Por Rosángela Nieves
Casi culminaba el año 453. Yo sabía que antes de que eso ocurriera mi nombre quedaría imborrable en la historia. Sería inmortal. Mi deseo de inmortalidad no estuvo en mi alma hasta ese momento; él me hizo desearla, cuando la apartó de mi lado y la tomó para sí.
Nuestra infancia duró mientras Roma mantenía el pacto con los hunos, para defender las fronteras romanas de otros bárbaros. Así pasé nueve años en tierras hunas.
Nunca me agradó que él considerara al mundo su escenario personal; azotaba a los pequeños animales que merodeaban las inmensas llanuras de Rávena, donde crecimos.
-¡Vamos Flavio! Si no practicas con los gorriones, los becerros y las ardillas ¿cómo esperas vencer enemigos más fuertes y astutos? Debemos prepararnos. Mi tío no será nuestro rey por siempre, ni tu padre caballero por toda la eternidad.
-No creo que estas criaturas deban pagar, Atila. Si se me llegase a presentar un verdadero enemigo, la fuerza me será dada por el Señor y surgirá de mí.
-¡Bah! Ustedes los romanos creen en ese Dios para que los ayude a ganar todo el tiempo, y cuando no lo hace les sirve para justificar sus derrotas. Son flojos e ingenuos –se quejó. Percibí en él un tono algo triste y de molestia, como sintiendo pena de que yo, siendo su amigo, pudiera creer semejantes tonterías.
Caía la noche sobre nosotros y nos disponíamos a volver a nuestras respectivas tiendas. Era una temporada lluviosa, nuestras botas de piel nos protegían muy bien, pero al mojarse con los charcos se volvían pesadas y entorpecían nuestro regreso.
-No seas cobarde, no es más que agua –me dijo sin siquiera voltear a verme, sabía que me preocupaba.
-¡Ayúdame Atila!
Yo había caído en un pozo con una mezcla de barro muy pesado, ocupado por un enorme sapo. Antes de intentar sujetarme de la mano de mi amigo, tuve la dolorosa sensación de haber cometido algo terrible, algo de lo que me arrepentiría más adelante. Ignorábamos que, tanto para mí como para Atila, lo que estaba a punto de sucederme determinaría nuestros destinos.
Cuando volví en mí me encontraba en la tienda, parecía bien entrada la mañana del día siguiente.
Mi amigo estaba a mi lado, sus negros y brillantes ojos estaban fijos en mi antebrazo; a pesar de tener la piel del color de la arena se veía bastante pálido. Le pregunté qué había ocurrido.
-Fue una secuencia extraña –me dijo-, te caíste en el charco del sapo enorme, apenas alcanzaste a llamarme mientras te desmayabas y tienes una gran mordida de serpiente en la muñeca.
Esa fue la última conversación que tendríamos desde niños.
Sentía como si mil serpientes me hubiesen inyectado su veneno, estaba prácticamente inmóvil. Pero el dolor no duró demasiado; me recuperé esa misma noche, aunque no me sentía igual: estaba cargado de una fuerza extraordinaria, los ojos me pesaban pero no como quien tiene sueño, y mi aliento era tan caliente que juro que pude haber lanzado fuego.
Mi gente y yo partimos la tarde siguiente a Roma, se había pausado el pacto, pues los bárbaros habían sido desplazados.
Así el destino me separo de Atila por un tiempo, pero nos volveríamos a encontrar en numerosas batallas, fiestas y burdeles.
Al crecer me convertí en un elegante Caballero, como mi padre. Conservaba el orden que debía tener un romano para tomar decisiones, pero también poseía la fuerza y la astucia propia de los hunos. Pero este hombre valiente en el que me convertí no sólo se lo debo a mi preparación militar y bárbara: aquella mordida en las llanuras de Rávena me convirtió en una creatura excepcional; podía acabar con mis enemigos de sólo verlos si les guardaba un profundo odio, mis palabras podían iniciar guerras, incendiar aldeas enteras con mi aliento. Era el basilisco de Roma, el pequeño Rey, y nadie conocía mi secreto.
Sólo utilizaba mis habilidades para alcanzar el bien del Imperio de Occidente; quería restituir a Roma, devolverle la importancia y admiración que tuvo una vez.
Sabía que Atila continuaba siendo despiadado, pero ya no con animales: sus batallas se tornaban cada vez más sangrientas y llegó a convertirse en el Rey de los Hunos. Sin embargo, nuestra amistad perduró varios años, hasta que fijó su atención en Honoria, la hermana de Valentiniano, ahora Emperador. Era la mujer más hermosa que había conocido, la amaba desde mi juventud, aunque sabía que yo no le agradaba demasiado, Roma no le gradaba demasiado.
Yo no quería poseerla. Me encantaba que fuera inalcanzable, casi intocable; era una batalla que no buscaba ganar ni perder, para que nunca terminara. Así sería siempre mía, en la distancia.
-Aecio, adivina a quién ha desposado Honoria – me dijo Teodorico con tono irónico, en una fatídica noche.
-¿Honoria desposar? No puede ser, no le agrada nadie en Roma.
Me miró con una ceja medio levantada y una ligera sonrisa.
-Ha desposado a Atila. Le envió una carta rogándole que venga a buscarla. Su hermano entró en cólera, esta misma noche se la llevó.
Fue ese el momento en que la fuerza salió de mí como si estuviera hipnotizado; mi mente se nubló, estaba enceguecido, comencé a andar mientras un sexto sentido me guiaba hasta mi enemigo; esa noche Atila sería mi presa. Ni la lluvia, ni los charcos, ni la noche detuvieron mi paso esta vez.
Finalmente allí estaba él, en su lecho, con mi Honoria. Al sorprenderlo lo torturé con mi mirada unos segundos, la fuerza salía de mí y era incontrolable. Él sangraba por la nariz.
Sabía que había terminado la batalla por la mujer que amaba, a costa de la inmortalidad.
Sufriendo la pena de no haberlo hecho por el Imperio, sino por mi causa personal, desde entonces soy quien derrotó a Atila, Rey de los hunos.
Casi culminaba el año 453. Yo sabía que antes de que eso ocurriera mi nombre quedaría imborrable en la historia. Sería inmortal. Mi deseo de inmortalidad no estuvo en mi alma hasta ese momento; él me hizo desearla, cuando la apartó de mi lado y la tomó para sí.
Nuestra infancia duró mientras Roma mantenía el pacto con los hunos, para defender las fronteras romanas de otros bárbaros. Así pasé nueve años en tierras hunas.
Nunca me agradó que él considerara al mundo su escenario personal; azotaba a los pequeños animales que merodeaban las inmensas llanuras de Rávena, donde crecimos.
-¡Vamos Flavio! Si no practicas con los gorriones, los becerros y las ardillas ¿cómo esperas vencer enemigos más fuertes y astutos? Debemos prepararnos. Mi tío no será nuestro rey por siempre, ni tu padre caballero por toda la eternidad.
-No creo que estas criaturas deban pagar, Atila. Si se me llegase a presentar un verdadero enemigo, la fuerza me será dada por el Señor y surgirá de mí.
-¡Bah! Ustedes los romanos creen en ese Dios para que los ayude a ganar todo el tiempo, y cuando no lo hace les sirve para justificar sus derrotas. Son flojos e ingenuos –se quejó. Percibí en él un tono algo triste y de molestia, como sintiendo pena de que yo, siendo su amigo, pudiera creer semejantes tonterías.
Caía la noche sobre nosotros y nos disponíamos a volver a nuestras respectivas tiendas. Era una temporada lluviosa, nuestras botas de piel nos protegían muy bien, pero al mojarse con los charcos se volvían pesadas y entorpecían nuestro regreso.
-No seas cobarde, no es más que agua –me dijo sin siquiera voltear a verme, sabía que me preocupaba.
-¡Ayúdame Atila!
Yo había caído en un pozo con una mezcla de barro muy pesado, ocupado por un enorme sapo. Antes de intentar sujetarme de la mano de mi amigo, tuve la dolorosa sensación de haber cometido algo terrible, algo de lo que me arrepentiría más adelante. Ignorábamos que, tanto para mí como para Atila, lo que estaba a punto de sucederme determinaría nuestros destinos.
Cuando volví en mí me encontraba en la tienda, parecía bien entrada la mañana del día siguiente.
Mi amigo estaba a mi lado, sus negros y brillantes ojos estaban fijos en mi antebrazo; a pesar de tener la piel del color de la arena se veía bastante pálido. Le pregunté qué había ocurrido.
-Fue una secuencia extraña –me dijo-, te caíste en el charco del sapo enorme, apenas alcanzaste a llamarme mientras te desmayabas y tienes una gran mordida de serpiente en la muñeca.
Esa fue la última conversación que tendríamos desde niños.
Sentía como si mil serpientes me hubiesen inyectado su veneno, estaba prácticamente inmóvil. Pero el dolor no duró demasiado; me recuperé esa misma noche, aunque no me sentía igual: estaba cargado de una fuerza extraordinaria, los ojos me pesaban pero no como quien tiene sueño, y mi aliento era tan caliente que juro que pude haber lanzado fuego.
Mi gente y yo partimos la tarde siguiente a Roma, se había pausado el pacto, pues los bárbaros habían sido desplazados.
Así el destino me separo de Atila por un tiempo, pero nos volveríamos a encontrar en numerosas batallas, fiestas y burdeles.
Al crecer me convertí en un elegante Caballero, como mi padre. Conservaba el orden que debía tener un romano para tomar decisiones, pero también poseía la fuerza y la astucia propia de los hunos. Pero este hombre valiente en el que me convertí no sólo se lo debo a mi preparación militar y bárbara: aquella mordida en las llanuras de Rávena me convirtió en una creatura excepcional; podía acabar con mis enemigos de sólo verlos si les guardaba un profundo odio, mis palabras podían iniciar guerras, incendiar aldeas enteras con mi aliento. Era el basilisco de Roma, el pequeño Rey, y nadie conocía mi secreto.
Sólo utilizaba mis habilidades para alcanzar el bien del Imperio de Occidente; quería restituir a Roma, devolverle la importancia y admiración que tuvo una vez.
Sabía que Atila continuaba siendo despiadado, pero ya no con animales: sus batallas se tornaban cada vez más sangrientas y llegó a convertirse en el Rey de los Hunos. Sin embargo, nuestra amistad perduró varios años, hasta que fijó su atención en Honoria, la hermana de Valentiniano, ahora Emperador. Era la mujer más hermosa que había conocido, la amaba desde mi juventud, aunque sabía que yo no le agradaba demasiado, Roma no le gradaba demasiado.
Yo no quería poseerla. Me encantaba que fuera inalcanzable, casi intocable; era una batalla que no buscaba ganar ni perder, para que nunca terminara. Así sería siempre mía, en la distancia.
-Aecio, adivina a quién ha desposado Honoria – me dijo Teodorico con tono irónico, en una fatídica noche.
-¿Honoria desposar? No puede ser, no le agrada nadie en Roma.
Me miró con una ceja medio levantada y una ligera sonrisa.
-Ha desposado a Atila. Le envió una carta rogándole que venga a buscarla. Su hermano entró en cólera, esta misma noche se la llevó.
Fue ese el momento en que la fuerza salió de mí como si estuviera hipnotizado; mi mente se nubló, estaba enceguecido, comencé a andar mientras un sexto sentido me guiaba hasta mi enemigo; esa noche Atila sería mi presa. Ni la lluvia, ni los charcos, ni la noche detuvieron mi paso esta vez.
Finalmente allí estaba él, en su lecho, con mi Honoria. Al sorprenderlo lo torturé con mi mirada unos segundos, la fuerza salía de mí y era incontrolable. Él sangraba por la nariz.
Sabía que había terminado la batalla por la mujer que amaba, a costa de la inmortalidad.
Sufriendo la pena de no haberlo hecho por el Imperio, sino por mi causa personal, desde entonces soy quien derrotó a Atila, Rey de los hunos.
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