Por Marcel Carmona
Hay un lugar en el bosque que pocos conocen. Se ubica detrás de todas las fronteras de la imaginación humana y para llegar a él no hay mayor requerimiento que ser libre.
Tal requisito, indispensable para entrar en el reino oculto llamado Paraíso, nada tiene que ver con el estado civil, la forma de gobierno del país de donde se provenga o si se vive en una prisión o no, sino con los límites individualmente impuestos a la hora de aceptar condiciones ajenas.
Cuenta la leyenda que muchos años atrás la princesa leona se enamoró perdidamente de una hormiga que habitaba en las cercanías del palacio. Se encontraban a escondidas en el más romántico de los escenarios a un lado del lago donde compartían sus soledades.
Aunque temían que su relación tan poco usual fuese aceptada en el lugar, ambos decidieron exponer su amor al mundo. Las reacciones en Paraíso fueron contrarias a las que esperaban: todos los habitantes del reino, incluyendo los que no entendían su pasión, los respetaron y les dieron su bendición.
Los extraños que llegaban al lugar veían peyorativamente a la pareja y desde su ignorancia les lanzaban ofensas. Desde entonces los lugareños cerraron las fronteras e implantaron la única regla del lugar: dejar los prejuicios fuera.
Fue así como poco tiempo después de casarse, como fruto de su amor concibieron al pequeño mirmecoleón, mitad hormiga, mitad león, quien hoy día reina.
Hay un lugar en el bosque que existe en cada una de nuestras cabezas que pocos conocen. Se ubica más allá de las fronteras de la imaginación humana y para llegar a él no hay mayor requerimiento que ser libres. Una vez instalado en Paraíso todos pueden vivir en el palacio real.
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