso, mientras lo hacía también la densa bruma, que por alguna razón siempre acompañaba a mis visitantes, y comenzaba a creer, era lo que me hacía perder el sentido. Al tiempo que esto transcurría algo llamó mi atención: El hombre llevaba atado a uno de sus muslos un carrete de hilo, de aspecto frágil y a la vez excepcional por lo brillante.
—Dime extraño ¿Por qué llevas un rollo de hilo atado a tu pierna? —le pregunté.
El hombre retrocedió un poco, y su vez la bruma parecía alejarse lentamente. Por la forma que me miraba, parecía sorprendido de que yo pudiese hablar.
—Es algo que me ha dado mi prometida, para evitar que me pierda cuando intente salir del laberinto.
—Si llegaste hasta aquí, y luego pretendes salir es por que has venido a algo ¡Dímelo! —le grité.
—He venido a acabar contigo. Me han dicho que sólo podre casarme con mi prometida con la condición de que acabe con tu vida y regrese con prueba de ello.
— ¿Y por que una criatura insulsa como tú sería obligada a matarme a mí, que soy un príncipe, hijo de la diosa Pasifae?
—El Rey tiene interés en matarte ya que tú has cometido muchos asesinatos, la vida de los que has acabado durante tú estancia es esta prisión.
¿Qué yo había matado a alguien? La bruma parecía de nuevo envolver al hombre y acercarse hacia mí lentamente.
—Tu madre Pasifae me ha dicho antes de desaparecer que tú no eras consiente de todos tus actos. Que te alimentabas de carne humana debido a tu naturaleza, y que cuando estabas frente al olor de aquello que creías tu alimento, perdías toda habilidad de razonar y se revelaba en ti la naturaleza animal —después de decir aquello, el hombre levantó su escudo y lo colocó en ángulo directo hacia mí.
El reflejo me devolvió la imagen que recordaba de mí. Las mismas piernas musculosas, el torso bien formado, mis brazos poderosos, el pelaje de mi rostro estaba intacto a pesar de los años, y mis cuernos seguían tan filosos como la última vez que podía recordarlo.
—Yo no tengo ninguna naturaleza animal —le repliqué—, al contrario, son ustedes, los que no se parecen a mi, quienes son los verdaderos animales. Se matan entre ustedes mismos, montan guerras sin razón, son capaces de matar cuando les roban aquello que creen es suyo, como las mujeres, que en fondo nunca les han pertenecido.
—Tú eres un hombre con cabeza de toro, y salvo eso, tú naturaleza monstruosa es idéntica a la mía. Pierdes el sentido ante los hombres y los devoras a placer cuando tienes apetito, por lo que eres capaz de matar. Al igual que yo eres capaz de sentir amor, porque percibí tú estremecimiento cuando nombre a tu madre, Pasifae. En lo que a mí respecta, no eres mejor ni peor que cualquier hombre, sólo eres una versión más espeluznante de nosotros mismos.
Aquellas palabras me hirieron profundamente. Yo creía que mi aspecto me daba la condición de ser único, y me percibía superior a los demás, me creía diferente. Pero ahora este hombre con sus simples palabras me hizo entender que sólo era un monstruo que devoraba hombres, por lo que no era simplemente igual; era una aberración espeluznante que no merecía seguir viviendo. Entendí que por ello nunca me esforcé realmente en buscar la salida de ese laberinto y me consolaba en añorar aquello que amaba o alimentar el odio que sentía por mis enemigos. Secretamente anhelaba que alguien viniera y acabara con días penosos pero mi monstruosidad impedía aquello. Entonces contuve la respiración, me arrodille con la frente hacia el suelo, y le hice señas al hombre de que se acercase. Lo último que escuche fue el rechinar metálico de la espada.
Cuando desperté me encontraba en el centro de una estancia inconcebible llena de pasillos y recovecos que parecían no tener fin. Tenía frío y sentía mi cuerpo agarrotado. Lo último que podía recordar fue una noche en la que mi madre Pasifae le pidió a Dédalo que evitara que las “personas malas” acabaran con mi vida.
Y claro que todas las personas eran malas, todos me tenían envidia. Sentían celos de no ser iguales a mí; yo era el hijo de una diosa, y aunque nunca pude reconocer en mi madre algún rasgo mío, el amor que yo sentía por ella era igual o mayor al que ella profesaba por mi.
Cuando pude aclarar mis pensamientos, me di cuenta que estaba en un laberinto.
Había puertas de diversos tamaños, y pasillos sin tornos que al parecer se perdían en un mar de oscura soledad e incertidumbre. Por lo que pude percibir, yo me encontraba en el centro del lugar. Decidí que lo más lógico era aventurarme a conocer mi prisión, y tratar de averiguar si había alguna forma de escapar. Caminé hacia la puerta más cercana a mí y la abrí. Vi una luz enceguecedora y de repente se extendía frente a mí una enorme pradera con flores silvestres, pasto e insectos revoloteando de un lado al otro. Desee que mi madre estuviese junto a mí para ver ese paisaje maravilloso y poder oler las flores juntos. Caminé un rato por la pradera, a pesar que a medida que avanzaba podía ver más flores, arboles e incluso el paisaje se hacía más hermoso, al volverme siempre veía la absurda puerta, como si estuviese pintada en medio de aquel lugar maravilloso. Aunque camine más de una hora, no me tomó más de unos minutos llegar nuevamente a la puerta. La abrí y me encontré de nuevo en el laberinto adentro.
Decidí abrir la siguiente puerta. Se extendió por la estancia, una densa bruma que luego dibujo ante mí un paisaje árido y sin vida. Hacía la lejanía observé volcanes el plena erupción. La tierra del suelo era grisácea y llena de resequedad y cráteres. Olía a algo que parecía ser azufre. Deseé que mis enemigos estuviesen atrapados aquí y murieran de hambre y sed.
No podía recordar mucho de mi vida pasada, pero si algo tenía arraigado en mi corazón eran aquellos hombres malvados que desde siempre buscaron la manera de poner fin a mi vida. Me llamaban salvaje, fiera maldita, entre otras tantas cosas. Me tenían envidia porque yo era el hijo de una diosa, y mi padre, pese a no llevar sangre noble, como una vez me confeso mi madre, era magnifico. “No podías pasar más de un minuto seguido sin mirarle”, me había dicho una vez mi madre. No tenía sentido que recorriese aquel lugar hostil por lo que regresé a la puerta.
Cuando regresé, escuché pasos que se aproximaban. Venían de uno de los pasillos carentes de puertas. Podía sentir el olor de aquello que se acercaba. Por alguna razón recordé que no había comido nada durante todas esas horas que estuve recorriendo el laberinto. Escuché el tintineo de una espada rozando un escudo. Me preparé para la lucha, hasta que finalmente vi a mi contrincante. Se trababa de un hombre vestido con ropas sencillas, armado con un pobre escudo y una espada que me atrevería a afirmar tal vez carecía de filo. Reí para mis adentros, mientras mi hambre aumentaba cada vez más. De repente volví a ver esa bruma negra ¿Había dejado yo la puerta abierta?
Cuando desperté reposaban junto a mí algunas cosas de aquel hombrecillo. Su espada y su escudo. Supuse que había escapado al ver mi magnificencia, por lo que no le di importancia al asunto y decidí seguir recorriendo el laberinto cuanto antes.
Así pasaron muchos años. Las puertas parecían no tener fin, y a veces, resignado tal vez a mi confinamiento, pasaba yo mis días en aquella pradera, añorando a mi madre, o en la playa, viendo el mar azul y deseando todo eso que no podemos tener, aquello que esta más lejos de ese horizonte azul infinito. Algunas veces por curiosidad revisaba la puerta donde estaba aquel paisaje gris, nebuloso y triste, sólo para imaginarme a todos mis enemigos envidiosos muriendo de calor y hambre ahí, aunque al parecer una de las cualidades del laberinto era que uno nunca podía morir de inanición, por lo que te veías obligado a vagar por el mismo hasta el fin de tus días.
Pasados ya muchos años, percibí un olor diferente proveniente de unos de los pasillos. Ya nunca me preparaba para batallar, y tal vez había olvidado el fino arte del combate, ya que durante todo ese tiempo, esos hombres que al parecer venían en mi búsqueda huían despavoridos dejando siempre sus armas o incluso calzados. Sin embargo, la persona que se acercaba no despedía el mismo olor que los anteriores, por lo que aguarde ansioso. Finalmente se mostró. Era alto y de aspecto valeroso. Portaba una espada magnifica, como nunca había visto en todos estos años penosos, y un escudo tan hermoso y reluciente que parecía un espejo. El hombre se acercaba sigiloso, mientras lo hacía también la densa bruma, que por alguna razón siempre acompañaba a mis visitantes, y comenzaba a creer, era lo que me hacía perder el sentido. Al tiempo que esto transcurría algo llamó mi atención: El hombre llevaba atado a uno de sus muslos un carrete de hilo, de aspecto frágil y a la vez excepcional por lo brillante.
—Dime extraño ¿Por qué llevas un rollo de hilo atado a tu pierna? —le pregunté.
El hombre retrocedió un poco, y su vez la bruma parecía alejarse lentamente. Por la forma que me miraba, parecía sorprendido de que yo pudiese hablar.
—Es algo que me ha dado mi prometida, para evitar que me pierda cuando intente salir del laberinto.
—Si llegaste hasta aquí, y luego pretendes salir es por que has venido a algo ¡Dímelo! —le grité.
—He venido a acabar contigo. Me han dicho que sólo podre casarme con mi prometida con la condición de que acabe con tu vida y regrese con prueba de ello.
— ¿Y por que una criatura insulsa como tú sería obligada a matarme a mí, que soy un príncipe, hijo de la diosa Pasifae?
—El Rey tiene interés en matarte ya que tú has cometido muchos asesinatos, la vida de los que has acabado durante tú estancia es esta prisión.
¿Qué yo había matado a alguien? La bruma parecía de nuevo envolver al hombre y acercarse hacia mí lentamente.
—Tu madre Pasifae me ha dicho antes de desaparecer que tú no eras consiente de todos tus actos. Que te alimentabas de carne humana debido a tu naturaleza, y que cuando estabas frente al olor de aquello que creías tu alimento, perdías toda habilidad de razonar y se revelaba en ti la naturaleza animal —después de decir aquello, el hombre levantó su escudo y lo colocó en ángulo directo hacia mí.
El reflejo me devolvió la imagen que recordaba de mí. Las mismas piernas musculosas, el torso bien formado, mis brazos poderosos, el pelaje de mi rostro estaba intacto a pesar de los años, y mis cuernos seguían tan filosos como la última vez que podía recordarlo.
—Yo no tengo ninguna naturaleza animal —le repliqué—, al contrario, son ustedes, los que no se parecen a mi, quienes son los verdaderos animales. Se matan entre ustedes mismos, montan guerras sin razón, son capaces de matar cuando les roban aquello que creen es suyo, como las mujeres, que en fondo nunca les han pertenecido.
—Tú eres un hombre con cabeza de toro, y salvo eso, tú naturaleza monstruosa es idéntica a la mía. Pierdes el sentido ante los hombres y los devoras a placer cuando tienes apetito, por lo que eres capaz de matar. Al igual que yo eres capaz de sentir amor, porque percibí tú estremecimiento cuando nombre a tu madre, Pasifae. En lo que a mí respecta, no eres mejor ni peor que cualquier hombre, sólo eres una versión más espeluznante de nosotros mismos.
Aquellas palabras me hirieron profundamente. Yo creía que mi aspecto me daba la condición de ser único, y me percibía superior a los demás, me creía diferente. Pero ahora este hombre con sus simples palabras me hizo entender que sólo era un monstruo que devoraba hombres, por lo que no era simplemente igual; era una aberración espeluznante que no merecía seguir viviendo. Entendí que por ello nunca me esforcé realmente en buscar la salida de ese laberinto y me consolaba en añorar aquello que amaba o alimentar el odio que sentía por mis enemigos. Secretamente anhelaba que alguien viniera y acabara con días penosos pero mi monstruosidad impedía aquello. Entonces contuve la respiración, me arrodille con la frente hacia el suelo, y le hice señas al hombre de que se acercase. Lo último que escuche fue el rechinar metálico de la espada.
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