Por Francisco Soto
La madre sirena trajo al mundo a su nueva hija con dolor y regocijo cuando el volcán rugió. La exhalación volcánica era el acostumbrado aviso milenario de la naturaleza anunciando a todos los seres la llegada de esta vida muy especial. Así había sido siempre y ésta no sería la excepción.
En el mar había alegría y expectativa porque la llegada de Lunarcita, como la madre sirena la llamó, coincidió con una noche alumbrada por una gran luna llena en medio de un cielo limpio, puro y estrellado; presagiaba esta conjunción de signos celestiales un evento significativo de acuerdo a los postulados ancestrales del libro sagrado de las sirenas.
Y si en el mar había júbilo, en la tierra la hormiga reina oyó también al volcán emanar furor estremeciendo con su fuerza a toda la tierra. Sus cenizas y su humareda llenaron el ambiente penetrando los diferentes conductos y cavidades del hormiguero y despertando a toda la colonia.
Entonces la hormiga reina supo que era la señal. Había llegado el momento. Debía presentar sus respetos a la nueva sirena y debía hacerlo en la forma como sus antepasados lo plasmaron en el texto de la roca azul desde los comienzos del mundo para honrar los nacimientos de las más nobles sirenas.
Encargó a su hijo menor, el bravo soldado Amílcar, la tarea de presentar a la madre sirena la hoja mágica para su vista y reconocimiento.
Sólo la hormiga reina guarda en su habitación la roca azul, encontrándose depositada dentro de esta piedra la hoja mágica y el libro de la colonia en la que se enumeran todos y cada uno de los integrantes del hormiguero con su respectivo linaje.
La hormiga reina tenía la orden preciosa de asentar sus nombres en las noches de luna nueva sobre una hoja de olivo bañada en el mar con la asistencia, el consentimiento y el beso de la madre sirena; todo esto realizado con secretismo para velar por la correcta permanencia de la colonia en el planeta.
Pues bien, ese tesoro y ritual místico, símbolo de alianza y admiración entre las hormigas y las sirenas y de respecto entre la tierra y el mar, debía ser trasladado con sumo cuidado por Amílcar; pero sucedía que, muy adherido a la tierra, nunca había visto el mar y tampoco sabía nadar.
Sin decir ninguna palabra a nadie y tratando de vencer sus miedos para no contrariar los designios de la roca azul y de su madre, Amílcar labró con rapidez en varias horas y con la ayuda de los sabios ingenieros marinos una balsa chica con madera robusta y sólida, parecida a la que utilizó su tío en el gran viaje a la isla rosada.
Una vez terminada la misma y recibida la hoja mágica en evento solemne y formal acaecido en el seno de la colonia, Amílcar a solas con su espada, alguna comida y corazón atrevido, se adentró en el ancho mar en procura de la madre sirena y de Lunarcita.
Sucede que durante el accidentado trayecto el joven soldado fue embestido por una gran tormenta: lluvia, relámpagos, truenos, olas inmensas e infranqueables, remolinos intensos lo azotaron, extraviándose en el mar, sin conocerse su situación.
Dado que en aquella ocasión el cometido divino no fue cumplido, la hormiga reina y la colonia lloraron y siguen llorando lamentando la infausta tragedia.
La madre sirena sin embargo, también sometida a una profunda tristeza, tan pronto pudo llevó a Lunarcita a saludar a sus aliadas las hormigas como gesto único ante semejante muestra de valor. Homenajeo con toda clase de regalos y emociones al soldado caído.
Quienes aún murmuran en el muelle dicen que algo insólito habrá de pasar.
A partir de ese día, cada vez que los pescadores regresan de la faena diaria observan al lado de sus barcas cansadas a las hormigas que van todas las noches hasta la orilla del mar rogando por el regreso de su hermano perdido; oraban solidariamente sin parar, sin importar la arremetida violenta y nocturna de las olas en la playa y como si el camino y la esperanza fueran alumbrados por los ojos brillantes de aquel combatiente.
Mientras, en las profundidades abismales, en lo más hondo e insondable del mar, Lunarcita ante el concejo de sirenas y ante su madre en voz alta prometió que al verlo llegar, al aparecer, sin pensarlo, sin aviso alguno, la naturaleza temblará, pues con Amílcar se ha de casar.
La madre sirena trajo al mundo a su nueva hija con dolor y regocijo cuando el volcán rugió. La exhalación volcánica era el acostumbrado aviso milenario de la naturaleza anunciando a todos los seres la llegada de esta vida muy especial. Así había sido siempre y ésta no sería la excepción.
En el mar había alegría y expectativa porque la llegada de Lunarcita, como la madre sirena la llamó, coincidió con una noche alumbrada por una gran luna llena en medio de un cielo limpio, puro y estrellado; presagiaba esta conjunción de signos celestiales un evento significativo de acuerdo a los postulados ancestrales del libro sagrado de las sirenas.
Y si en el mar había júbilo, en la tierra la hormiga reina oyó también al volcán emanar furor estremeciendo con su fuerza a toda la tierra. Sus cenizas y su humareda llenaron el ambiente penetrando los diferentes conductos y cavidades del hormiguero y despertando a toda la colonia.
Entonces la hormiga reina supo que era la señal. Había llegado el momento. Debía presentar sus respetos a la nueva sirena y debía hacerlo en la forma como sus antepasados lo plasmaron en el texto de la roca azul desde los comienzos del mundo para honrar los nacimientos de las más nobles sirenas.
Encargó a su hijo menor, el bravo soldado Amílcar, la tarea de presentar a la madre sirena la hoja mágica para su vista y reconocimiento.
Sólo la hormiga reina guarda en su habitación la roca azul, encontrándose depositada dentro de esta piedra la hoja mágica y el libro de la colonia en la que se enumeran todos y cada uno de los integrantes del hormiguero con su respectivo linaje.
La hormiga reina tenía la orden preciosa de asentar sus nombres en las noches de luna nueva sobre una hoja de olivo bañada en el mar con la asistencia, el consentimiento y el beso de la madre sirena; todo esto realizado con secretismo para velar por la correcta permanencia de la colonia en el planeta.
Pues bien, ese tesoro y ritual místico, símbolo de alianza y admiración entre las hormigas y las sirenas y de respecto entre la tierra y el mar, debía ser trasladado con sumo cuidado por Amílcar; pero sucedía que, muy adherido a la tierra, nunca había visto el mar y tampoco sabía nadar.
Sin decir ninguna palabra a nadie y tratando de vencer sus miedos para no contrariar los designios de la roca azul y de su madre, Amílcar labró con rapidez en varias horas y con la ayuda de los sabios ingenieros marinos una balsa chica con madera robusta y sólida, parecida a la que utilizó su tío en el gran viaje a la isla rosada.
Una vez terminada la misma y recibida la hoja mágica en evento solemne y formal acaecido en el seno de la colonia, Amílcar a solas con su espada, alguna comida y corazón atrevido, se adentró en el ancho mar en procura de la madre sirena y de Lunarcita.
Sucede que durante el accidentado trayecto el joven soldado fue embestido por una gran tormenta: lluvia, relámpagos, truenos, olas inmensas e infranqueables, remolinos intensos lo azotaron, extraviándose en el mar, sin conocerse su situación.
Dado que en aquella ocasión el cometido divino no fue cumplido, la hormiga reina y la colonia lloraron y siguen llorando lamentando la infausta tragedia.
La madre sirena sin embargo, también sometida a una profunda tristeza, tan pronto pudo llevó a Lunarcita a saludar a sus aliadas las hormigas como gesto único ante semejante muestra de valor. Homenajeo con toda clase de regalos y emociones al soldado caído.
Quienes aún murmuran en el muelle dicen que algo insólito habrá de pasar.
A partir de ese día, cada vez que los pescadores regresan de la faena diaria observan al lado de sus barcas cansadas a las hormigas que van todas las noches hasta la orilla del mar rogando por el regreso de su hermano perdido; oraban solidariamente sin parar, sin importar la arremetida violenta y nocturna de las olas en la playa y como si el camino y la esperanza fueran alumbrados por los ojos brillantes de aquel combatiente.
Mientras, en las profundidades abismales, en lo más hondo e insondable del mar, Lunarcita ante el concejo de sirenas y ante su madre en voz alta prometió que al verlo llegar, al aparecer, sin pensarlo, sin aviso alguno, la naturaleza temblará, pues con Amílcar se ha de casar.
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