sábado, 3 de mayo de 2014

Perdida en el bosque

Por Nelsy Olivares


En medio de un bosque vive una linda niña llamada Zasha con su abuelo Merchol y su mejor amigo el perro guardián. Rodeados de animales, árboles y flores ellos están muy felices.



Todo solía ser tranquilo hasta que una mañana la niña se despierta sin imaginarse lo que le puede pasar. Muy contenta le dice a su abuelo “voy a recoger muchas flores para adornar la cabaña”, y él contesta, “está bien Zasha pero no te alejes mucho hacia el bosque porque no me gusta”.


Ella responde “Sí, te lo prometo abuelito”.


Se despide y sale muy contenta con guardián y su canasta cantando por todo el camino, cuando de repente el perro empieza a ladrar muy asustado y retrocede.


La niña le dice “por qué ladras guardián, a qué le temes”. Ella al voltear y al alzar la vista queda estática, temblorosa y con ganas de correr pero las piernas no le  responden, al mismo tiempo pega un grito “auxilio, auxilio”…  Guardián sale corriendo para de alguna manera avisarle al abuelo. 

Llega a la cabaña ladrando.  


El abuelo imaginando que Zasha estaba en peligro sale a buscarla. La niña en medio de su miedo siente que algo se acerca.


Ella dice “No me haga daño por favor”. Al mismo tiempo escucha  “No temas soy tu amigo ven acércate”. Ella asombrada de lo que veían sus ojos dice “¿Quién eres?... ¿porque eres así?... Él le responde “Soy un centauro y me llamo Quirón”. Al mismo tiempo le dice “Ven súbete que te llevo a tu casa, te deben estar buscando”.


Ya a mitad de camino se acerca el abuelo con guardián y al percatarse que la niña  viene en el lomo del centauro le grita “Zacha ten cuidado te puedes caer”.



Ella le responde “abuelito él es mi amigo, el centauro  no me hará daño”.


Laberinto

Por Raymar Lara

La oscuridad había quedado atrás. El despertar fue duro y su cuello estaba rodeado por un eslabón de acero y al moverse escucho el sonido de las cadenas que lo sujetaban a la pared. Siempre olvidaba que estaba prisionero. 
Luego de recordar su situación, desde el inicio del día, el gigante de rostro taurino planeaba como liberarse de las ataduras que habían sido maldecidas especialmente para evitar su liberación. Al final llegaba a la conclusión de que sólo podría lograrlo con la ayuda de la mujer que atendía sus necesidades en el laberinto.
La silenciosa chica que en otros tiempos habría sido ofrendada para satisfacer su hambre era su único contacto con el mundo exterior y quien diariamente le servía desechos con desprecio y con altivez. Sin embargo, en vez de sentir odio por ella, cada vez que la miraba imaginaba como se sentiría poseerla, someterla a su voluntad.
La mujer nunca lo miraba, estaba perfectamente entrenada para evitar ser su víctima, así que sólo abría la puerta del centro de laberinto cuando era absolutamente necesario. Su misión era alimentar a la bestia y mantenerla con vida, las razones por las que lo hacía permanecían ocultas para él. Era de su conocimiento que desde hace algún tiempo ya no había necesidad de seres como él, los humanos se sacrificaban mutuamente usando rituales de otros tipos.
Para someterla sólo tenía que lograr que se acercara. Y era tan simple. La única forma de lograrlo era fingiendo que no podía hacerle daño, simulando que estaba muerto. Se quedó tirado en el piso del laberinto, no tocó su comida ni tampoco trató de arrancar las cadenas que sujetaban su cuello. Permaneció así por días y el alimento que traía la mujer seguía apilándose en la puerta.
Comenzó a debilitarse, sabía que tenía que decidirse pronto: se daría por vencido o moría intentándolo. Cuando escuchó la puerta abrirse decidió probar una vez más. No hubo más sonidos y fue difícil resistirse a la tentación de verificar si la chica seguía aún en el laberinto. Su pregunta fue respondida rápidamente. Sintió el calor de la mujer cerca de su cuerpo; escuchándola sollozar supo que lo había logrado, pero en vez de tomarla y obligarla a liberarlo, sintió deseos de consolarla.
Al abrir los ojos vio a la mujer ahora sobre su cuerpo con ambas manos cubriendo su cara. Quería consolarla, acabar con su dolor y sabía perfectamente cómo hacerlo. Extendió su enorme mano sobre su rostro y sintió el sobresalto en el cuerpo de la mujer, luego ella permaneció inmóvil;  su mano  sobre su cuello aumentaba cada vez más la presión.
El llanto de la chica había cesado, sus ojos teñidos de líneas escarlatas eran fríos y no demostraban súplica ni dolor. Sabía que todo acabaría pronto y habría fallado: el minotauro quedaría libre.
Recluido por tanto tiempo en su laberinto,  empezaría ahora a caminar libre sabiendo que sólo él poseía el control sobre sí mismo.

Sátira del sátiro (o sátiro de sátira)

Por José Francisco Castillo Machalskys

–Doctor, tiene que ayudarme- imploró el extraño sujeto-. No estoy funcionando como es debido, pero…
–…usted nunca falla y no se explica por qué ahora no se erecta- completó el viejo urólogo, aburrido ya de escuchar la misma introducción en al menos el 95% de sus  pacientes.
Pero, a decir verdad, éste le inquietaba. No tanto por la diminuta estatura y cara de diablillo, por la toalla que rodeaba su cabeza a manera de turbante y por los anchísimos pantalones de loneta que cubrían –más bien escondían- sus piernas, sino por la angustia atávica, orgánica y definitivamente auténtica que lo eximía de simular calma o pretendida madurez.
–Si supiera quién soy, no sólo le extrañaría mi visita; huiría aterrado, en busca de lugar seguro- advirtió con un dejo de amargura.
–Para amenazas estoy yo, el médico- intentó bromear el urólogo, con total fracaso, dada su naturaleza cascarrabias-, así que baje su pantalón hasta el muslo y echémosle un vistazo al causante de sus penas.
Sorprendióle al especialista el uniforme y espeso pelo que cubría las partes nobles del paciente. Y el pene… ¡Dios! No había palabras para describir aquella monstruosa masa tubular, de grotesco prepucio como capullo de oruga.
Grotesco y todo, hizo el galeno lo suyo como buen profesional que era. Escrutó, palpó, auscultó, interrogó, y presto dictó su diagnóstico.
–Me dice que acostumbra beber vino a borbotones junto a su amigo pan-pan, a tocar flauta, corretear mujeres en los poblados- supuso el médico que así llamaba el sujeto a algún sector de la ciudad- y tener sexo días enteros con sus noches… amigo, usted sufre de estrés hiperfuncional. Necesita descansar.
–…¿¡Descansar, dice usted!?- bramó el hombrecillo, como endemoniado-. Le escuchara mi señor Pan, amo del vino y la francachela, y le mataría con un rayo por sus sacrílegas palabras. ¡Descansar! Si me nutren el dulzor de la uva fermentada y el casto terror de las doncellas acorraladas, que suspiran por tomar entre sus manos este miembro ahora desvanecido…
–…y que volverá a funcionar si, además del descanso, se toma esto- atajóle el urólogo en su dramático discurso colocando un puñado de traslúcidas grageas azules en su mano.
En medio de su arrebato, el extraño engendro tragó todas las pastillas de un empellón.
“Le doy dos minutos para que le dé un infarto”, pensó el doctor, aterrado. En efecto, el cuerpecillo del sujeto comenzó a sacudirse entre espasmos y sudores espesos. Mas, lejos del pronosticado colapso cardiaco, su retráctil miembro comenzó a elevarse hasta llegar a la altura de su frente.
–¡Júpiter, vuelvo a ser un verdadero sátiro, bello y majestuoso hijo de Seleno el follador!- gritó, arrancándose la toalla y los pantalones para exhibir con orgullo su cornamenta y sus patas de carnero-, dijéronme de buena fuente que usted era un mago en eso de levantar ánimos caídos, ¡y vaya que era cierto! Ahora os dejo, avejentado hijo de Hipócrates, pues chavalas y maduronas aguardan por mis favores… ¡que los dioses os bendigan!
Y con un estruendoso golpe, echó abajo la puerta del consultorio.
“Las tretas que inventa la gente para obtener viagra gratis y sin prescripción”, reflexionó el viejo urólogo, sacando los lentes de su amarillenta bata para dejarlos caer sobre el puente de su nariz.    

Perla negra

Por Daniel Jerez

-¡Oh!, disculpe que error tan tonto he cometido- dijo Perla.
- Pero esto es impresionante, tenía que pasarme a mí ¡coño! -  pronunció con ahínco Fausto.
- Le serviré otro café si es necesario señor, disculpe de verdad mi estupidez.
- Olvídalo, eran mis palabras de aliento filosófico para el difunto camarada Lázaro. Buen amigo de la lucha de ideas.
- Espero no le haya borrado la idea con el disgusto.
- No te preocupes, ya te lo dije, son sólo palabras para rellenar esta situación.
- Creo que su compañero ha debido ser un mártir, el altísimo sabrá como recompensarlo.
- Sigue diciendo tonterías y llegaras a creer en unicornios.


&
Estaban en una pequeña funeraria, recinto de dramas humanos y un pensamiento de cloroformo dando trastos de aquí para allá en la testa.Fausto procedía a darle reconocimiento al cuerpo de su amigo Lázaro, el buen camarada que arriesgo su vida por ideales.
Una huelga de hambre le sello un pasaje sin retorno. Entendía que estos recintos invitaban gente de bulto para el desconsuelo mecanizado, por eso aborrecía las despedidas lagrimosas para el cielo que nadie conoce.
Su mirada no estaba tanto impactada por la desaparición de su compinche, más bien el tono de ese cortejo fúnebre se vio aplacado por el incidente del café caliente sobre unas palabras trilladas.
De hecho estuvo de acuerdo con el error de la chica que sirve las bebidas y las sonrisas, pudo arrebatarle la taza de las manos pero un movimiento en falso y fue a parar con gracia sobre sus bocetos de orador. Perla se llamaba la chica torpe de la fuente de soda para botanas y pañuelos desechables.
-       ¿Y dime porque trabajas en un sitio tan patético como éste? -  pronunció con cierto sarcasmo Fausto.
-       No tuve opción, fue lo primero que conseguí en los clasificados. Le empecé a tomar cariño después de tres meses, antes era depresivo.
-        Valoro el silencio de los cuerpos - sentencio Perla con un aire reflexivo en el ceño.
-       Eso es una crónica para mi columna universitaria, cuéntame más por favor - parecía extasiado por la curiosidad del empleo.
Perla abría como una ostra sus grandes ojos rayados, no sabía si se burlaba de ella o sólo tenía una curiosidad grotesca.
-       Dependiendo del día los llantos son más intensos. Unos se jactan de la herencia que demandan como buitres, y cuando la clientela es muy baja mi jefe empieza a rezarle a la parca.
-       Que impresionante el negocio de la muerte, no imaginaba que fuera una temática tan contradictoria.
Una de las tías de Lázaro exclamó “¡Porque a mi sobrino si era como un santo ese condenado!”.
La hora libre de Perla se iba terminando y no había planificado una entrevista detallada sobre su modus vivendi. Ahora debía irse a su clase, estudiaba pedagogía, pensaba que no había nada más hermoso que enseñar a los niños para que luego ellos encontraran sus propios tesoros. Fausto copó la atención de su casa de estudios con la columna de circulación semanal del diario universitario. La llamo “El arte de morir”.
Una sonrisa melancólica para variar, Perla brillaba en recintos oscuros, luego resucitando sus labios marchitos para compensar la compañía de su entrevistador ocasional produjo consuelo a aquellos seres necesitados de motivos. Sus sueños volvieron a la vida.
-¡Espero conquistar tus brazos con mi cadáver!- exclamó con hilaridad, amaba los finales del celuloide esa Perla negra de la alegría.
La noche brillaba con una luna moribunda de grandeza. Esto tomará tiempo; los pésames son en una hora, empecemos a darle autógrafos a los pesimistas, dijo con perversidad Fausto, el amigo del difunto.

¿Sirenum Scopuli? ¡Starbucks!

Por Verónica Esparza

"Desde que me mudé a París soy feliz. Bastián y yo nos llevamos realmente bien. A veces me da nostalgia haber dejado Venezuela, pero no puedo vivir sin él, yo siento que...", Aglaia cerró de golpe su cuaderno y sonrió.

- ¡Tú siempre llegando antes de tiempo amore mío!- dijo. Estaban en una cafetería en Champs Elysées, donde solían encontrarse después de sus trabajos.

-Oye Agla, ¿Te has dado cuenta de que el logo de Starbucks es una sirena?

-¿Una sirena? Chanfles. Tengo cuatro meses viniendo a diario y no había caído en cuenta. Pero... ¿qué tiene que ver una sirena con café, té y galletas?- dijo Aglaia de una manera risueña y curiosa.

-Cuenta la historia de Starbucks que uno de sus tres sueños amaba leer Moby Dick y quería llamar el sitio como el barco: Pequod, pero en ingles pee significa "pis". Buscando y buscando, le gustó a todos el nombre de un timonero que acompañaba al capitán Ahab: Starbuck.

 -Pero en Moby Dick no hay sirenas, Bastian -interrumpió Aglaia.
- No te quejes, que si te cuento sólo lo de la sirena, después me preguntas "¿y por qué se llama Starbucks?"- ambos comenzaron a reír.

-No entiendes el por qué tiene que ver porque cuando estudiaste filosofía te metiste un... ¿puñal es que dices tú?...

- ¡Jajaja, mi Basti ya habla venezolano! - rió Aglaia.

-Eso, un puñal de los griegos, y crees que las únicas sirenas que existen cantan hermoso y son mitad mujer-mitad ave. Te sabes todos los cuentos de los marineros que eran llevados por sus voces melodiosas hasta aquella isla, ¿cómo era que se llamaba?

- Sirenum Scopuli - contestó ella.

-¿Ves que te sabes esa historia?.

-Pero no, Mon chère -continuó Bastian-. Cuentan las leyendas del café que una sirena viajó a Etiopía y atrajo a unas cabras a comerse los frutos de un arbusto. Al comerlo las cabras comenzaron a bailar y brincar muy enérgicamente. Su dueño, un pastor llamado Kaldi, decidió probar la fruta roja. Se sintió muy animado y revitalizado, por lo que le llevó el café a un santo quien sintiendo el poder de la sirena los lanzó al fuego. Esto liberó el aroma maravilloso del grano y así el café se dio a conocer. Cuentan también que, después de eso, los contrabandistas llevaron café por todo el mundo con la sirena de guía.

-         Bastián, estás inventando. Na guará, ¿qué va a saber la gente que viene a Starbucks eso? Me parece que nadie sabrá la relación nunca.
-         Bueno, ahora tú lo sabes:  La sirena atrae a la gente a consumir café.

"Hoy aprendí algo nuevo. Resulta que ahora existe la mitología urbana y mi novio es su principal evangelizador", escribió Aglaia más tarde en su mural de Facebook.

Para vivir en paz

por Kali Volcán


El primer día en esa oficina y ya sentía el rostro endurecido, como solía sucederle siempre que estaba incómoda. Ana María sabía que no sería fácil disimular su poca paciencia. “Todas, en todas partes, son iguales”, pensaba. “Si tan solo hablaran lo estrictamente necesario”, “si me dieran más trabajo que a más nadie”, “si pudiera evitar la hora de almuerzo”, imploraba sin esperanza dentro de sí y sólo para sí.

Recorría los distintos módulos y departamentos que le iba presentando su jefe. Sin darse cuenta, miraba de tanto en tanto y rápidamente hacia el techo, mientras suspiraba corto y hondo, como quien busca alguna aprobación divina a su autocontrol.

El reto en su carrera o los cambios cualquiera que ellos fueran no constituían para sí ningún problema. El basto mundo entre la contabilidad, la administración y las finanzas por el contrario, le brindaban confort y seguridad. Era natural para Ana María su entendimiento con los números, que al pasar de los años ganaba mas confianza en ella. La fastidiaba en cambio la subjetividad y para ella el disimulo no tenía ninguna razón ni asidero, sino el de llevar la fiesta en paz.  Así era para ella la paciencia que colindaba mas bien con estoicismo, cuando tenía que interactuar con sus congéneres.

Sabía con certeza que surgirían problemas.  La experiencia le había enseñado con toda claridad que llevar una vida sosegada y serena era suficiente motivo para el conflicto. “Conflicto para las mujeres, es la falta de conflicto”, era una de sus particulares teorías, según ella comprobada. Un canon muy importante era el de no hablar de más, pero tampoco menos.  Era necesario encajar el decir y el actuar dentro de ciertas precauciones y sobre todo, debía haber consonancia.

Por ejemplo, admitir que ella se sentía mas sabia y mejor físicamente ahora que a sus veinte años, que tenía una vida familiar armónica, que su marido la adoraba, que sus hijos, dos varones por fortuna, eran fáciles y serenos, que no tenían problemas económicos, que tenía una casa hermosa y ya saldada e incluso, que el perro jamás le había destrozado un zapato, eran suficientes razones para que enfilaran sobre ella todos los misiles femenino y se encendiera una segura guerra al cabo de poco tiempo.

Tenía que buscar, como en las cuentas, un saldo rojo y como entre cazadores, un buen disfraz para el despiste. Levantar un rumor sobre algún punto enrarecido en su vida. Estaba convencida que eso sería suficiente para iniciar además de un trato cordial y de respeto, una buena distracción entre sus compañeras. Inició un plan ligero. Sabía que el encuentro a la hora del almuerzo de manera constante, sería inevitable. No le gustaba planear sobre la idea de una enfermedad y tampoco que fijaran la atención en su entorno familiar. Todas las baterías debían entonces apuntar hacia ella. Era necesario arrojar desde un principio el drama en ese nido de “urracas”, que solo engullendo chismes se serenaban.

Se inventaría un amante, era muy fácil. Tan solo un guiño disimulado en el momento apropiado, un comentario tremendista y jocoso de ella, la “nueva” de la oficina. Debía desaparecer de vez en cuando o imbuirse en el teléfono y sembrar la idea con falsos pretextos, de falsos textos, de un falso “extra” de sexo. Calmaría a la bandada que estaría feliz con el bocado. Las tranquilizaría a costa de ella, de su propia reputación. Sería su anzuelo, pero también su salvación.

Nuevo Circo

Por Ángela Hernández

El caos  se había adueñado de Caracas, no había nadie que al parecer pudiera parar esta situación que estaba generando pánico entre los habitantes. Desconcertados no podían creer lo que sus ojos se toparon aquella mañana de octubre: un centauro en pleno centro de la ciudad.

Atravesando la Avenida San Agustín la gente se preguntaba atónita: “¿De dónde salió?”; “¿Quién lo podrá detener?”

Recorría las calles y aceras destruyendo casi todo a su paso. Sus poderosas patas ganaban terreno en el asfalto con facilidad. Se disponía a cruzar destinos en busca del lugar que le pertenecía, ya que una cita de centauromaquia lo esperaba en el Nuevo Circo, desde hace siglos atrás.

Era difícil detenerlo porque su paso marcaba la furia entre el cuerpo de un rápido caballo y la de un hombre racional que buscaba, entre la Avenida Bolívar y San Agustín, la batalla que había marcado su destino para darle fin a una larga historia.

Luego de esquivar ágilmente a policías, quitar de su paso a vendedores ambulantes y a mujeres enardecidas por la novedad que se estaba presentando en Caracas, el centauro logró finalmente llegar a su destino. Tras tirar la puerta del Nuevo Circo abajo, aún parado sobre sus patas traseras, fue capaz de contenerse y golpeó a la puerta con una de sus manos para hacer una entrada triunfal.

La sorpresa fue que allí, en medio de esa desolada plaza, los siglos habían pasado y con ella las batallas y encuentros que ahí se habían pautado. No había público ni nadie que celebrase su llegada, todo era un cambio que no podía explicarse.

El centauro, imperturbable frente a la realidad que le golpeaba la cara, se abrió paso entre los sueños para volver al espacio griego al que siempre perteneció.

Nueva vida

Por Amanda Pérez

—Prométeme que no te quedarás…—le había dicho Vicenta unos minutos antes de cerrar los ojos para siempre.
Pancho no pudo responderle, simplemente la observó mientras moría. Era verdad, no podía quedarse, pues ahora estaba totalmente solo… como le había pasado ya tantas veces.
Los hijos de Vicenta, Carlota, Marianela y Ricardo, llegaron al día siguiente. Pancho ya los conocía, pero los notó diferentes. Sus caras, feas de por sí, tenían una expresión nueva; no era dolor, no era tristeza… era avaricia. No habían enterrado a Vicenta y ya se estaban peleando por la casa, por los muebles, por las joyas, por las cortinas, por las plantas del jardín.
Pancho los observaba en silencio. Él sí estaba triste; Vicenta había estado con él durante más de treinta años. Ahora estaba solo y tendría que empezar de nuevo, pero sentía que no tenía valor.
Los días pasaron y las peleas siguieron. Marianela y Ricardo habían destruido la vajilla italiana de Vicenta en un ataque de furia. Se habían lanzado los platos el uno al otro hasta que no quedó ni el platico de los postres. Carlota ya había vendido más de la mitad de las joyas de su madre y pensaba comprarse un carro nuevo. Eso sí, todos vestían la ropa más negra que se ha conocido, porque estaban de luto, de eso no hay que olvidarse.
—¿Qué vamos a hacer con él? —chilló Carlota, señalando a Pancho.
—¿Yo qué sé? Ese bicho ni habla—le respondió su hermana.
—Habrá que soltarlo—dijo Ricardo—. Yo no me lo puedo llevar a mi casa.
—Ayer vi una receta de sopa de loro…—sugirió Carlota.
Los hermanos se miraron unos a otros y luego rieron a carcajadas dignas de una película de terror de bajo presupuesto. Esto alteró a Pancho; había pasado los días más tristes de su larguísima existencia en una especie de limbo, pero el hecho de que pensaran comérselo era demasiado. Tenía que despertar y comenzar de nuevo.
A las siete de la mañana Carlota bajó dispuesta a comenzar la preparación de la sopa de loro. Abrió la jaula, pero no pudo agarrarlo porque el cuerpo de Pancho comenzó a quemarse ¡A quemarse!
—¡Se quema el loro! —gritaba Carlota desesperada.
En segundos, Pancho había quedado reducido a cenizas. En absoluto y total estado de shock Carlota, Marianela y Ricardo habían botado los restos del loro mudo por la ventana.
Pancho renació en la madrugada. No era fácil ser un ave fénix en un mundo lleno de seres malvados -aunque Vicenta había sido la excepción-. Menos mal que ningún humano sabía que las aves fénix podían cambiar su forma a voluntad, quién sabe qué les harían si se enteraran. Ahora Pancho tendría que convertirse en otro tipo de ave… una guacharaca no parecía mala idea por el momento.
Carlota, Marianela y Ricardo dejaron la casa de su madre al otro día. Nunca llegaron a su destino porque un montón de guacharacas chillonas persiguieron el vehículo y lo picotearon hasta que Carlota perdió el control.
El carro, que rodó barranco abajo, se incendió. Todo quedó reducido a cenizas.

Monstruos bajo la cama

Por María Eugenia Contreras

Ya habían pasado dos años y él aún no cumplía su promesa. Fue una de las dos únicas cosas que le exigió firmemente durante 42 años.

Fue mucho antes de esa hermosa mañana de septiembre cuando se dijeron el sí delante de Dios, de amigos y familiares, absolutamente convencidos, casi con la seguridad del mejor clarividente, de la vida plena y feliz que les esperaba y del hogar soñado que iban a formar y que en efecto habían formado.

Tuvieron dos hijos propios y uno adoptado - nacido del corazón solían decir -, una casa hermosa, diseñada por los dos y construida como todo lo demás, con el trabajo de un dúo que siempre funcionó como uno.

Le habría podido perdonar casi todo. Adela estaba convencida que con los años los inconvenientes se sopesan frente a las consecuencias a largo plazo de las decisiones tajantes y definitivas y siempre las primeras quedaban disminuidas. La singular y principal prohibición inquebrantable repetida por 42 años fue justamente en la que él tuvo la osadía de caer… “lo único que no puedes hacer Roberto, es tener la desfachatez de dejarme viuda”, le decía siempre. Y fue exactamente lo que hizo.

Así nada más un día como cualquier otro, no despertó y quedo medio sonreído con el ridículo pantalón bombacho que usaba de pijama alabando por años la supuesta comodidad de la prenda.  A su lado, caído de la mano derecha, uno de sus siempre frecuentes libros de historia mitológica y fantasía que solía leer y releer. Maravillosas historias atrapaban sus páginas, que leídas por Roberto eran mágicas; por años estudió tanto sobre el tema que era toda una autoridad, al punto que sus nietos curiosos sobre esos asuntos no dudaban en someter sus dudas al estudio de Roberto más que a los libros y documentales; su abuelo era como una especie de Juez que sentenciaba con su tono rotundo las esperadas respuestas cuya certeza era incuestionable.

Dos años habían pasado, la casa se vendió para que Adela no se sintiera sola, pero ¿quién entendía que no era soledad? No estaba sola, estaba incompleta. En sumas y restas había pasado más años con Roberto que sin él, en toda su vida.Ahora no se identificaba con nadie, sus hijos vivían su mundo de rutina agitada, sus nietos eran como alienígenas que aunque manifestaban cariño eran seres ajenos por completo que estaban en otra dimensión.

No sabía dormir en la cama completa, ni cocinar nada en medida que no fuera para dos, nadie completaba sus frases, nadie entendía su sarcasmo adulto y de poca vergüenza como él que reía siempre con sus comentarios, en nadie confiaba para preguntar cómo se veía y subirse el cierre de los vestidos era casi contorsionismo, adicionalmente fallido por la osteoporosis. Había perdido “el filtro” de la educación cuando hablaba con la gente y atentando contra la prudencia dejaba escapar sus opiniones de lo que fuera y con quien fuera, comer era aburridísimo y bañarse daba tedio.

Pero cumplía con sus deberes humanos porque Roberto no podía continuar con su segunda falta, dos años eran demasiado. Él vendría a buscarla como habían quedado en caso de esas emergencias, así que había que estar bañada, perfumada y bonita.

Por años, a la hora de ir a la cama, luego de compartir con su esposa las lecturas fantásticas de sus libros, Roberto bromeaba cuando tocaban el tema de la muerte, quizá para sacudirse de esos pensamientos poco felices de quedar separados en mundos distintos. Ante la petición de Adela,  sostenía “claro pedazo e’ loca que vendré a buscarte…me traeré a la criatura que menos te gusta de mis libros, saldré debajo de cama, para matarte del susto y llevarte conmigo mientras me vuelvo a morir de risa sólo de ver tu cara”.

Roberto, en juego o no, siempre fue un hombre de palabra; seguro algo lo estaba deteniendo un poco, pensaba Adela, así que esa noche y cualquiera en realidad podía ser la noche.

Con los mismos nervios de aquella mañana de septiembre, aguardaba en su cama, a ver sí salía Roberto debajo de la cama acompañado de un Bahamut -sin duda el más feo, raro, incomprensible y aterradora criatura de sus libros-  para asustarla y llevarla con él. Así que, en su lecho, luego de ensayar sus mejores caras de asustada frente al espejo, despidió con un ruido irreverente las buenas noches de los nietos, pintó sus labios de un suave cereza y cerró sus ojos, esperando a Roberto y a su monstruo debajo de la cama, para cruzar a su mundo y estar completa de nuevo.

Mis vecinos fantásticos

Por Patricia Ruiz

Esto  ocurrió cuando estaba pequeño; voy a contar todo tal como lo percibí en ese momento, con la inocencia de un niño de 10 años;trataré de evitar los prejuicios de adulto que ahora padezco.

Vivía en un edificio en las afueras de la ciudad, cuando llegaba del colegio tocaba todos los intercomunicadores del edificio; me deleitaba escuchando las voces de todos los vecinos molestos al descubrir la travesura.

Subía corriendo a casa en el piso 3 y luego de almorzar hacía las tareas para salir a pasear en mi bici por la cuadra. Un día al pasar por el piso 2 escuché una voz grave que me llamaba desde el apartamento 2A.

- ¡Muchacho!

Bajé un par de escalones de una sola zancada para ver quién me llamaba. La puerta estaba entreabierta; respondí desde el pasillo; la voz me pidió que me acercara y le hiciera un favor:
– Necesito que me traigas algunas frutas y pescado fresco del mercado, te daré buena propina.

Esa última frase atrajo mi atención.

- Tengo que almorzar, ¿me espera un rato?- dije con evidente ansiedad.
- Está bien, te espero.
Corrí hasta mi casa; mi abuela ya tenía el almuerzo listo; comí rapidísimo y bajé. Me paré en el pasillo, ya casi iba a tocar la puerta del 2A cuando escuché la misma voz:
- Toma, trae 5 kilos de pescado y todas las frutas que puedas.

Me dio cuatro billetes, eso era mucho dinero, seguro me podría quedar con el vuelto. Llegué con los 5 kilos de pescado del camión que lo vendía fresco en la otra cuadra y muchas frutas del abasto que estaba al voltear la esquina. Toqué la puerta con los pies, tenía las manos y brazos ocupadísimos con bolsas. La puerta se abrió; estaba el señor de la voz grave parado detrás de una barra alta que le daba a la cintura; sólo podía ver su torso, tenía puesta una camisa muy ancha.

Recostada en un sofá estaba una hermosísima señora con una bata rosada y las piernas arropadas con una cobija de retazos.

- Gracias, eres un buen muchacho, por favor quédate con el cambio y vete, te volveré a llamar si te necesito, ¿te parece?

Asentí con la cabeza y con una sonrisa salí corriendo de ese apartamento que tenía un aspecto extraño pues casi no tenía enseres ydespedía un ligero olor a zoológico. Los días siguientes pasaba despacio por el primer piso para atender al llamado del vecino inmediatamente, pero fue  cuatro días después que volvieron a requerir mi ayuda para el mismo pedido: pescado y frutas.
Fui corriendo a comprar, esta vez tenía como motivación adicional a la propina la curiosidad de conversar con los vecinos. Al llegar estaban ambos en la misma posición de la vez anterior, sus poses parecían estudiadas.

Quise acercarme al señor para darle la mano, pero él me pidió que no lo hiciera. Mientras retrocedía de forma torpe tropezó con algo, esto me asustó, lo que hizo que la señora se volteara bruscamente dejando caer la cobija que cubría sus piernas. No pude disimular mi asombro al ver que la cobija ocultaba una gran cola de pez: era una sirena.

La cola se movía lentamente de arriba abajo mientras la hermosa señora comenzaba a llorar, sin decir ni una palabra pero con mucho miedo en su rostro. No podía dejar de verla, enseguida sentí en mi hombro una gruesa mano que me forzó a voltear, era el señor, pero casi me desmayo cuando veo que sus piernas, ¿o patas?, eran de un animal: un centauro. Quise correr pero el señor no me soltó, cubrí mi rostro con mis manos y comencé a llorar de miedo. Me dejaron llorar.

- Cálmate, sé que estás asustado, cuando te sientas más calmado me avisas, quiero contarte sobre nosotros – dijo el centauro amablemente, cargó a la Siena y la llevó al baño a una tina.

Pasaron todo el resto de la tarde contándome como llegaron allí y lo pronto que se iban; la misma persona que los dejó allí los iba a buscar ese fin de semana, había fallado la logística, por eso tuvieron que recurrir a mí para que los auxiliara. Me permitieron visitarlos todos los días que estuvieron ahí, pude verla a ella comer pescados enteros; él a pesar de ser carnívoro se había habituado a comer sólo frutas, por seguridad. ¡Hasta me dejaron tomarles una foto!

Habían sido capturados en su hábitat, eran utilizados en inimaginables y excéntricos circos por los que pagaban mucho dinero. Sólo estaban de paso mientras reparaban los lujosos tráileres donde solían viajar. Se fueron ese fin de semana, de madrugada, nadie los sintió, tal como llegaron.

La foto la revelé con la propina que me habían dejado, aún la conservo como uno de mis más valiosos tesoros.

viernes, 2 de mayo de 2014

Los horrores marinos

Por Luis Mieres

    -¡Veo una cola! –gritó Herman desde el palo mayor de la Betsy-.¡Una cola a estribor!

En el castillo de popa, el capitán Melville hizo girar el timón en la dirección señalada mientras gritaba órdenes a los marineros para que bajaran las lanchas. Herman, desde su punto privilegiado encima de todos no perdía de vista al cachalote que pronto llenaría sus toneles con su preciado esperma. Aunque no iba a participar en la cacería –todavía era un marino novato-, al menos vería con lujo de detalles el ritual completo.

    -¡Estermont venga y tome el timón! –ordenó el capitán.

El primer oficial Estermont lo reemplazó en el timón de inmediato mientras que el capitán llamaba a sus tres arponeros: Jhon, Billy y Roland. Una vez las lanchas estuvieron listas, los tres arponeros y el capitán dirigiendo cada uno un grupo de remeros abordaron sus lanchas y bajaron al nivel del mar para comenzar la caza. Herman les siguió desde el palo mayor y sin perder de vista en ningún momento al cachalote, cuya blanca cola –<<que rara es>>, pensó el joven marino-sobresalía del mar como una punta de flecha.

Herman había visto ballenas antes en el museo marítimo de Nantucket, en Massachussets; recordaba que los cachalotes tenían las aletas dorsales de la cola en forma triangular, y no en forma de flecha. Aquello era bastante extraño, aunque no le dio mucha importancia, pues en seguida siguió con más interés las cuatro lanchas y sus héroes que iban en pos del extraño cachalote.

La lancha del capitán Melville era la que más se había adelantado a la cola del leviatán, mientras que las de Billy, Roland y Jhon comenzaban a abrirse para flanquear a la bestia.

Herman se había fijado, con más extrañeza, que sólo la cola del cachalote era lo que salía a la superficie. Nada se había visto de su cabeza y a la luz de aquel día soleado le costaba ver la silueta del cachalote bajo el mar. Y eso que tenía muy buena vista.

Con todo y eso, vio como el capitán Melville era el primer en lanzar su arpón, el cual se clavó de lleno en un costado de la enorme cola blanca del cachalote, quien en seguida comenzó a moverla de un lado a otro al percibir el dolor. Ya las otras lanchas se disponían a lanzar sus arpones cuando, de repente, del fondo del mar surgieron unos enormes tentáculos. Herman observó atónito, igual que los marinos restantes en la cubierta de la Betsy, que lo que habían tomado por unaballena no era otra cosa que un calamar gigante.

    -¡Es un kraken! –gritó Herman lleno de horror.

El joven marino vio como cuatro de los tentáculos, cual serpientes marinas, comenzaron a aferrar las lanchas que le atacaban, mientras que el resto atrapaba a los aterrorizados marinos y los sumergía bajo una tumba de agua quien sabe si a parar al fondo marino o peor, a la panza del Kraken.

Herman no pudo evitar llenarse de horror ante lo que estaba viendo,preguntándose si había sido sensato haber elegido la vida de marinero. Había oído historias –mitos- sobre los calamares gigantes en las tabernas de Nantucket, pero jamás les había prestado más atención que a los borrachos. Sí el mar escondía una criatura tan fantástica como aquella ¿Qué otros horrores no se esconderían bajo la superficie a la espera de atrapar a unos incautos como lo habían sido ellos? No señor, si la Ira del Kraken no se volvía hacia la Betsy, en cuanto regresara a Nantucket elegiría otra profesión.

Al cabo de un momento cesaron los gritos de terror y los rugidos de la bestia. De las lanchas y sus tripulantes sólo quedaban tablas y unos cuantos náufragos a la deriva. No había rastro de los arponeros y mucho menos del capitán. Herman buscó señales del Kraken, pero éste ya se había ido, sumergido en las profundidades con más de la mitad de aquellos que le habían tomado por cachalote en la panza o la bolsa. Estermont, abajo en el timón, puso el barco en dirección a los naufragos y dio tareas para que los rescatasen. Sin arponeros ni capitán, y sin lanchas, ya nada tenían que hacer en el mar.

-Volvamos a casa muchachos –dijo Estermont en tono sombrío.
Herman, todavía en el palo mayor se compadeció de los que se habían hundido, y comprendió que no volvería a ver el mar de la misma manera, oh no.

Las quimeras de Turba

Por Cristina Bolívar

Esta historia ocurre en el siglo XIX, un tiempo en que nuestros indios y negros eran utilizados como esclavos, época donde se desbordaba la desagradable actitud de maltratar, donde los amos y los dueños de las haciendas humillaban a estos seres como objetos de su propiedad. Todo esto ocurría en Ciudad Bolívar.

La noche extendió su manto negro sobre aquellos lugares y en el río Orinoco se reflejaba la luna llena. Empezó a llover, la lluvia se hizo torrencial y el viento aullaba cada vez más fuerte. Parecía que todo llegara a su fin, y así lavar el lugar de tantas impurezas humanas.

En medio de la furia de la tormenta, los negros aprovechaban para reunirse y hacer sus ritos. Había un jefe llamado Josefo, se caracterizaba por ser el más iracundo y agresivo, dispuesto a enfrentar a sus amos.

La fuerza del movimiento de las corrientes del río y de la lluvia, la mezcla de estos elementos pareció serenar el corazón de Josefo y disminuir su agresividad. Se volvió, encendió dos velas anchas y grandes, y los demás unas más pequeñas. Josefo acerco una botella de aguardiente con pan, queso y aceitunas. Se sentó con el resto del grupo que lo esperaba; estaban sentados en forma de círculo, y dijo amablemente:

- Son todas mis provisiones. Hazme el favor, hermano mío, de compartirlas conmigo.

Todos cenaron sin hablar, acompañados por los sonidos del viento y la lluvia.
           
Después de comer, la mulata más linda y deseada por todos, pero también bravía llamada Turba, buscó y sirvió tazas de un aromático líquido, y para todos tabacos.

Josefo y Turba a través de sus ritos se transformaban; muchos imaginaban estar lejos de los grandes señores.

Luego Turba se inclinó a la orilla del turbulento río. Josefo que la miraba calló y lanzóun suspiro, también estaba transformado como si fuera otro ser del más allá; lanzó un desesperante grito, cuyo eco cubría toda la selva.

Turba será la quimera que saldrá de la mano con Josefo a vengar las maldades de los señores. Su vida significaba la lucha y el sufrimiento.

Y así una quimera piensa que en el fondo de las aguas del poderoso río Orinoco está sepultada la tierra, que en el silencio de la noche se convierte en vegetales, luego en animales y luego en hombres.  Mientras sus almas se perdían en ese laberinto, el resto de sus compañeros comenzaron sus ritos, a quemar hierbas,  a tocar el tambor; bailaban y lloraban.

Josefo y Turba jadeaban sintiéndose poderosos, y detrás los demás que decían, “¡vamos por ellos!, ¡vamos por ellos!”. En eso se encontraron al perro de los amos que estaba remojado, y como el animal los conocía los siguió por todo el camino.

Turba gritaba y gritaba como que su aliento fuera una llamarada de fuego en contra de los amos, y tras ella iba Josefo, el perro, algunos de los negros; otros dormitaban la borrachera.

Turba envuelta bajo lo hipnótico de sus quimeras se dijo: “Aquel lugar es sólo de unos pocos”. Josefo no la dejaba de mirar, y se dijo: esa negra, bajo sus quimeras es de unos pocos, y también ese sitio es de otros.

Ya iba amaneciendo, miró hacia las nubes que se mezclaba con el dorado brillo de los rayos del sol.

Escuchó una voz en su interior que le decía: “¡Allí!”

Las lamias

Por María Gabriela Valero

11:00pm. Noche de conga, guaracha, rumba y guaguancó, “nos vamos pal Maní que el maní es así”, dijo La Princi tumbando sus caderas.

No se hicieron esperar los choques de manos, el grito de victoria y las carcajadas resonantes de Mimi y Sammi. Adelantando el triunfo nocturno, sacan sus últimos cigarrillos y la media botella de Cacique, se la pasan entre sí, no importa si es puro, mejor aún, aumenta la intensidad de la noche.

En plena avenida Libertador esperan su taxi, maestro fiel que les daba el aventón a donde sea, siempre y cuando haya intercambios de cualquier tipo, esta vez planeaban darle un beso cada una.

Las tres se ven abriendo una ventanita que les aseguraba sólo el día de mañana, el después no existía por ese instante. Ineludiblemente rumbas y aventuras van de la mano, “hay que vivir la vida y hacerle pagar a ellos lo que nos hacen”, asoma Mimi, “prepárense que esta noche es larga”, completa Sammi.
11:30pm. Unos cambios de luces hicieron acercar a las chicas al Malibu.
-          Querido, nos hiciste esperar… con tono fulminante le habló Princi.
-          Mami pero estamos cerca del Maní,  ¡ponte el cinturón es lo que es!
-          ¡Ya! Deja tu charla y muévelo.

12:00pm. Llegan a El Maní. La Princi guiña su ojo sombreado volteando a ver a sus compañeras. Regalan besos sin ganas al taxista acordando hasta la próxima, que sería antes que raye el alba.

Matices sonoros gobernaban el reconocido Maní, que por cierto ocultaban inagotables temas expuestos sobre  la barra, las mesas, las esquinas y los baños.

Las chicas sonreían ante el rotundo goce que olfateaban allí, enloquecidas por el desfile masculino; se cargaron de swing para llevarse a cualquiera a la pista, porque después no sería cualquiera, sino aquél hombre fácil de robar.

2:30am. Suficiente licor en la sangre reflejaban los tipos no difícil de identificar en estas mujeres entrenadas para la seducción, rapidez y la astucia carterista.

La Princi reinaba por su abundante melena y detonantes trapos fingiendo poca osadía en el baile para que así los tipos se le acercaran más a su cuerpo pudiéndole sacar al último la cartera.

El timbrar de los hombros de Sammi trastornó a unos cuantos dándole chance de agarrar lo ajeno.

Y Mimi, desde aquella sumisión improvisada atrapó al tipo solitario de la barra, sacándole unos billetes marrones a través de unos besos compartidos.

2:45am. Ahora son ellas quienes hacen cambio de luces, La Prince había cantado la zona al taxi, éste sin demorar en llegar las recibió: “esas son las mías, mis lamias”. 

Las hadas

Por Paola Salcedo

Dormía tranquilamente sobre una hoja de árbol en un bosque de Italia. Respiraba pausadamente como si no quisiera despertar. El brillo de su tez iluminaba su rostro. Su púrpura cabellera la adornaba una pequeña flor blanca. Su nariz era tan fina que parecía pinchar. Y sus pestañas no eran tan pobladas pero sí suficientemente arqueadas. Todo esto en un cuerpo de veinte centímetros cubierto de un corto traje blanco con lunares de color verde.

A la luz del día se pueden ver estos detalles, pero cuando la noche cubre la tierra el hada es percibida sólo como una luz que deambula por las calles en busca de un próximo seguidor para llevarlo hasta su aposento. He aquí cuando consigue a Domenico Bartoli, un borrachín que, pese a su aspecto desaliñado, viste de traje elegante, zapatos Gucci y huele a Armani ligado con Amaretto.

Doménico se tambalea por las aceras de Roma, mientras el hada, con un cuerpo robado de 1,70 centímetros, lo sigue hasta un callejón donde el borrachín cae dormido por los efectos del alcohol. Mientras él babea el cemento seco, ella trata de abrir sus ojos con el polvo con el que envuelve a cada una de las personas que invita a su paraíso. Él se levanta y la sigue. Parecía sonámbulo.

Bartoli despierta amarrado en el tronco de un árbol. Trata de desatarse de las gruesas enredaderas, pero es en vano. De pronto miró a su alrededor y se encontró rodeado de muchas pequeñas luces.

-¿Qué esto? ¿Dónde estoy?- expresó Doménico.

-En el Paraíso de las hadas- le susurró en el oído derecho una de las pequeñas luces-. Te desataremos- le dijo otra por el oído izquierdo.

Una vez desatado, Domenico Bartoli se vio en un ambiente de enormes árboles, flores multicolores por doquier y un riachuelo sin ruido de color azul oscuro.

“Respiro tanta paz”, pensó Bartoli.

Luego sintió desde lejos una gruesa voz que lo llamaba, él no le prestaba mayor atención; la voz seguía insistentemente como si quisiera sacarlo de donde se encontraba.

Y así fue, Domenico comenzó a escuchar la voz cada vez más cerca, así que pronto reabrió sus ojos; esta vez, se encontraba en el callejón donde se había quedado dormido.

-¿Se encuentra bien?- le preguntó un policía.

-No sé, ¿dónde estoy ahora? - le respondió Doménico confundido.

-Señor ¿de verdad usted está bien?- insistió el policía.

Ante la insistencia del policía Domenico se levantó, se observó y se percató que sólo vestía de calzoncillo y medias de color gris.

-Creo que lo han robado- le dijo el policía.

La vida eterna es un poco retorcida

Por Andrés Merchán

—     ¡Hijito ven a dormir ya es tarde! – exclamaba la mamá de Javi cansada.
—     Mami pero no tengo sueño no es justo, déjame jugar un rato más -respondió Javi enseguida.
—     Sí no te duermes la lamia vendrá por ti
Apenas su mama dijo esa frase Javi siguió jugando soltando una carcajada extenuante.
*
Maldigo a Hera, no hay noche que no sueñe con ella, esa perra celosa mató a mis hijos hace 9400 años cuando vivía en Grecia y me acostaba con su esposo.  Resulta que un día el pendejo de Zeus se lo contó y no pasaron dos minutos y ya había salido del Olimpo a buscarme, llegó a mi casa cuando yo como vaina rara de esa época estaba rumbeando por Santorini.

Apolo y Miguelito –de 11 y 13 años respectivamente- estaban viendo televisión en la casa, cuando de pronto Hera forjó la puerta y los mató con una espada que le había comprado a mi abuelo Poseidón.

Seguido de eso me condenó a no poder cerrar más los ojos para obsesionarme con la muerte de mis hijos; no dormí como por 200 años.

He vivido mucho, seguro se preguntarán cómo lo hice; lo que sucedió fue que años después de lo de mis hijos estaba comprando pan de cebada y vino puro en el mercado socialista de Atenas y me encontré al poco hombre de Zeus, se sentía tan mal por lo de Apolo y Miguel que me concedió el don de inmortalidad y juventud eterna; agrego que resolvió el problema de mis noches largas con la capacidad de quitarme los ojos de la cara para poder descansar. 

Los últimos 1500 años me he vuelto algo celosa, odio a los niños, me dan rabia, su inocencia parecida a la de mis dos hijos me entristece; ya no puedo tener un niño cerca, si se encuentra en un perímetro próximo a mi persona puedo llegar a devorármelo  sin compasión alguna.

Hera me transformó en un monstro, soy una antisocial. Hasta esta fecha -19 de mayo del 2014-, he consumido 245 infantes entre 9 y 13 años, y no porque sea mala, sino que pienso, sí a mí me mataron a mis carajitos, por qué los demás deberían de vivir happy.

Para la fecha he vivido en 34 países -Argentina, Inglaterra, Nueva Zelanda, entre otros- de los cuales sólo en 33 de ellos me buscan. En el único que estoy limpia es en el actual, Venezuela, y no porque no me he comido unos cuantos niños, sino que en este país las cosas se manejan de forma irregular, las muertes son tan comunes y los policías tan corruptos que casi ningún caso se investiga.

Hoy es 21 de mayo del 2014, el día está caliente, la pepa de sol está heavy y no me deja pensar. Para este día  prometí que estaba pautado mi último descuartizamiento infantil; un niño de 11 años que se la pasa por La Florida, es igualito a Apolo, con los mismos ojos azul cielo, y el mismo pelo despeinado con detalles amarillos al sol.

Mi plan es sencillo, cuando él suba por la calle Pedroza a las 8:05 am a comprar empanadas –como todas las mañanas-, lo interceptaré por la calle Los Mangos y en un abrir y cerrar de boca lo único que quedará serán sus converse blancos que suele lucir todos los días. Ahí estaba, subiendo a su peculiar paso de tortuga, y para desgracia de mi teoría traía unos vans rojos en sus pies.

Me encontraba en la esquina de Los Mangos, a unos 3 metros de la acera mal diseñada de 70 cm de ancho por donde el niñito de catire pasaría en 1 minuto; la ansiedad característica de los instantes antes devorarme a un niño aumentó considerablemente, ya lo sentía en mi boca, triturándose bajo mis dientes mitológicos y siendo consumido de forma veloz.

Apenas paso por al frente le grite “¡Niño!”, cuando su cabeza giró noventa grados a la dirección en la que me encontraba, no le dio tiempo ni de parpadear cuando mi lado salvaje y feroz ya lo había desaparecido de la esquina entre la calle Pedroza y la calle Los Mangos, créanme cuando les digo que ese ha sido uno de los niños más ricos que he comido.

Hace 3 semanas que me metieron preso, esta vez intenté comerme a un hijo de un gobernador –no cumplí mi promesa-, y las cosas no resultaron como lo esperaba, cuando abrí mi boca y mi estómago ya estaba preparado para disfrutar el banquete, un policía coño e’ su madre me disparó en mi pierna antigua, me atraparon.
Fui condenado a lo que llaman una cadena perpetua en la cárcel para mujeres de Santa Ana, pero no estoy muy preocupada, de igual forma estoy segura que saldré dentro de unos 200 años y acabaré con todos los hijos de estas guardias penitenciarias.
*
—Buenos días hijo, ¿cómo amaneciste? –dijo la mamá de Javi en la cocina.
—Bien mamá, hablé paja con la lamia un rato en la madrugada –respondió Javi con un tono sarcástico.

La venganza del cíclope

Por Elsa Urtado

El rey Ulises regresaba con sus hombres a su reino de Ítaca, después de la guerra de Troya. Tras varios días de navegación llegaron al país de los cíclopes, terribles gigantes que tenían un sólo ojo y vivían como pastores.

Ulises desembarcó junto a doce de sus hombres. Recorriendo el lugar descubrió una enorme cueva. Era la casa del cíclope Polifemo.

Entraron a la caverna, y no había nadie, porque Polifemo estaba fuera con su rebaño de ovejas. Al atardecer, Polifemo llegó con una carga de leña enorme para preparar la cena y tapó la entrada con una piedra muy pesada.

Cuando se percató de la presencia de los intrusos se enojó mucho y les dijo que jamás saldrían de allí, que se los comería uno a uno.

Ulises planeó  algo,  temió por su vida y la de sus compañeros. Para ganarse la confianza del cíclope le dijo que le habían traído un obsequio, y le regaló todo su vino y sus provisiones. Polifemo comió y bebió hasta hartarse, y después, se quedó profundamente dormido.

Ulises meditaba cómo escapar de allí. Si mataban al gigante nadie podría mover la piedra de la entrada y quedarían atrapados en la cueva. Así que pensó en otro plan: le quitarían la vista al cíclope mientras dormía.

Encendieron el extremo de un tronco y lo clavaron en el único ojo de Polifemo. El grito de dolor del cíclope retumbó en toda la caverna. Furioso,  Polifemo se puso a buscar a tientas tratando de atrapar a alguno de los griegos que lo habían cegado.
El enorme cíclope grita y llora preguntando cuál es su nombre,  a lo que éste contesta que se llama Nadie. Cuando el resto de cíclopes preguntan que le ha ocurrido,  este responde: “Nadie me ha cegado”,  por lo que los ciclopes le toman  por loco.

Polifemo quitó la piedra de la entrada para tentar a Ulises y a sus hombres a escapar. Luego se paró en medio de la entrada de la cueva, y con sus manos tanteaba todo a su alrededor, dejando salir sólo a los animales. Los griegos se escondieron bajo las ovejas, y mezclándose con ellas, consiguieron salir.

Rápidamente se embarcaron en su nave y antes de huir Ulises grita:   “Puedes decirle a todos que Ulises de Ítaca te derrotó”.

Polifemo se dio cuenta de que habían escapado y los siguió hasta la costa. Les arrojó una piedra enorme que cayó muy cerca del navío haciendo una gran ola.  Se agitó el mar por la caída del peñasco,  y las olas al confundirse con la resaca,  empujaron nuevamente la nave hacia el continente y la llevaron a tierra firme.  Pero Ulises tomando con ambas manos un larguísimo botador,  la echó de nuevo al mar y ordenó a sus compañeros,  haciéndoles con la cabeza una silenciosa señal,  que apretaran con los remos,  a fin de librarse de aquel peligro.  Encorvándose  todos  empezaron a remar,  y así  el cíclope no pudo impedir que escaparan.

La paz vuelve a establecerse en el reino.  Pero lo que Ulises no sabía era que el padre del cíclope  Polifemo era Poseidón,  Dios del mar,  a donde Ulises se dirigía…

La ninfa

Por Amira Romero

Se adentra en el bosque a pesar de las advertencias de los pueblerinos, la curiosidad se apodera de su cordura, el afán de querer investigar todo aquello extraño para el ser humano lo lleva en la sangre; excusa perfecta para romper reglas.

Observa minuciosamente cada detalle de tan maravilloso y tenebroso bosque; deduce que la extraña oscuridad, a pesar de un sol resplandeciente, es debido a los árboles frondosos e inmensos. Es inevitable poder ver las hojas, si se pudiera apreciarlas serían las caídas y marchitas.

Mira hacia abajo para mirar que estilo tendrían esas hojas, raro, nada hay en la tierra, ni una mísera hoja, pareciera ser que una persona barre todo el bosque para tenerlo impecable, pero es imposible que todo a su alrededor, hasta en lo más lejos que puede ver no haya ninguna hoja.

 Sigue su camino aún más fascinado por la extraña condición del bosque; llega hasta un poso de agua adornado con piedras preciosas a su alrededor, se acerca unos pasos para admirar la brillantez de dichas piedras, en eso algo sale del lago.

El investigador se da unos pasos hacia atrás por inercia. La cosa se muestra como una bella mujer con alas al parecer de hadas, pero no es un hada cualquiera, es la criatura que los pueblerinos mencionaron, una ninfa de agua, la protectora del bosque.
El investigador se acerca lentamente hasta el ser mágico considerando que es inofensivo por su belleza y la luz que irradia en su cuerpo.

La ninfa mira con ternura a esa criatura de aspecto inocente, flota ligeramente por el agua hasta llegar a él, extiende su mano, como ofreciéndole a que la tomara, él sin pensarlo dos veces la toma, siente un calor agradable, mientras cierra los ojos se deja llevar por esa sensación de seguridad y calidez, pero cuando los abre nota que está en el medio del pozo.

-¡Auxilio! -grita desesperado el investigador-.!Me ahogo, no sé nadar!

Mientras lucha por su vida, ve como la infame ninfa sonríe con satisfacción.
La ninfa deja de reírse cuando el investigador, un pequeño niño aficionado por la investigación de las cosas rara, se hunde en el pozo sin fondo.

-Otro más para mi colección- dice y ríe maquiavélicamente.

La nave de Homero

Por Ybelisse Colina

Sintió la luz del sol lacerando su cara. Hacía tiempo ese era su despertar de rumbos inciertos con el hambre de compañía. Trató de acomodarse entre los escombros de lo que fue el bar al que consideró como su casa. Uno que otro transeúnte le daba unas pocas monedas o algo de comida y a veces tenía que peleársela a los perros sin dueño que andaban por el lugar.
Hoy se ha sentido nostálgico. Lágrimas furtivas han mojado su sucio rostro de larga barba. Toda  su vida regresó en un momento y se volvió a dormir…
—Tenemos  nuevos compañeros de trabajo - comentó Luisa, una de las secretarias, al resto del personal de la oficina.
El jefe les presentó a tres ingenieros recién graduados. Dijeron sus nombres: Hernán, Luis, pero el que causó mayor impacto fue Ulises Bravo.
Carlos, uno de los más antiguos allí, sugirió ir a un sitio para oír música, charlar y darles la bienvenida. 
Llegó el viernes de la cita, las muchachas estaban eufóricas, la noche prometía. El bar, llamado La Nave de Homero no tenía buen aspecto y adentro era todavía peor, pero decidieron no aguarle la fiesta a los muchachos y tomaron una mesa cercana a la pequeña tarima.
Transcurridas unas horas se apagaron las luces, quedando sólo una que iluminaba el escenario. Aparecieron dos féminas trajeadas con vestidos tipo sirena en color verde brillante. Ambas de larga cabellera oscura y excesivamente maquilladas, parecían gemelas. Eran las hermanas Sirenne que cantarían boleros y baladas románticas.
Recorrieron con la mirada al público  y una de ellas, Ligia, fijó sus ojos en Ulises. Este sintió un escalofrío recorrer su cuerpo y supo que a partir de ese momento todo en su vida cambiaría. La contemplaba embobado, su voz le parecía el más dulce sonido y hasta la imaginó junto a él amorosamente.
Todo esto fue notado por sus compañeros así como por un caballero que lo observaba desde la barra. Ulises se levantó para ir al sanitario  y al pasar junto al hombre éste le dijo: “amigo, tenga cuidado con la cantante, esa mujer es una chupasangre. Esta nave no tiene mástil de donde amarrarse para oír el canto de las sirenas sin peligro”.  Luego se levantó y se fue.
El resto del tiempo lo pasaron hablando sin mucho ánimo; decidieron irse, a las muchachas no les agradó que Ulises no les prestara atención.
Ésta fue la única salida de ellos; el enamoramiento de Ulises por Ligia Sirenne fue como una maldición tanto para él como para el grupo de trabajo. La que había sido una oficina modelo de eficiencia se convirtió en un lugar insoportable donde nadie quería estar. Amigos que se enemistaron, unos que se fueron y otros, los de mayor antigüedad, que solicitaron su retiro.
El personal quedó reducido a lo indispensable. Pero la transformación más notoria fue la de Ulises: el que era el ingeniero más atractivo de la oficina se había convertido en un viejo prematuro, descuidado en el vestir y peor aún en un borracho. Iba diariamente a La Nave de Homero para ver y oír a las Sirenne; y aunque la relación con Ligia no avanzaba se estaba endeudando por hacerle regalos costosos a las hermanas. De ellas nadie ni los dueños del bar sabían nada y cuando estaban con Ulises  los tres se limitaban a mirarse como en trance hipnótico.
La junta directiva de la empresa decidió cerrar la oficina. Ulises fue despedido pero el dinero que recibió por su liquidación junto con el producto de la venta de su carro no alcanzó para cubrir sus deudas. El propietario del apartamento que tenía alquilado le pidió que lo desocupara y así se encontró un día sin tener donde vivir, sin trabajo, sin nada. Trató de pedirle ayuda a los dueños del bar y estos, por causa de sus deudas, no lo recibieron, además le informaron que las hermanas Sirenne se habían ido sin explicación alguna para nadie. Días después supo que La Nave de Homero había sido vendida y que el nuevo dueño pensaba derribar la edificación lo más rápido posible.
Se encontraba en la última etapa de su vida, pero no sentía miedo ni arrepentimiento. Había amado  a quién no debía, a un ser imposible pero no le importaba. Se las arregló para vivir, si a eso se le podía llamar así, entre los escombros del bar que aún no habían caído del todo; allí donde la vio y conoció el dolor de amar.
Hoy ha sentido temblar su cuerpo debido quizás a la falta de alimento;  y cada vez que ha cerrado los ojos aparece el rostro de Ligia sonriéndole.
Sabe que su final se acerca, recuerda la advertencia recibida en este mismo sitio en donde hoy su magro cuerpo descansa, y con las pocas fuerzas de que dispone dice en voz queda: “nunca quise amarrarme a ningún mástil para resistir tu canto Ligia, yo sabía que estar contigo era acercarse más y más a la antesala de la muerte. Aquí estoy, llévame contigo”. Escuchó el batir del oleaje de su mar imaginario. Llegó la noche y entró en aguas profundas. Todo fue silencio.

La mujer convertida en pantera

Por Isabel Carrión

La pantera olfateaba todo a su alrededor en busca de comida, su hambriento rostro daba mucho que decir. Al ver que no encontraba nada se montó en un árbol a esperar su primera presa.

Luego de un buen rato, al ver que no pasaba nada, decidió bajar y recostarse en el tronco donde se quedó dormida; un rayito de sol se clavó en su cara, fue como un milagro: empezó a transformarse en una mujer alta, rubia y de ojos azules, no lo podía creer, movía sus brazos, caminaba, sonreía, hablaba, y además podía volar.

Continuó su camino, en busca de algo más que la hiciera sentir no como un animal sino como mujer, sentía que su tiempo era corto y quería disfrutar el tiempo perdido; continuaba su recorrido.

Sentía un agotamiento que la debilitaba cada vez más, su garganta se resecaba, sus pasos empezaron a debilitarse; no quería volver a ese mundo de años atrás, donde su casa había sido la selva, la oscuridad y la sobrevivencia. No pudo más y se desmayó.

La tarde empezó a oscurecer. Aquella pantera que se había convertido en mujer, permanecía en el suelo, sin aliento, sin alma, desbastada

De pronto se escucharon unos pasos, era un hombre de unos 40 años, delgado,  de contextura recia con refinada expresión, quien llevaba puesta en su hombro una bacula y quien montaba a caballo.
Se sorprendió de ver aquella mujer tirada en el medio del camino; era hermosa, se acercó la tomó en sus brazos y le dio a tomar agua de su cantimplora. Sus ojos se clavaron en los de ellas y dije me estremezco deseándote en la intimidad.

Se besaron y en segundo sus cuerpos empezaron a transformarse en dos panteras, siguieron  su camino hacia la selva, donde vivieron felices para siempre.

La herencia de Aqueronte

Por Daniel Rivillo

“Me da pena, siento una gran vergüenza, aunque del todo no sea mi culpa”, se le corta la garganta y continua “¿Cuándo se nos fue esto de las manos?, maldigo mil veces ese día en que comenzamos a creernos más que ellos, y terminamos siendo menos”.

El policía lo escucha con detenimiento, solamente la incomodidad de estar sentado en un banquito con espacio para media nalga lo saca de concentración. No oculta su molestia de interrogar al sobreviviente en una de las celdas más pequeñas e incomodas de la comisaría. “Ok, no estoy del todo claro ¿Quién inicio esta carnicería?”, pregunta el policía, “¿quién de ustedes se levantó una buena mañana y se dijo a si mismo, oye ¿Por qué no matamos al pueblo vecino?, es una buena idea para comenzar un domingo, ¿Quién comenzó?, dime”.

Sus manos estaban cubiertas por una película compuesta de fluidos corporales, sangre, agua y barro. Aún sin conseguir valor suficiente para ver a su interrogador a los ojos tragó aire y viendo una cruz grafiteada en la pared agarró fuerzas para hablar. “¡Ay!, que dolor”. Se agarra el estómago con sus guantes de codicia.  “Fue el río, fue su terrible influencia sobre nosotros,  él nos mostró sus riquezas y a la vez nuestras debilidades”.  “¿Quieres decirme que el río los asesinó?, estás definitivamente demente”.  El sobreviviente se levanta de la silla. “¿Estoy demente?”, le pregunta al policía en voz alta, pero esta vez mirándolo directamente. “Si es así como dices, puedes explicarme ¿por qué  las comisarías de ambos pueblos no les avisaron a ustedes que las cosas entre El Potrerito y Santelmo se estaban poniendo difíciles?”.  “¿Qué riquezas hablabas sobre el río? “, le pregunta el policía. “Oro, y del bueno, ¿de qué más crees que estoy hablando?”. Suelta una sonrisa irónica  “¡Oro!, ¿acaso consiguieron una mina en uno de los pueblos y el otro iba y se lo robaba?”. “No, peor que eso, el oro venia del mismo río que nos dividía. Un buen día de sequía, hace un año, cuando el nivel de agua estaba bajo, alguien de El Potrerito que caminaba por la parte que había quedado seca, encontró piedritas de oro, y todo el pueblo se lanzó a buscarlos, y losacaron en grandes cantidades.  El problema empezó cuando  los vecinos de Santelmo fueron a sacarlo del lado de su orilla y no encontró ni un gramo y cuando quisieron cruzar el afluente la gente de El Potrerito no les dejó. Eso molestó mucho a los de Santelmo, ya que históricamente eran dos pueblos hermanos. La época de lluvia llegó y el río volvió a crecer. La gente no consiguió más mineral. Estaban deseosos que llegara la próxima sequía y el verano llegó, para nuestra desgracia llegó, ¡maldita sea¡, llegó”. Rompió a llorar.

Los dos policías deciden salir a respirar aire fresco. “No es del todo cierto lo que él dice, nosotros sí recibimos una llamada del comisario de El Potrerito”, comenta en voz baja. “¡Lo sé José!, no continúes”, grita. “¿Por qué me callas?, te incomoda que pudimos hacer algo para evitar esta tragedia. Sabes bien que ellos nos pidieron armas sin que les pidiéramos explicaciones”. Antonio quedó atónito. “Lo importante aquí es que no se las dimos”. “¡No Antonio!, lo importante aquí es que debemos decir la verdad, mucha gente murió, nosotros sabemos muy bien lo que pasó, no hace falta interrogarlo. La gente de  ese pueblucho esperó la siguiente sequía y no pudieron creer que esta vez el oro terminó depositado en la orilla de Santelmo, ellos creyeron que les echaron un embrujo para quitarles el tesoro que les pertenecía y decidieron invadir a su vecino, para reclamar lo que era suyo por derecho”.

“!No joda¡ José, si hace falta interrogarlo, él es el único hombre de El Potrerito que sobrevivió a la invasión a Santelmo, tiene mucho que decir, regresemos y terminemos”.

Esta vez la cara del hombre estaba pálida y su mirada no se despegaba de la figura de la cruz.

“¿Tienes idea de los años de cárcel que te vienen?, te vas a morir en la celda”, le pregunta José. “No es a la justicia del hombre a la que temo, por mis acciones me he ganado el infierno y para allá voy. Antes de que ustedes llegaran al río, Dios me habló y me pidió que ejecutara mi pena, y así lo hice, es muy tarde para que puedan hacer algo”. Acto seguido el hombre cae al suelo y empieza a gritar del dolor, restregando su cuerpo contra el piso, tras cinco minutos de dolores infernales su cuerpo cede a la pena capital divina y muere.

La autopsia de ley certificó la muerte del hombre por hemorragias internas, dentro de su sistema digestivo encontraron piedritas de oro que lo habían desgarrado por dentro.

Esta vieja historia me la contó mi abuela, para recordarme de lo que es capaz el hombre cuando pone primero la ambición al corazón, dejándolo ciego y sin alma. Y ahora yo cargo con la cruz de mi abuelo. Estaba escrito que él sobreviviera para contar su charla con Dios, y es a ese mismo Dios al que decidí dedicarle mi vida entera como cura, y bajo las aguas de este río maldito, el río Aqueronte. Juro que el demonio no se volverá a manifestar para contaminar nuestras almas.

La hacienda

Por Yadyra de Paz y Miño

Habían viajado tanto que lo único que querían era llegar. La excesiva humedad y los 40ºC que hacían provocaban un sopor permanente que fastidiaba, no entraba brisa alguna por la ventana abierta de la camioneta - blanca doble cabina - que intentaba acelerar la ruta entre sobresaltos, “ya falta poco”, había dicho su padre en repetidas ocasiones, pero el camino parecía no entender esa frase y la selva cada vez se ponía más espesa.

Ariadna no entendía por qué había dicho que sí a ese viaje tan absurdo que la sacó de su comodidad en la gran ciudad, ya no era la niña de antes, era adolescente, tenía fiestas y amigos, había cumplido los 15, ¿por qué le era tan difícil entender eso a su padre? Aunque en el fondo de su ser, Ariadna sabía que no era mucho lo que ella podía hacer cada vez que a su padre se le ocurría uno de aquellos viajes…

Pegó su rostro a la ventana en un intento de refrescarse y miró de reojo a Javier. Su hermano parecía tan emocionado con este viaje como su papá. “¡Bah! Hombres”, se dijo a si misma e intentó desviar su atención hacia afuera, hacia esos árboles gigantes que topaban el cielo, esa vegetación tan espesa que podría tragar un ser humano sin dar pistas de sobrevivencia, esos caminos tan similares unos a otros que parecieran repetirse cada tramo.

Sus ojos comenzaron a entrecerrarse debilitando su estado de alerta, cuando de pronto un movimiento inusual atrajo su atención; aletargada, creyó ver algo volar entre las raíces de los árboles, fue cuestión de segundos que lo vio moverse de un lado al otro, un ser pequeño, más pequeño que un niño, no era un ave, estaba segura de eso, aunque notopaba la tierra ni las raíces simplemente volaba a esa altura. Sintió un estremecimiento por todo el cuerpo y se quedó por momentos sin habla, porque juraría, aunque sea por esos mismos segundos, que ese ser tan diminuto la miró igual.

Ariadna se frotó los ojos, se enderezó en su asiento y tomó coraje para mirar de nuevo,esta vez completamente alerta. Frunció su seño molesta por lo incrédulo que se oiría contar lo que acababa de ver y porque Javier seguramente se burlaría de ella. Prefirió callar… en su lugar preguntó a su padre cuánto faltaba para llegar, sabía su respuesta de antemano: “ya falta poco”.

Tan pronto como arribaron a la casa grande de madera - construida en plena hacienda que su papá había comprado meses atrás con Javier, durante uno de aquellos viajes que no pudo acompañarlos-,  Ariadna bajó de la camioneta apresurada, casi no recorrió la casa, buscó el que sería su cuarto, desempacó, vistió sus botas de caucho, tomó un palo de madera y salió decidida: tenía que descubrir lo que vio en el camino. No en vano se la conocía por su carácter temerario y aventurero, muy pocas cosas la amedrentaban y esto estaba muy lejos de parecerse a sus exámenes de química.

Javier sin entender muy bien ese arrojo decidió acompañarla, era muy pronto para recorrer el terreno selvático que circundaba la hacienda; intentó en vano disuadirla de los posibles peligros, así que antes que se alejara más resolvió llevar un machete consigo.

Cruzaron el primer estero con mucha dificultad, porque las lluvias habían botado parte del puente improvisado. Prefirieron cruzar a pie el arroyo empantanado que los hundía de lodo hasta las rodillas. Pasaron los pastos donde tenían al ganado campeando y llegaron hasta el final del último potrero; había un cerco de madera con alambres de púas que dividía claramente los potreros de la selva, daba la impresión que el cerco estaba ahí más para impedir que algo ingrese, antes que cuidar del ganado.

Ariadna miró esa selva profunda que se extendía por hectáreas innumerables hasta el río grande, la misma selva que parecía tragar senderos infinitos pero que ahora la invitaban a entrar; sintió de pronto el mismo estremecimiento que había sentido en el camino, sintió tan clarito que la observaban y se detuvo antes de entrar.

Javier comprendió entonces todo: “Bienvenida hermanita, al Bosque de los Elfos”.