viernes, 2 de mayo de 2014

Quirón

Por Lidia Coronado

Luego de varios años de lucha interna, he aceptado que soy un curandero. Yo quería ser constructor de puentes y caminos.

Siempre fui hábil con las manos. Algunos paseos por el bosque que delimita nuestra aldea cambiaron mi vida.

Cuando éramos niños pasábamos el día corriendo por allí, asistíamos a clases para aprender lo básico, algo de religión, historia, matemáticas, criar animales y sembrar la tierra. Mis favoritas siempre fueron los números, cerámica y carpintería, nunca fui bueno en las otras cosas. En las tardes corríamos por los campos y hacíamos algunas incursiones el bosque que, como es de suponer, estaban prohibidas.

Una tarde ya cerca del anochecer mi amigo Ernesto y yo nos quedamos un rato más cerca del bosque observando una pisadas de caballo que se alejaban, algo no estaba bien, los caballos de la aldea estaban completos, nosotros los habíamos contado y guardado una hora antes, y aun así esas huellas se veían frescas, y lo que era más extraño, no tenían herraduras, parecía de un caballo salvaje.

Mi padre me había enseñado a reconocer por la distancia y la profundidad de las pisadas si un animal corre o camina. Y éste caminaba.  Varias veces nos encontramos con estas pisadas en las semanas siguientes. Nuestras cabezas comenzaron a llenarse de historias. Imaginamos familias de caballos que vivían en el bosque y se acercaban a la aldea a buscar comida.

Un día hablamos con mi padre que estaba sentado tallando una pequeña figura de madera. Él nos dio varias ideas y nos contó algunas historias, nos habló de unicornios, minotauros y centauros. Y nuestros ojos se abrían tanto como nuestra curiosidad.

Un día luego de clases nos fuimos directo al bosque buscando más huellas, mi padre no nos negó el permiso porque no se lo pedimos. Las huellas parecían frescas como siempre, las seguimos por un rato, hacia frio, cada pisada era más fresca y en un momento escuchamos un ruido, nos detuvimos, se escuchaba la respiración fuerte y rápida, como de alguien muy casado, nos movimos suavemente entre los arbustos, y logramos ver.

En el suelo había el cuerpo de un caballo herido, se veían las patas, nos acercamos lentamente y nos quedamos mudos cuando encontramos el torso de un hombre unido al cuerpo de un caballo. Todavía se me acelera el corazón, yo pensé que era un cuento inventado por mi padre para despertar nuestra imaginación, pero no, era un centauro, un centauro herido.

Nos acercamos, tratamos de no asustarlo, nos miró a los ojos, el dolor se podía leer en su mirada. Tratamos unos minutos en entendernos, su lenguaje no era igual que el nuestro. Necesitaba ayuda y poco a poco nos enseñó como curarlo. 

Encendimos un fuego y con un vegetal hueco hicimos un caldero en el que preparamos una bebida; además con otras plantas machacadas con cuidado se las colocamos en las heridas de las piernas.  No nos atrevíamos a preguntarle qué le había pasado, quién lo había herido de esa forma. Pasamos la noche en vela junto al centauro, y al día siguiente cuando despertamos no estaba allí.

Al día siguiente regresé, la necesidad de saber era cada vez más fuerte, lo encontré, me dijo su nombre y conversamos sobre la naturaleza y las plantas, poco a poco se volvió mi maestro y yo un alumno muy aplicado. Creo que mi padre siempre lo supo, nunca dijo nada, yo escapaba todas las tardes al bosque y regresaba al anochecer con mi cargamento de sabiduría y plantas.

Ahora soy en curandero de la aldea y de las regiones vecinas, no he olvidado mi sueño de construir puentes, pero la tarea de curar me domina y todos los días trato de aceptarla con alegría.

Lidia Coronado, Caracas, 8 de marzo de 2011

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