viernes, 2 de mayo de 2014

Otro día en el paraíso (Un cuento de silfos)

Por César Sasson


“No creo que lo pueda terminar pero lo tengo que hacer por mí”, era en lo único que yo  pensaba mientras me hacía paso en el medio de ese gentío; las aglomeraciones no me gustan, menos aún cuando empiezo a sentir la gente como olas chocando en contra mía casi a sofocarme, allí entro en una situación de caos y me invaden las mismas ideas de siempre sobre la cotidianidad en las que el tiempo ya no nos alcanza para nada, donde hemos aprendido a ganar para vivir  mas no ganar vida, donde la ciencia a pesar de haber logrado alargarnos la vida no hemos aprendido a vivir más, donde a pesar del crecimiento de la ciudad nos encerramos cada día más, estudiamos más y tenemos menos juicio, somos más temperamentales, más irritables y por lo general menos amigables. 

“Quiero salir de aquí”, pensaba ahora, pero el cierre de las puertas del vagón me recordaron mi propósito nadando a contracorriente en la estación del subterráneo,  es que yo venía de Parque del Este, donde había estado observando animales, pero insatisfecho sentí que debía visitar otro zoológico para ampliar mi visión por lo que me dirigía a El Paraíso.  Qué paradoja que en una ciudad como Caracas pudiera haber todavía un lugar llamado El Paraíso.

Entretanto, a mi lado se había sentado un señor de avanzada edad, aseado pero de aspecto desajustado, cabellos y bigotes largos, blancos y tupidos, era curioso y disperso a la vez, observaba todo pero no se concentraba en nada; de pronto nos pasó un tren, como yo tenía tiempo que no viajaba en metro observé ese desplazamiento con bastante nostalgia y recordé los ejercicios de clase de física sobre dos cuerpos en movimiento y como cada uno tendría su propia visión de la situación y determinaría el movimiento del otro desde su propio sistema de referencia.

El viejito seguramente tras notar mi reacción, preguntó intrigado que me había causado esa risa y le respondí  “es complicado, en verdad es un recuerdo de clase de física que cruzó mi mente“, y él me respondió “comprendo, las cosas difíciles tienen respuestas fáciles“, y  continuó, “por mi parte, cuando me preguntaban por la teoría de la relatividad solía responder imagínate: poner tu mano por un minuto sobre una estufa caliente te parecerá una hora,  siéntate con una chica bonita y una hora te parecerá un minuto.  Eso es relatividad“.

Me causó mucha gracia el desparpajo del personaje y más aún su capacidad de síntesis, y tomándole la palabra sobre las preguntas difíciles, le pregunté que era para él y donde podía yo encontrar un silfo,  a lo que me respondió de inmediato “en tu mente, la imaginación es más importante que el conocimiento“. 

Cuando estaba por repreguntarle, el tren se detuvo y un joven se acercó a mi compañero de viaje y le dijo “maestro Albert, es nuestra estación“. Se levantó de inmediato apoyándose del brazo del joven y se encaminó a la puerta; salté detrás de él y le pregunté “¿Albert, qué señor?“,  se volteó y con una sonrisa casi alocada me dijo “Einstein, se escribe con E“. 

El tren sin más demora había retomado su camino hacia El Paraíso y me sorprendió ver como el viejito se desplazaba velozmente sobre el andén, pero no, no era así, era el vagón conmigo el que se desplazaba a alta velocidad, de nuevo, la relatividad. 

Levanté la cabeza y observé los pasajeros que me rodeaban y los vi no como lo que eran o al menos no lo que parecían, sino como seres fantásticos venidos de otros tiempos con alas magníficas que les crecen sobre las espaldas, orejas largas y agudas y ojos que reflejaban los colores del arcoíris,  comprendí entonces que no tenía que llegar al zoológico, Albert tenía razón, es más importante la imaginación que el conocimiento.

Pensar que siempre creí que lo primero que existió fue el sonido en forma de palabra -hágase la luz-, pero resulta que los silfos hechos de aire habían estado allí desde el principio de la creación en El Paraíso, y su forma era la que cada uno les daba en su mente. 

Volví a levantar la cabeza y estaba todo oscuro, se había hecho tarde, recordé a Albert y pensé con ironía “la oscuridad no es más que la falta de luz“. 

Buenas noches le murmuré en el oído a mi esposa y apagué mi computador.

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