Por David García
El camino transpiraba una sequedad anormal. Habían caminado durante días que ya ni podían contar por lo largo del viaje. Los árboles amontonados no permitían dejar ver el horizonte, así que tenían que andar abriendo paso durante todo el trayecto. Animales, insectos y el espíritu de la naturaleza los acechaban, pero había algo más. A lo lejos apenas se podía distinguir una figura natural, muy esperada, y conocida sólo por los guías originarios: “Era la madre de todas las aguas”.
Era el tepuy Rora como comúnmente lo llamaban los pemones. Había sido el objetivo más codiciado por los nuevos visitantes, y el secreto mejor guardado por los nativos. El agua que tanto les hacía falta se encontraba tentativamente en la entrada de la cueva; ya eran seis días de caminar sin aprovisionarse, sin descansar más que sólo una noche, todo esfuerzo en un intento de conseguir la fuente del oro amazónico.
-Cuando lleguemos a la entrada de la cueva podemos descansar un poco- dijo con un aire de esperanza el indio pemón.
-No te preocupes por descansar- dijo Alonso, el capitán de navío-. Hemos sacrificado hombres y muchas fuerzas para llegar hasta aquí, lo menos que deseamos es descansar.
- Pero necesitamos agua capitán, el camino dentro de la cueva será largo y sus hombres no resistirían tal viaje.
- Está bien, pararemos un momento- replicó con desanimo.
Los españoles se sentaron por un momento, se quitaron el peso que habían llevado durante días y dejaron a un lado las armas; el nativo pemón aprovechando la circunstancia se alejó un poco, tocó unas de las paredes de la cueva para impregnarse de tierra y agua, se embadurnó parte de su cuerpo pretendiendo alcanzar la gracia de un ser supremo arrodillándose a la espera.
Las paredes de la cueva empezaron a sudar agua sin impresión alguna de los nuevos visitantes, poco a poco el líquido vital los inundaba con pequeños charcos. El aire frío y denso comenzó a ser más húmedo afectando la respiración de algunos.
El indio continuaba hablando su lengua nativa mientras que los españoles intentaban no caer en pánico ante tales anormalidades, sus plegarias eran cada vez más y más insoportables, lo que parecía una simple petición se convertía en gritos de un agonizante atormentado.
Toda la cueva se estremeció rápidamente causando una leve alteración en el pulso de los espectadores que ya no podían mantener el equilibrio de sus cuerpos. Muchos tras haber luchado por sostenerse de las paredes de la cueva se rendían y caían. Lentamente el agua los fue absorbiendo sin mucho dolor.
-¿Indio qué sucede? – preguntó en un último instante el capitán.
-Son ellos, ya he pagado mi deuda.
Antes de terminar la plegaria el rastro de los españoles había desaparecido. Lentamente el agua volvió a su cauce y el aire recuperó su frío sentir.
-¡He recuperado mi vida! -gritó el nativo.
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