Por Beatriz García de G.
De pie, sobre el mullido pecho de Alejandro donde muchas otras noches pasaba el rato haciendo de las suyas provocándole “sueños feos” como el mismo Alejandro los llamaba, estaba Berlic.
Era nervioso, sus orejas puntiagudas tenían una caída suave en la punta y atravesaban su pelo largo, dorado y fino que llegaba al piso. Tenía la altura promedio de su compañero, veinte centímetros, y estaba vestido con sus mejores galas, aleccionado por Mermoc, para su primera vez: Robaría el aliento de un ser humano.
Dominaba la teoría pero ahora, en el momento de la acción no parecía algo fácil. Esa noche debía esperar que el jovencito estuviera en lo más profundo de su sueño y sólo en ese momento aspiraría su aliento.
Lo conocía desde que nació, había vivido en esa casa desde siempre. Alejandro había cambiado mucho, parecía que ya no le importaba no encontrar sus cosas; cuando Berlic le escondía los zapatos, las llaves, los lentes, ni se daba por enterado.
Últimamente Berlic tuvo que de mala gana devolver algún objeto perdido a su lugar, ya no había diversión y por eso había llegado el momento en el que debía cumplir con su deber.
Sabía que una vez realizada la tarea ya no sería como antes, se acababa el juego. Recordaba como muchas veces estuvo a punto de dejarse ver sólo para demostrarse a sí mismo que este niño era distinto, lo acompañaba, lo quería.
No esperó más y subió por el cuello, paró en el mentón, dio dos pasitos más y se detuvo. Comenzó a recitar el hechizo correspondiente, salía de la nariz del joven una exhalación aérea, luminosa que era aspirada por Berlic y lo hacía elevarse, sus pequeños pies apenas rozaban la cara del muchacho.
En un momento todo acabó, Alejandro parecía seguir dormido y Berlic se tambaleaba tratando de bajarse resbalando por las sábanas hasta llegar al piso para encontrarse con una millonada de elfos que habían asistido a la ceremonia aspiratoria y esperaban a los pies de la cama silenciosos el tradicional gesto que revelaba la misión cumplida.
Hizo el ademán, no muy animado, y todos celebraron con algarabía, pero él buscó la mirada de su maestro Mermoc que también lo esperaba.
-¿Ha sido fácil?- preguntó Mermoc.
-Sí- apenas susurró Berlic cabizbajo.
Mientras caminaban por el inmenso jardín, afuera de la casa, entre hojas de hierba de diferentes tonalidades de azules al brillo de la luna, Berlic pensó en lo triste que era la vida de los humanos. ¿Por qué tenemos que robarles su infancia, que es lo mejor que tienen en su alma?, estalló en llanto, no podía detenerse, las lágrimas mojaban su pálida cara.
-Los humanos nacen llenos de amor y genialidad - tiernamente le repitió Mermoc como tantas otras veces-, eso es lo que nosotros necesitamos para subsistir en nuestro mundo, a ellos les sobra, les agobia, les estorba, así que nosotros lo tomamos, ha sido así desde el comienzo de los tiempos, sólo algunos se nos han quedado rezagados y sabes que han sido desdichados de por vida.
Berlic, escuchaba atento las palabras de su mentor, secaba sus lágrimas con las mangas de su camisola y entre suspiros parecía convencido de que lo que le había hecho esa noche a Alejandro al final del día era un favor. Un favor para empujarlo a crecer.
De pie, sobre el mullido pecho de Alejandro donde muchas otras noches pasaba el rato haciendo de las suyas provocándole “sueños feos” como el mismo Alejandro los llamaba, estaba Berlic.
Era nervioso, sus orejas puntiagudas tenían una caída suave en la punta y atravesaban su pelo largo, dorado y fino que llegaba al piso. Tenía la altura promedio de su compañero, veinte centímetros, y estaba vestido con sus mejores galas, aleccionado por Mermoc, para su primera vez: Robaría el aliento de un ser humano.
Dominaba la teoría pero ahora, en el momento de la acción no parecía algo fácil. Esa noche debía esperar que el jovencito estuviera en lo más profundo de su sueño y sólo en ese momento aspiraría su aliento.
Lo conocía desde que nació, había vivido en esa casa desde siempre. Alejandro había cambiado mucho, parecía que ya no le importaba no encontrar sus cosas; cuando Berlic le escondía los zapatos, las llaves, los lentes, ni se daba por enterado.
Últimamente Berlic tuvo que de mala gana devolver algún objeto perdido a su lugar, ya no había diversión y por eso había llegado el momento en el que debía cumplir con su deber.
Sabía que una vez realizada la tarea ya no sería como antes, se acababa el juego. Recordaba como muchas veces estuvo a punto de dejarse ver sólo para demostrarse a sí mismo que este niño era distinto, lo acompañaba, lo quería.
No esperó más y subió por el cuello, paró en el mentón, dio dos pasitos más y se detuvo. Comenzó a recitar el hechizo correspondiente, salía de la nariz del joven una exhalación aérea, luminosa que era aspirada por Berlic y lo hacía elevarse, sus pequeños pies apenas rozaban la cara del muchacho.
En un momento todo acabó, Alejandro parecía seguir dormido y Berlic se tambaleaba tratando de bajarse resbalando por las sábanas hasta llegar al piso para encontrarse con una millonada de elfos que habían asistido a la ceremonia aspiratoria y esperaban a los pies de la cama silenciosos el tradicional gesto que revelaba la misión cumplida.
Hizo el ademán, no muy animado, y todos celebraron con algarabía, pero él buscó la mirada de su maestro Mermoc que también lo esperaba.
-¿Ha sido fácil?- preguntó Mermoc.
-Sí- apenas susurró Berlic cabizbajo.
Mientras caminaban por el inmenso jardín, afuera de la casa, entre hojas de hierba de diferentes tonalidades de azules al brillo de la luna, Berlic pensó en lo triste que era la vida de los humanos. ¿Por qué tenemos que robarles su infancia, que es lo mejor que tienen en su alma?, estalló en llanto, no podía detenerse, las lágrimas mojaban su pálida cara.
-Los humanos nacen llenos de amor y genialidad - tiernamente le repitió Mermoc como tantas otras veces-, eso es lo que nosotros necesitamos para subsistir en nuestro mundo, a ellos les sobra, les agobia, les estorba, así que nosotros lo tomamos, ha sido así desde el comienzo de los tiempos, sólo algunos se nos han quedado rezagados y sabes que han sido desdichados de por vida.
Berlic, escuchaba atento las palabras de su mentor, secaba sus lágrimas con las mangas de su camisola y entre suspiros parecía convencido de que lo que le había hecho esa noche a Alejandro al final del día era un favor. Un favor para empujarlo a crecer.
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