Por Daniel Rivillo
“Me da pena, siento una gran vergüenza, aunque del todo no sea mi culpa”, se le corta la garganta y continua “¿Cuándo se nos fue esto de las manos?, maldigo mil veces ese día en que comenzamos a creernos más que ellos, y terminamos siendo menos”.
El policía lo escucha con detenimiento, solamente la incomodidad de estar sentado en un banquito con espacio para media nalga lo saca de concentración. No oculta su molestia de interrogar al sobreviviente en una de las celdas más pequeñas e incomodas de la comisaría. “Ok, no estoy del todo claro ¿Quién inicio esta carnicería?”, pregunta el policía, “¿quién de ustedes se levantó una buena mañana y se dijo a si mismo, oye ¿Por qué no matamos al pueblo vecino?, es una buena idea para comenzar un domingo, ¿Quién comenzó?, dime”.
Sus manos estaban cubiertas por una película compuesta de fluidos corporales, sangre, agua y barro. Aún sin conseguir valor suficiente para ver a su interrogador a los ojos tragó aire y viendo una cruz grafiteada en la pared agarró fuerzas para hablar. “¡Ay!, que dolor”. Se agarra el estómago con sus guantes de codicia. “Fue el río, fue su terrible influencia sobre nosotros, él nos mostró sus riquezas y a la vez nuestras debilidades”. “¿Quieres decirme que el río los asesinó?, estás definitivamente demente”. El sobreviviente se levanta de la silla. “¿Estoy demente?”, le pregunta al policía en voz alta, pero esta vez mirándolo directamente. “Si es así como dices, puedes explicarme ¿por qué las comisarías de ambos pueblos no les avisaron a ustedes que las cosas entre El Potrerito y Santelmo se estaban poniendo difíciles?”. “¿Qué riquezas hablabas sobre el río? “, le pregunta el policía. “Oro, y del bueno, ¿de qué más crees que estoy hablando?”. Suelta una sonrisa irónica “¡Oro!, ¿acaso consiguieron una mina en uno de los pueblos y el otro iba y se lo robaba?”. “No, peor que eso, el oro venia del mismo río que nos dividía. Un buen día de sequía, hace un año, cuando el nivel de agua estaba bajo, alguien de El Potrerito que caminaba por la parte que había quedado seca, encontró piedritas de oro, y todo el pueblo se lanzó a buscarlos, y losacaron en grandes cantidades. El problema empezó cuando los vecinos de Santelmo fueron a sacarlo del lado de su orilla y no encontró ni un gramo y cuando quisieron cruzar el afluente la gente de El Potrerito no les dejó. Eso molestó mucho a los de Santelmo, ya que históricamente eran dos pueblos hermanos. La época de lluvia llegó y el río volvió a crecer. La gente no consiguió más mineral. Estaban deseosos que llegara la próxima sequía y el verano llegó, para nuestra desgracia llegó, ¡maldita sea¡, llegó”. Rompió a llorar.
Los dos policías deciden salir a respirar aire fresco. “No es del todo cierto lo que él dice, nosotros sí recibimos una llamada del comisario de El Potrerito”, comenta en voz baja. “¡Lo sé José!, no continúes”, grita. “¿Por qué me callas?, te incomoda que pudimos hacer algo para evitar esta tragedia. Sabes bien que ellos nos pidieron armas sin que les pidiéramos explicaciones”. Antonio quedó atónito. “Lo importante aquí es que no se las dimos”. “¡No Antonio!, lo importante aquí es que debemos decir la verdad, mucha gente murió, nosotros sabemos muy bien lo que pasó, no hace falta interrogarlo. La gente de ese pueblucho esperó la siguiente sequía y no pudieron creer que esta vez el oro terminó depositado en la orilla de Santelmo, ellos creyeron que les echaron un embrujo para quitarles el tesoro que les pertenecía y decidieron invadir a su vecino, para reclamar lo que era suyo por derecho”.
“!No joda¡ José, si hace falta interrogarlo, él es el único hombre de El Potrerito que sobrevivió a la invasión a Santelmo, tiene mucho que decir, regresemos y terminemos”.
Esta vez la cara del hombre estaba pálida y su mirada no se despegaba de la figura de la cruz.
“¿Tienes idea de los años de cárcel que te vienen?, te vas a morir en la celda”, le pregunta José. “No es a la justicia del hombre a la que temo, por mis acciones me he ganado el infierno y para allá voy. Antes de que ustedes llegaran al río, Dios me habló y me pidió que ejecutara mi pena, y así lo hice, es muy tarde para que puedan hacer algo”. Acto seguido el hombre cae al suelo y empieza a gritar del dolor, restregando su cuerpo contra el piso, tras cinco minutos de dolores infernales su cuerpo cede a la pena capital divina y muere.
La autopsia de ley certificó la muerte del hombre por hemorragias internas, dentro de su sistema digestivo encontraron piedritas de oro que lo habían desgarrado por dentro.
Esta vieja historia me la contó mi abuela, para recordarme de lo que es capaz el hombre cuando pone primero la ambición al corazón, dejándolo ciego y sin alma. Y ahora yo cargo con la cruz de mi abuelo. Estaba escrito que él sobreviviera para contar su charla con Dios, y es a ese mismo Dios al que decidí dedicarle mi vida entera como cura, y bajo las aguas de este río maldito, el río Aqueronte. Juro que el demonio no se volverá a manifestar para contaminar nuestras almas.
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