Por Olga Camare
En otros tiempos en lejanas tierras al pie de una inmensa montaña existió un deslumbrante castillo rodeado de extensa y tupida vegetación, sombría y húmeda, donde el sol se asustaba de tan intrincada existencia y se escondía en la fronda de los árboles y malezas, dando aspecto de penumbra perenne al bosque.
El padre hombre prodigo, cazador siendo joven de bestias salvajes y de diestro cabalgar; la madre de pelo rubio, serena, hogareña de finos modales.
Las hijas: Abigail, apasionada en la música, casi siempre permanecía en su alcoba oyendo las diferente notas musicales; Mayo, pequeñita aun a los primeros cuidados de su madre; y la joven mayor de las tres hermanas, Artenisa, joven de suspicaz mirada y arriesgada fortaleza desde pequeña.
Doña Griselda, la abuela paterna espigada y fuerte como la flecha que ponía en evidencia al cabalgar su alazán Viento.
A diario visitaba la montaña, cimiento del castillo, siempre en para ejecutar resueltamente los problemas que solicitaban visitantes y vecinos cercanos y de otras tierras, como beri-beri, hemorroides, depresión, infertilidad, mal de ojos, además pecados graves, magia negra, magia blanca, adulterio; todo un mundo de soluciones se buscaban a través de la anciana. Con frecuencia se le oír gritar en sus consultas:
-¡Silencio! No me cuentes,yo sé. Mala fortuna y desventura te abruman.
La joven Abigail, con su piano y su música. Mayo correteando en el pasillo del castillo. Artemisa iba más allá de la obediencia y buen vivir, observaba minuciosamente a su abuela, desde niña.
Pero sucedió señores que un día empezó a seguirla, como un duende, escondiéndose sigilosamente entre los árboles y matorrales y con audacia presenciaba los ritos que realizaba frente a unas plantas en la ribera del río.
-¡Ay! –exclamó asustada Artemisa un día cuando escuchó los lamentos de las plantas al arrancar sus tallos de la tierra, para ser utilizados en bebedizos, curaciones y ensalmes.
Una mañana en la rutinaria aventura, sorprendida percató la joven que Doña Griselda se llevaba a Negro, el viejo perro guardián del castillo. Al llegar a la ribera del río lo amarró a un fuerte árbol frente a las plantas de mandrágoras antes de comenzar su oficio de arrancar los tallos más largos de la planta de forma humana tan parecido que semejaban seres desnudos sentados a orillas del río.
- ¡Santa María, bendita! ¿Qué es esto? -pensó, sin gritar al oír lamentos y gritos de la mandrágoras al arrancarlas custodiadas por Negro.
Ese mismo día abrió un diario y anotaba sus vivencias de cada día en los quehaceres de la abuela; buscó un viejo escaparate y fue llenándolo de frascos con muestras de las plantas y su uso; allí tenía hojas, flores, frutos, semillas de mandrágoras, las que cubría con un tapete rojo.
Así transcurría el tiempo. Artemisa se despertaba antes del alba, seguía a su abuela, muchas veces lloraba igual que las mandrágoras suponiendo el dolor que sentían al arrancar sus tallos; por ello nunca recolecto tallos.
Cada día la anciana recibía más solicitudes de curas y soluciones; apenas dormía, trabajaba más y más, nadie sabía qué hacía; la familia suponía que el Dios verde de la montaña la divertía.
Una tarde Artemisa mira a Negro y vio enredado en su collar un pedazo de tallo de mandrágora y lo sedujo para quitárselo guardándolo en un frasco.
Una lluviosa y gris mañana al despertar y ver la hora exclamó.
-¡Oh! ¿Y cómo me he quedado dormida? Ya no podré ir; la abuela está en la montaña, y salir ahora es imposible.
Ya todos están en su faena y el sol a duras penas empezaba a filtrar sus rayos de luz brillante sobre el castillo; sintió tristeza, pensó “Las mandrágoras estarán solas y mi abuela las hará llorar”.
Salió bruscamente de su tristeza al oír fuertes golpes en el portón de entrada del castillo; salió apresuradamente encontrando a toda la familia en la puerta alarmados por los golpes. Al abrirla, parado allí, sudoroso, solo y agitado con la bufanda de doña Griselda en el estribo estaba Viento.
-¡Ay!
Silente con los ojos como puñales fijos en la intricada montaña Artemisa corre al bosque y dice “Padre voy a buscarla”.
El padre se opone, pero ella insiste gritando “llamen al joven estudiante Nicolás”.
Estupefacta la familia se horroriza por conocer los peligros del bosque y suponer el desconocimiento de su hija del lugar. Como fecha veloz Artemisa, veterana ya en sus aventuras diarias, se adentra en los caminos y llega a las ribera del río.
Ve a Negro amarrado y enfurecido. Distante, con medio cuerpo en el río, enredada en brazos y piernas de las mandrágoras, yace doña Griselda inconsciente.
La joven la levanta, pide ayuda al guardabosque y corre hacia el castillo. Al llegar todos la auxilian y el joven Nicolás, estudiante de veterinaria la revisa.
Aterrada dice Doña Griselda “tiene una pierna rota, se desmayó del dolor y es imposible ayudarla sin anestesia, prepárense para lo peor”.
Se quedan todos en silencio. Mayo llora, “Abuela, abuela”. Abigail le pone suave música para que reaccione.
Negro y Viento descansan y Artemisa vuela al cuarto, busca el frasco del tallo de las mandrágoras, las tritura disolviéndolas en agua y la da a beber a la anciana, quien ahora anestesiada es atendida por Nicolás.
Pasados un par de horas Nicolás avisa que fue reparada la lesión.
Al despertar la abuela atribuye el éxito a Nicolás y supone que nadie conoce sus visitas al bosque y piensa: “Pronto iré al bosque de nuevo”. Viento relincha. Negro aúlla.
Han pasado unos días y Artemisa visita a su abuela en su habitación.
- Voy a salir con Viento.
-¿A dónde cabalgaras?¿Vas lejos?
-Sí, cabalgaré al bosque verde.
La abuela replico:
-No hija, no lo conoces y el bosque es peligroso.
-Abuela, voy a visitar a las mandrágoras, sus tallos salvaron tu vida y prometí que jamás volverías a arrancar sus tallos de la tierra desgarrando su dolor.
Doña Griselda palideció de sorpresa y al recobrarse, sin preguntas, beso a la joven y le dijo:
-Ve Artemisa y a tu regreso te pasaré todos mis secretos de la visita al bosque.
Hoy día Artemisa sigue visitando el bosque y utiliza las mandrágoras para sus estudios de tratamientos y curas naturales. En el castillo como faro luminoso un anuncio: Las mandrágoras curan sin dolor.
En otros tiempos en lejanas tierras al pie de una inmensa montaña existió un deslumbrante castillo rodeado de extensa y tupida vegetación, sombría y húmeda, donde el sol se asustaba de tan intrincada existencia y se escondía en la fronda de los árboles y malezas, dando aspecto de penumbra perenne al bosque.
El padre hombre prodigo, cazador siendo joven de bestias salvajes y de diestro cabalgar; la madre de pelo rubio, serena, hogareña de finos modales.
Las hijas: Abigail, apasionada en la música, casi siempre permanecía en su alcoba oyendo las diferente notas musicales; Mayo, pequeñita aun a los primeros cuidados de su madre; y la joven mayor de las tres hermanas, Artenisa, joven de suspicaz mirada y arriesgada fortaleza desde pequeña.
Doña Griselda, la abuela paterna espigada y fuerte como la flecha que ponía en evidencia al cabalgar su alazán Viento.
A diario visitaba la montaña, cimiento del castillo, siempre en para ejecutar resueltamente los problemas que solicitaban visitantes y vecinos cercanos y de otras tierras, como beri-beri, hemorroides, depresión, infertilidad, mal de ojos, además pecados graves, magia negra, magia blanca, adulterio; todo un mundo de soluciones se buscaban a través de la anciana. Con frecuencia se le oír gritar en sus consultas:
-¡Silencio! No me cuentes,yo sé. Mala fortuna y desventura te abruman.
La joven Abigail, con su piano y su música. Mayo correteando en el pasillo del castillo. Artemisa iba más allá de la obediencia y buen vivir, observaba minuciosamente a su abuela, desde niña.
Pero sucedió señores que un día empezó a seguirla, como un duende, escondiéndose sigilosamente entre los árboles y matorrales y con audacia presenciaba los ritos que realizaba frente a unas plantas en la ribera del río.
-¡Ay! –exclamó asustada Artemisa un día cuando escuchó los lamentos de las plantas al arrancar sus tallos de la tierra, para ser utilizados en bebedizos, curaciones y ensalmes.
Una mañana en la rutinaria aventura, sorprendida percató la joven que Doña Griselda se llevaba a Negro, el viejo perro guardián del castillo. Al llegar a la ribera del río lo amarró a un fuerte árbol frente a las plantas de mandrágoras antes de comenzar su oficio de arrancar los tallos más largos de la planta de forma humana tan parecido que semejaban seres desnudos sentados a orillas del río.
- ¡Santa María, bendita! ¿Qué es esto? -pensó, sin gritar al oír lamentos y gritos de la mandrágoras al arrancarlas custodiadas por Negro.
Ese mismo día abrió un diario y anotaba sus vivencias de cada día en los quehaceres de la abuela; buscó un viejo escaparate y fue llenándolo de frascos con muestras de las plantas y su uso; allí tenía hojas, flores, frutos, semillas de mandrágoras, las que cubría con un tapete rojo.
Así transcurría el tiempo. Artemisa se despertaba antes del alba, seguía a su abuela, muchas veces lloraba igual que las mandrágoras suponiendo el dolor que sentían al arrancar sus tallos; por ello nunca recolecto tallos.
Cada día la anciana recibía más solicitudes de curas y soluciones; apenas dormía, trabajaba más y más, nadie sabía qué hacía; la familia suponía que el Dios verde de la montaña la divertía.
Una tarde Artemisa mira a Negro y vio enredado en su collar un pedazo de tallo de mandrágora y lo sedujo para quitárselo guardándolo en un frasco.
Una lluviosa y gris mañana al despertar y ver la hora exclamó.
-¡Oh! ¿Y cómo me he quedado dormida? Ya no podré ir; la abuela está en la montaña, y salir ahora es imposible.
Ya todos están en su faena y el sol a duras penas empezaba a filtrar sus rayos de luz brillante sobre el castillo; sintió tristeza, pensó “Las mandrágoras estarán solas y mi abuela las hará llorar”.
Salió bruscamente de su tristeza al oír fuertes golpes en el portón de entrada del castillo; salió apresuradamente encontrando a toda la familia en la puerta alarmados por los golpes. Al abrirla, parado allí, sudoroso, solo y agitado con la bufanda de doña Griselda en el estribo estaba Viento.
-¡Ay!
Silente con los ojos como puñales fijos en la intricada montaña Artemisa corre al bosque y dice “Padre voy a buscarla”.
El padre se opone, pero ella insiste gritando “llamen al joven estudiante Nicolás”.
Estupefacta la familia se horroriza por conocer los peligros del bosque y suponer el desconocimiento de su hija del lugar. Como fecha veloz Artemisa, veterana ya en sus aventuras diarias, se adentra en los caminos y llega a las ribera del río.
Ve a Negro amarrado y enfurecido. Distante, con medio cuerpo en el río, enredada en brazos y piernas de las mandrágoras, yace doña Griselda inconsciente.
La joven la levanta, pide ayuda al guardabosque y corre hacia el castillo. Al llegar todos la auxilian y el joven Nicolás, estudiante de veterinaria la revisa.
Aterrada dice Doña Griselda “tiene una pierna rota, se desmayó del dolor y es imposible ayudarla sin anestesia, prepárense para lo peor”.
Se quedan todos en silencio. Mayo llora, “Abuela, abuela”. Abigail le pone suave música para que reaccione.
Negro y Viento descansan y Artemisa vuela al cuarto, busca el frasco del tallo de las mandrágoras, las tritura disolviéndolas en agua y la da a beber a la anciana, quien ahora anestesiada es atendida por Nicolás.
Pasados un par de horas Nicolás avisa que fue reparada la lesión.
Al despertar la abuela atribuye el éxito a Nicolás y supone que nadie conoce sus visitas al bosque y piensa: “Pronto iré al bosque de nuevo”. Viento relincha. Negro aúlla.
Han pasado unos días y Artemisa visita a su abuela en su habitación.
- Voy a salir con Viento.
-¿A dónde cabalgaras?¿Vas lejos?
-Sí, cabalgaré al bosque verde.
La abuela replico:
-No hija, no lo conoces y el bosque es peligroso.
-Abuela, voy a visitar a las mandrágoras, sus tallos salvaron tu vida y prometí que jamás volverías a arrancar sus tallos de la tierra desgarrando su dolor.
Doña Griselda palideció de sorpresa y al recobrarse, sin preguntas, beso a la joven y le dijo:
-Ve Artemisa y a tu regreso te pasaré todos mis secretos de la visita al bosque.
Hoy día Artemisa sigue visitando el bosque y utiliza las mandrágoras para sus estudios de tratamientos y curas naturales. En el castillo como faro luminoso un anuncio: Las mandrágoras curan sin dolor.
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