Por Carolina Zilzer
Narciso tenía un sueño recurrente. Vivía en un mundo desconocido, de colores menos brillantes. En vez de custodiar los tesoros de la naturaleza velaba por la entereza de una pequeña caja con un espejo. En aquél lugar todo le resultaba ajeno, excepto Aline.
En el día cuidaba una cascada de la cual nadie podía tomar más agua de la necesaria, pero en sus sueños siempre estaba en el closet de Aline, escuchando sus más íntimos pensamientos, mientras sostenía en sus manos la cajita con el espejo.
La nena era una adolescente de trece años, un ser físicamente muy distinto a él. Alta y de rasgos finos. Tenía una gracia de la cual ninguno de los suyos gozaba. En su mundo de gnomos todos lucían igual, unos cincuenta centímetros de estatura al alcanzar la adultez, orejas muy grandes, ojos saltones y amplia sonrisa burlona.
El sueño siempre transcurría igual. Veía a Aline discutir con sus padres. Inconforme con el mundo, deseaba muchas veces gritar. Aline estaba en esa edad difícil en la que no se es ni niño ni grande; cuando se quiere cambiar el mundo y parece posible a ratos.
Al cumplir 18 años, Narciso se empezó a cuestionar si eso era en realidad un sueño. Se sentía tan real cada noche metido en aquel armario.
Decidió retar al sueño y con todo el poder de su pensamiento salió del closet una noche y le habló a Aline, quien quedó estupefacta ante tal ser.
Ella había escuchado con atención los cuentos de gnomos y hadas que le contaba su abuela, pero siempre pensó que eran invenciones de la viejita para entretenerla.
Esa noche de su encuentro, ella lloraba desconsolada. Su casa le parecía ajena, su cuerpo también. Ella no entendía que estaba pasando, pero Narciso lo comprendió. Aline estaba dejando de ser una niña para ser una mujer y la transición era muy dura.
Ella temía no agradar a sus amigos. Odiaba a sus padres, o bueno más bien no los soportaba porque no era falta de amor sino mutua incomprensión. No quería estudiar sino bailar. Moría por besar a alguien por primera vez, pero no se sentía suficientemente hermosa como para gustar a un chico.
Narciso no dijo demasiado, sólo extendió sus manos y le dio la cajita. Aline abrió la caja y se vio reflejada en el espejo. Ella no entendía nada de lo que pasaba, pensó que sólo había sido un sueño. Al final de cuentas los gnomos no existen.
Aún hoy duda si fue un sueño o fue verdad. Lo cierto es que al día siguiente se sentía diferente. Amaneció con una sensación de seguridad que no podía explicar. Esa cajita fue el mejor regalo de su vida. Mirarse en ese espejo le enseñó lo hermosa que era, lo valiosa que era, lo mejor que tenía para enfrentar la vida: ella misma.
Narciso, seguía cuidando su cascada, pero cada noche cerraba los ojos con la esperanza de soñar con un nuevo niño. Cuidar el agua no lo hacía sentir tan feliz como enseñar a otros a verse a sí mismos.
Narciso tenía un sueño recurrente. Vivía en un mundo desconocido, de colores menos brillantes. En vez de custodiar los tesoros de la naturaleza velaba por la entereza de una pequeña caja con un espejo. En aquél lugar todo le resultaba ajeno, excepto Aline.
En el día cuidaba una cascada de la cual nadie podía tomar más agua de la necesaria, pero en sus sueños siempre estaba en el closet de Aline, escuchando sus más íntimos pensamientos, mientras sostenía en sus manos la cajita con el espejo.
La nena era una adolescente de trece años, un ser físicamente muy distinto a él. Alta y de rasgos finos. Tenía una gracia de la cual ninguno de los suyos gozaba. En su mundo de gnomos todos lucían igual, unos cincuenta centímetros de estatura al alcanzar la adultez, orejas muy grandes, ojos saltones y amplia sonrisa burlona.
El sueño siempre transcurría igual. Veía a Aline discutir con sus padres. Inconforme con el mundo, deseaba muchas veces gritar. Aline estaba en esa edad difícil en la que no se es ni niño ni grande; cuando se quiere cambiar el mundo y parece posible a ratos.
Al cumplir 18 años, Narciso se empezó a cuestionar si eso era en realidad un sueño. Se sentía tan real cada noche metido en aquel armario.
Decidió retar al sueño y con todo el poder de su pensamiento salió del closet una noche y le habló a Aline, quien quedó estupefacta ante tal ser.
Ella había escuchado con atención los cuentos de gnomos y hadas que le contaba su abuela, pero siempre pensó que eran invenciones de la viejita para entretenerla.
Esa noche de su encuentro, ella lloraba desconsolada. Su casa le parecía ajena, su cuerpo también. Ella no entendía que estaba pasando, pero Narciso lo comprendió. Aline estaba dejando de ser una niña para ser una mujer y la transición era muy dura.
Ella temía no agradar a sus amigos. Odiaba a sus padres, o bueno más bien no los soportaba porque no era falta de amor sino mutua incomprensión. No quería estudiar sino bailar. Moría por besar a alguien por primera vez, pero no se sentía suficientemente hermosa como para gustar a un chico.
Narciso no dijo demasiado, sólo extendió sus manos y le dio la cajita. Aline abrió la caja y se vio reflejada en el espejo. Ella no entendía nada de lo que pasaba, pensó que sólo había sido un sueño. Al final de cuentas los gnomos no existen.
Aún hoy duda si fue un sueño o fue verdad. Lo cierto es que al día siguiente se sentía diferente. Amaneció con una sensación de seguridad que no podía explicar. Esa cajita fue el mejor regalo de su vida. Mirarse en ese espejo le enseñó lo hermosa que era, lo valiosa que era, lo mejor que tenía para enfrentar la vida: ella misma.
Narciso, seguía cuidando su cascada, pero cada noche cerraba los ojos con la esperanza de soñar con un nuevo niño. Cuidar el agua no lo hacía sentir tan feliz como enseñar a otros a verse a sí mismos.
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