sábado, 26 de abril de 2014

Animales en Casa

Por Verónica Figarella

Decidí mirar al interior de la habitación cuando no quedó más por hacer. Cuando la única salida era aquella puerta al final del corredor sin luz.

El agotamiento de las millas que nadé tomó por completo mi cuerpo. Mis brazos pegados al suelo, yacían incapaces de moverse por sí solos, y mi pecho lleno de aire sin dióxido de carbono guardaba con celo el peso de los recuerdos de encuentros con gorilas, tigres, elefantes y dragones, que salían a mi encuentro cada vez que yo intentaba caminar por aquel pasillo. Mis piernas no respondían a las instrucciones de mi cerebro y permanecí sentada frente a la puerta hasta que el tiempo se volvió relativo y sólo pude sentir deseos de salir de aquel laberinto.

Afortunadamente siempre hubo una distracción no planificada, una opción a mi entender divertida, que se mostraba como tentación recurrente albergando una excusa perfecta, para evitarme el encuentro con lo desconocido detrás de la puerta.

Muchas veces, el corredor anterior al cuarto al que temía, no mostraba con claridad el camino a seguir, y yo tropezaba justo antes de la entrada cayendo en algún baño o estudio inesperado, distrayéndome del rumbo que había comenzado.

Para dicha mía, en aquellos cuartos alternos pasé horas tramando mi salida definitiva,  lo que yo misma bauticé como la estocada final contra los monstruos del pasillo. Fue así como me armé de artefactos indispensables en la lucha contra animales peligrosos -  (un arco y muchas flechas, vendas para  heridas y carnada para  bestias - y los cargué siempre conmigo.

La casa que contenía estas habitaciones no tenía mucha ventilación. Pero cuando la neblina densa de la madrugada húmeda la tomaba por sorpresa ella la dejaba entrar prefiriendo estar oscura, lúgubre y llena de rocío, para así evitar que quienes la habitábamos nos encontráramos tan seguido.

La tarde en que me tocó comprar los víveres sentí mucho valor y decidí cruzar el río a nado. Lo hice contra la corriente durante veinte minutos y sentí  pasar diez años de espera. Sin importar mi esfuerzo la corriente me trajo una y otra vez a la misma orilla y fui perdiendo mi ropa, mis armas y mis deseos de comer en el camino. De vuelta por última vez a la orilla emprendí la caminata de regreso a casa.

Se me hizo interminable aquel metro, y recordé a la pereza que una vez  mostró en mi jardín la gracia de la paciencia resignada, y a quien yo, irreverente e infantil, descarte por lenta y falta de ritmo ¡Cómo me habría gustado retroceder el tiempo y aprender de ella si quiera la gracia de sus movimientos!
Llena de culpa lenta, pesada y acumulada, usé la rabia como muleta. Me arrastré hasta la entrada de la casa y continué deslizándome al ras del piso  hasta llegar a la puerta de mis temores. No me importó haber perdido las flechas, la carnada y las vendas, sólo tenía hambre, deseos de vida nueva, de especies alternativas y ajenas a la humedad tenue de la casa.

Mi cuerpo anhelaba el sol de mayo, la brisa de septiembre y el amor que las hojas de cerezo rosado predicaban sobre mi espalda. Mi alma había llegado a su extremo oscuro y por primera vez en muchos años vi el rostro de la alegría escaparse a la esquina de mi ojo derecho.

Fue así que decidí buscarla sin más miedos, sin temor a las bestias que la precedían  y con la certeza de poder resistir la tentación de entrar “por accidente” en habitaciones contiguas. Abrí por fin la puerta de mis angustias y  allí estaba ella, gloriosa, iluminada, voluptuosa y mundana. Tomo mis partes cansadas, me dio el carbono que necesitaba y me permitió cabalgar lo estupendo de su lomo y tomar las riendas de su piel. Era ella, la centáuride de mis sueños, la que estando escondida en mi alma jamás dejó que las bestias me tocaran.

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