Por Ángela Hernández
El caos se había adueñado de Caracas, no había nadie que al parecer pudiera parar esta situación que estaba generando pánico entre los habitantes. Desconcertados no podían creer lo que sus ojos se toparon aquella mañana de octubre: un centauro en pleno centro de la ciudad.
Atravesando la Avenida San Agustín la gente se preguntaba atónita: “¿De dónde salió?”; “¿Quién lo podrá detener?”
Recorría las calles y aceras destruyendo casi todo a su paso. Sus poderosas patas ganaban terreno en el asfalto con facilidad. Se disponía a cruzar destinos en busca del lugar que le pertenecía, ya que una cita de centauromaquia lo esperaba en el Nuevo Circo, desde hace siglos atrás.
Era difícil detenerlo porque su paso marcaba la furia entre el cuerpo de un rápido caballo y la de un hombre racional que buscaba, entre la Avenida Bolívar y San Agustín, la batalla que había marcado su destino para darle fin a una larga historia.
Luego de esquivar ágilmente a policías, quitar de su paso a vendedores ambulantes y a mujeres enardecidas por la novedad que se estaba presentando en Caracas, el centauro logró finalmente llegar a su destino. Tras tirar la puerta del Nuevo Circo abajo, aún parado sobre sus patas traseras, fue capaz de contenerse y golpeó a la puerta con una de sus manos para hacer una entrada triunfal.
La sorpresa fue que allí, en medio de esa desolada plaza, los siglos habían pasado y con ella las batallas y encuentros que ahí se habían pautado. No había público ni nadie que celebrase su llegada, todo era un cambio que no podía explicarse.
El centauro, imperturbable frente a la realidad que le golpeaba la cara, se abrió paso entre los sueños para volver al espacio griego al que siempre perteneció.
El caos se había adueñado de Caracas, no había nadie que al parecer pudiera parar esta situación que estaba generando pánico entre los habitantes. Desconcertados no podían creer lo que sus ojos se toparon aquella mañana de octubre: un centauro en pleno centro de la ciudad.
Atravesando la Avenida San Agustín la gente se preguntaba atónita: “¿De dónde salió?”; “¿Quién lo podrá detener?”
Recorría las calles y aceras destruyendo casi todo a su paso. Sus poderosas patas ganaban terreno en el asfalto con facilidad. Se disponía a cruzar destinos en busca del lugar que le pertenecía, ya que una cita de centauromaquia lo esperaba en el Nuevo Circo, desde hace siglos atrás.
Era difícil detenerlo porque su paso marcaba la furia entre el cuerpo de un rápido caballo y la de un hombre racional que buscaba, entre la Avenida Bolívar y San Agustín, la batalla que había marcado su destino para darle fin a una larga historia.
Luego de esquivar ágilmente a policías, quitar de su paso a vendedores ambulantes y a mujeres enardecidas por la novedad que se estaba presentando en Caracas, el centauro logró finalmente llegar a su destino. Tras tirar la puerta del Nuevo Circo abajo, aún parado sobre sus patas traseras, fue capaz de contenerse y golpeó a la puerta con una de sus manos para hacer una entrada triunfal.
La sorpresa fue que allí, en medio de esa desolada plaza, los siglos habían pasado y con ella las batallas y encuentros que ahí se habían pautado. No había público ni nadie que celebrase su llegada, todo era un cambio que no podía explicarse.
El centauro, imperturbable frente a la realidad que le golpeaba la cara, se abrió paso entre los sueños para volver al espacio griego al que siempre perteneció.
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