viernes, 2 de mayo de 2014

La hacienda

Por Yadyra de Paz y Miño

Habían viajado tanto que lo único que querían era llegar. La excesiva humedad y los 40ºC que hacían provocaban un sopor permanente que fastidiaba, no entraba brisa alguna por la ventana abierta de la camioneta - blanca doble cabina - que intentaba acelerar la ruta entre sobresaltos, “ya falta poco”, había dicho su padre en repetidas ocasiones, pero el camino parecía no entender esa frase y la selva cada vez se ponía más espesa.

Ariadna no entendía por qué había dicho que sí a ese viaje tan absurdo que la sacó de su comodidad en la gran ciudad, ya no era la niña de antes, era adolescente, tenía fiestas y amigos, había cumplido los 15, ¿por qué le era tan difícil entender eso a su padre? Aunque en el fondo de su ser, Ariadna sabía que no era mucho lo que ella podía hacer cada vez que a su padre se le ocurría uno de aquellos viajes…

Pegó su rostro a la ventana en un intento de refrescarse y miró de reojo a Javier. Su hermano parecía tan emocionado con este viaje como su papá. “¡Bah! Hombres”, se dijo a si misma e intentó desviar su atención hacia afuera, hacia esos árboles gigantes que topaban el cielo, esa vegetación tan espesa que podría tragar un ser humano sin dar pistas de sobrevivencia, esos caminos tan similares unos a otros que parecieran repetirse cada tramo.

Sus ojos comenzaron a entrecerrarse debilitando su estado de alerta, cuando de pronto un movimiento inusual atrajo su atención; aletargada, creyó ver algo volar entre las raíces de los árboles, fue cuestión de segundos que lo vio moverse de un lado al otro, un ser pequeño, más pequeño que un niño, no era un ave, estaba segura de eso, aunque notopaba la tierra ni las raíces simplemente volaba a esa altura. Sintió un estremecimiento por todo el cuerpo y se quedó por momentos sin habla, porque juraría, aunque sea por esos mismos segundos, que ese ser tan diminuto la miró igual.

Ariadna se frotó los ojos, se enderezó en su asiento y tomó coraje para mirar de nuevo,esta vez completamente alerta. Frunció su seño molesta por lo incrédulo que se oiría contar lo que acababa de ver y porque Javier seguramente se burlaría de ella. Prefirió callar… en su lugar preguntó a su padre cuánto faltaba para llegar, sabía su respuesta de antemano: “ya falta poco”.

Tan pronto como arribaron a la casa grande de madera - construida en plena hacienda que su papá había comprado meses atrás con Javier, durante uno de aquellos viajes que no pudo acompañarlos-,  Ariadna bajó de la camioneta apresurada, casi no recorrió la casa, buscó el que sería su cuarto, desempacó, vistió sus botas de caucho, tomó un palo de madera y salió decidida: tenía que descubrir lo que vio en el camino. No en vano se la conocía por su carácter temerario y aventurero, muy pocas cosas la amedrentaban y esto estaba muy lejos de parecerse a sus exámenes de química.

Javier sin entender muy bien ese arrojo decidió acompañarla, era muy pronto para recorrer el terreno selvático que circundaba la hacienda; intentó en vano disuadirla de los posibles peligros, así que antes que se alejara más resolvió llevar un machete consigo.

Cruzaron el primer estero con mucha dificultad, porque las lluvias habían botado parte del puente improvisado. Prefirieron cruzar a pie el arroyo empantanado que los hundía de lodo hasta las rodillas. Pasaron los pastos donde tenían al ganado campeando y llegaron hasta el final del último potrero; había un cerco de madera con alambres de púas que dividía claramente los potreros de la selva, daba la impresión que el cerco estaba ahí más para impedir que algo ingrese, antes que cuidar del ganado.

Ariadna miró esa selva profunda que se extendía por hectáreas innumerables hasta el río grande, la misma selva que parecía tragar senderos infinitos pero que ahora la invitaban a entrar; sintió de pronto el mismo estremecimiento que había sentido en el camino, sintió tan clarito que la observaban y se detuvo antes de entrar.

Javier comprendió entonces todo: “Bienvenida hermanita, al Bosque de los Elfos”.

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