Por Adalberto Nieves
Iban a ser las 7 de la mañana cuando aquel hombre de aspecto descuidado y caminar nervioso se acercó a la ventanilla de venta de boletos mientras leía el folletín donde se escogía - con cierta dificultad - los itinerarios posibles para la fecha. No tenía seguridad a dónde quería ir, como tampoco tenía claro si sería una solución. Sólo sabía que debía desaparecer del pueblo que antes había aplaudido sus hazañas.
Las horas del trayecto las empleó para repasar una a una sus experiencias durante aquel período. Reía para si mismo al pensar las veces que tan fácilmente pudo engañar a todos. Era lo que se podía llamar un “encantador de multitudes”. Había actuado usando una capacidad particular para cambiar absolutamente todo su aspecto después de cada acto de engaño y así volvía a aparecer como un ser totalmente distinto ante otro sugestionable público.
Sus artimañas no eran actos de magia. Eran más bien la creación de un estado de ensueño en el cual sus espectadores sentían estar en un mundo diferente, con sensaciones que nunca antes habían experimentado. La gente dejaba de percibir la triste realidad de su entorno y sus amargadas vidas. Los lugares resplandecían de una belleza que ni siquiera era terrenal. Los más viejos se sentían como alegres y desprejuiciados adolescentes. Los niños comenzaban a sentir extrañas actitudes que no podían comprender pero que les hacía actuar de modos incomprensibles para su edad. En fin, ante cada nuevo encantamiento todo era distinto al último que habían vivido.
Pero como todo lo bueno tiene también su final, esa gente envenenada de gratas sensaciones, despertaba luego como se despierta de los sueños buenos y volvían a sus tristes realidades.
La última gran experiencia ocurrió la noche anterior, cuando el hombre ya no podía imaginar nada bueno que brindar a su público. Por más que trató, no logró cambiar de aspecto y comenzar su acto. Salió ante ellos con la misma cara y el mismo gesto de la última vez y aunque repitió varias veces su esquema para volverse un ser diferente, no pudo lograrlo. Hizo caso omiso al cambio y se paró ante todos tal cual estaba. Dirigió la misma sarta de palabras que usaba para encantar, mientras veía con ojos entre abiertos a los espectadores que no manifestaban ningún signo de estar encantándose. Ellos se miraban unos a otros y murmuraban que nada estaba pasando. Comenzaron a impacientarse reclamando ya en voz alta que comenzara su acto de cambiar las cosas pero nada pasaba. El hombre intentó una vez más pero todo seguía igual.
Alguien tomo una botella del suelo polvoriento y la lanzó al improvisado escenario.No dio en el blanco pero bastó para que comenzara una batalla campal en la que todo tipo de objetos volaban por el aire. Los hombres se golpeaban entre si y sus mujeres y niños ayudaban a las agresiones. El lugar comenzó a mostrar signos de destrucción. Los cuerpos caían en el piso y la sangre al mezclarse con el polvo se convertía en una especie de arcilla roja. No quedó nada en pie, parecía como si un fuerte huracán hubiera pasado por el lugar.
El hombre pensó que ésta vez su acto de encantamiento había tenido un efecto inverso y en lugar de transformar todo para hacerlo más bello y armonioso, el resultado había sido aquel desolador panorama.
Aprovechó que ya nadie podía moverse y sin mirar más corrió a esconderse antes que desapareciera el efecto del encantamiento. Salió sólo al despuntar el amanecer y corrió hasta la estación de tren del pueblo cercano.
Ya no quedaba gloria para él. Ya no renacería de sus cenizas cual Ave Fénix tras aquel fallido acto de encantamiento para ser un nuevo personaje al que todos agradecieran por hacerlos momentáneamente felices.
Iban a ser las 7 de la mañana cuando aquel hombre de aspecto descuidado y caminar nervioso se acercó a la ventanilla de venta de boletos mientras leía el folletín donde se escogía - con cierta dificultad - los itinerarios posibles para la fecha. No tenía seguridad a dónde quería ir, como tampoco tenía claro si sería una solución. Sólo sabía que debía desaparecer del pueblo que antes había aplaudido sus hazañas.
Las horas del trayecto las empleó para repasar una a una sus experiencias durante aquel período. Reía para si mismo al pensar las veces que tan fácilmente pudo engañar a todos. Era lo que se podía llamar un “encantador de multitudes”. Había actuado usando una capacidad particular para cambiar absolutamente todo su aspecto después de cada acto de engaño y así volvía a aparecer como un ser totalmente distinto ante otro sugestionable público.
Sus artimañas no eran actos de magia. Eran más bien la creación de un estado de ensueño en el cual sus espectadores sentían estar en un mundo diferente, con sensaciones que nunca antes habían experimentado. La gente dejaba de percibir la triste realidad de su entorno y sus amargadas vidas. Los lugares resplandecían de una belleza que ni siquiera era terrenal. Los más viejos se sentían como alegres y desprejuiciados adolescentes. Los niños comenzaban a sentir extrañas actitudes que no podían comprender pero que les hacía actuar de modos incomprensibles para su edad. En fin, ante cada nuevo encantamiento todo era distinto al último que habían vivido.
Pero como todo lo bueno tiene también su final, esa gente envenenada de gratas sensaciones, despertaba luego como se despierta de los sueños buenos y volvían a sus tristes realidades.
La última gran experiencia ocurrió la noche anterior, cuando el hombre ya no podía imaginar nada bueno que brindar a su público. Por más que trató, no logró cambiar de aspecto y comenzar su acto. Salió ante ellos con la misma cara y el mismo gesto de la última vez y aunque repitió varias veces su esquema para volverse un ser diferente, no pudo lograrlo. Hizo caso omiso al cambio y se paró ante todos tal cual estaba. Dirigió la misma sarta de palabras que usaba para encantar, mientras veía con ojos entre abiertos a los espectadores que no manifestaban ningún signo de estar encantándose. Ellos se miraban unos a otros y murmuraban que nada estaba pasando. Comenzaron a impacientarse reclamando ya en voz alta que comenzara su acto de cambiar las cosas pero nada pasaba. El hombre intentó una vez más pero todo seguía igual.
Alguien tomo una botella del suelo polvoriento y la lanzó al improvisado escenario.No dio en el blanco pero bastó para que comenzara una batalla campal en la que todo tipo de objetos volaban por el aire. Los hombres se golpeaban entre si y sus mujeres y niños ayudaban a las agresiones. El lugar comenzó a mostrar signos de destrucción. Los cuerpos caían en el piso y la sangre al mezclarse con el polvo se convertía en una especie de arcilla roja. No quedó nada en pie, parecía como si un fuerte huracán hubiera pasado por el lugar.
El hombre pensó que ésta vez su acto de encantamiento había tenido un efecto inverso y en lugar de transformar todo para hacerlo más bello y armonioso, el resultado había sido aquel desolador panorama.
Aprovechó que ya nadie podía moverse y sin mirar más corrió a esconderse antes que desapareciera el efecto del encantamiento. Salió sólo al despuntar el amanecer y corrió hasta la estación de tren del pueblo cercano.
Ya no quedaba gloria para él. Ya no renacería de sus cenizas cual Ave Fénix tras aquel fallido acto de encantamiento para ser un nuevo personaje al que todos agradecieran por hacerlos momentáneamente felices.
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