Por Amanda Pérez
—Prométeme que no te quedarás…—le había dicho Vicenta unos minutos antes de cerrar los ojos para siempre.
Pancho no pudo responderle, simplemente la observó mientras moría. Era verdad, no podía quedarse, pues ahora estaba totalmente solo… como le había pasado ya tantas veces.
Los hijos de Vicenta, Carlota, Marianela y Ricardo, llegaron al día siguiente. Pancho ya los conocía, pero los notó diferentes. Sus caras, feas de por sí, tenían una expresión nueva; no era dolor, no era tristeza… era avaricia. No habían enterrado a Vicenta y ya se estaban peleando por la casa, por los muebles, por las joyas, por las cortinas, por las plantas del jardín.
Pancho los observaba en silencio. Él sí estaba triste; Vicenta había estado con él durante más de treinta años. Ahora estaba solo y tendría que empezar de nuevo, pero sentía que no tenía valor.
Los días pasaron y las peleas siguieron. Marianela y Ricardo habían destruido la vajilla italiana de Vicenta en un ataque de furia. Se habían lanzado los platos el uno al otro hasta que no quedó ni el platico de los postres. Carlota ya había vendido más de la mitad de las joyas de su madre y pensaba comprarse un carro nuevo. Eso sí, todos vestían la ropa más negra que se ha conocido, porque estaban de luto, de eso no hay que olvidarse.
—¿Qué vamos a hacer con él? —chilló Carlota, señalando a Pancho.
—¿Yo qué sé? Ese bicho ni habla—le respondió su hermana.
—Habrá que soltarlo—dijo Ricardo—. Yo no me lo puedo llevar a mi casa.
—Ayer vi una receta de sopa de loro…—sugirió Carlota.
Los hermanos se miraron unos a otros y luego rieron a carcajadas dignas de una película de terror de bajo presupuesto. Esto alteró a Pancho; había pasado los días más tristes de su larguísima existencia en una especie de limbo, pero el hecho de que pensaran comérselo era demasiado. Tenía que despertar y comenzar de nuevo.
A las siete de la mañana Carlota bajó dispuesta a comenzar la preparación de la sopa de loro. Abrió la jaula, pero no pudo agarrarlo porque el cuerpo de Pancho comenzó a quemarse ¡A quemarse!
—¡Se quema el loro! —gritaba Carlota desesperada.
En segundos, Pancho había quedado reducido a cenizas. En absoluto y total estado de shock Carlota, Marianela y Ricardo habían botado los restos del loro mudo por la ventana.
Pancho renació en la madrugada. No era fácil ser un ave fénix en un mundo lleno de seres malvados -aunque Vicenta había sido la excepción-. Menos mal que ningún humano sabía que las aves fénix podían cambiar su forma a voluntad, quién sabe qué les harían si se enteraran. Ahora Pancho tendría que convertirse en otro tipo de ave… una guacharaca no parecía mala idea por el momento.
Carlota, Marianela y Ricardo dejaron la casa de su madre al otro día. Nunca llegaron a su destino porque un montón de guacharacas chillonas persiguieron el vehículo y lo picotearon hasta que Carlota perdió el control.
El carro, que rodó barranco abajo, se incendió. Todo quedó reducido a cenizas.
—Prométeme que no te quedarás…—le había dicho Vicenta unos minutos antes de cerrar los ojos para siempre.
Pancho no pudo responderle, simplemente la observó mientras moría. Era verdad, no podía quedarse, pues ahora estaba totalmente solo… como le había pasado ya tantas veces.
Los hijos de Vicenta, Carlota, Marianela y Ricardo, llegaron al día siguiente. Pancho ya los conocía, pero los notó diferentes. Sus caras, feas de por sí, tenían una expresión nueva; no era dolor, no era tristeza… era avaricia. No habían enterrado a Vicenta y ya se estaban peleando por la casa, por los muebles, por las joyas, por las cortinas, por las plantas del jardín.
Pancho los observaba en silencio. Él sí estaba triste; Vicenta había estado con él durante más de treinta años. Ahora estaba solo y tendría que empezar de nuevo, pero sentía que no tenía valor.
Los días pasaron y las peleas siguieron. Marianela y Ricardo habían destruido la vajilla italiana de Vicenta en un ataque de furia. Se habían lanzado los platos el uno al otro hasta que no quedó ni el platico de los postres. Carlota ya había vendido más de la mitad de las joyas de su madre y pensaba comprarse un carro nuevo. Eso sí, todos vestían la ropa más negra que se ha conocido, porque estaban de luto, de eso no hay que olvidarse.
—¿Qué vamos a hacer con él? —chilló Carlota, señalando a Pancho.
—¿Yo qué sé? Ese bicho ni habla—le respondió su hermana.
—Habrá que soltarlo—dijo Ricardo—. Yo no me lo puedo llevar a mi casa.
—Ayer vi una receta de sopa de loro…—sugirió Carlota.
Los hermanos se miraron unos a otros y luego rieron a carcajadas dignas de una película de terror de bajo presupuesto. Esto alteró a Pancho; había pasado los días más tristes de su larguísima existencia en una especie de limbo, pero el hecho de que pensaran comérselo era demasiado. Tenía que despertar y comenzar de nuevo.
A las siete de la mañana Carlota bajó dispuesta a comenzar la preparación de la sopa de loro. Abrió la jaula, pero no pudo agarrarlo porque el cuerpo de Pancho comenzó a quemarse ¡A quemarse!
—¡Se quema el loro! —gritaba Carlota desesperada.
En segundos, Pancho había quedado reducido a cenizas. En absoluto y total estado de shock Carlota, Marianela y Ricardo habían botado los restos del loro mudo por la ventana.
Pancho renació en la madrugada. No era fácil ser un ave fénix en un mundo lleno de seres malvados -aunque Vicenta había sido la excepción-. Menos mal que ningún humano sabía que las aves fénix podían cambiar su forma a voluntad, quién sabe qué les harían si se enteraran. Ahora Pancho tendría que convertirse en otro tipo de ave… una guacharaca no parecía mala idea por el momento.
Carlota, Marianela y Ricardo dejaron la casa de su madre al otro día. Nunca llegaron a su destino porque un montón de guacharacas chillonas persiguieron el vehículo y lo picotearon hasta que Carlota perdió el control.
El carro, que rodó barranco abajo, se incendió. Todo quedó reducido a cenizas.
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