miércoles, 30 de abril de 2014

Cueva celestial

Por David García

El camino transpiraba una sequedad anormal. Habían caminado durante días que ya ni podían contar por lo largo del viaje. Los árboles amontonados no permitían dejar ver el horizonte, así que tenían que andar abriendo paso durante todo el trayecto. Animales, insectos y el espíritu de la naturaleza los acechaban, pero había algo más. A lo lejos apenas se podía distinguir una figura natural, muy esperada, y conocida sólo por los guías originarios: “Era la madre de todas las aguas”.

Era el tepuy Rora como comúnmente lo llamaban los pemones. Había sido el objetivo más codiciado por los nuevos visitantes, y el secreto mejor guardado por los nativos. El agua que tanto les hacía falta se encontraba tentativamente en la entrada de la cueva; ya eran seis días de caminar sin aprovisionarse, sin descansar más que sólo una noche, todo esfuerzo en un  intento de conseguir la fuente del oro amazónico.

-Cuando lleguemos a la entrada de la cueva podemos descansar un poco- dijo con un aire de esperanza el indio pemón.

-No te preocupes por descansar- dijo Alonso, el capitán de navío-. Hemos sacrificado hombres y muchas fuerzas para llegar hasta aquí, lo menos que deseamos es descansar.

- Pero necesitamos agua capitán, el camino dentro de la cueva será largo y sus hombres no resistirían tal viaje.

- Está bien, pararemos un momento- replicó con desanimo.

Los españoles se sentaron por un momento, se quitaron el peso que habían llevado durante días y dejaron a un lado las armas; el nativo pemón aprovechando la circunstancia se alejó un poco, tocó unas de las paredes de la cueva para impregnarse de tierra y agua, se embadurnó parte de su cuerpo pretendiendo alcanzar la gracia de un ser supremo arrodillándose a la espera.

Las paredes de la cueva empezaron a sudar agua sin impresión alguna de los nuevos visitantes, poco a poco el líquido vital los inundaba con pequeños charcos. El aire frío y denso comenzó a ser más húmedo afectando la respiración de algunos.

El indio continuaba hablando su lengua nativa mientras que los españoles intentaban no caer en pánico ante tales anormalidades, sus plegarias eran cada vez más y más insoportables, lo que parecía una simple petición se convertía en gritos de un agonizante atormentado.

Toda la cueva se estremeció rápidamente causando una leve alteración en el pulso de los espectadores que ya no podían mantener el equilibrio de sus cuerpos. Muchos tras haber luchado por sostenerse de las paredes de la cueva se rendían y caían. Lentamente el agua los fue absorbiendo sin mucho dolor.

-¿Indio qué sucede? – preguntó en un último instante el capitán.

-Son ellos, ya he pagado mi deuda.

Antes de terminar la plegaria el rastro de los españoles había desaparecido. Lentamente el agua volvió a su cauce y el aire recuperó su frío sentir.

-¡He recuperado mi vida! -gritó el nativo.

Cruz cósmica

Por Carmelo Urso

Søren Väandahal, alguna vez genetista jefe de la Himmerhēld Trust, era cualquier cosa menos un gurú. Metódico y escéptico, tan parco como obsesivo, personificaba –según sus defensores– aquella perdida idea de la neutralidad axiológica de la ciencia. Su descubrimiento –fruto del azar del instinto y de su tozuda voluntad investigativa– le llevó a cruzar el umbral de todos los métodos, de todos los credos y escepticismos, de todos los sueños.

Algunos de sus colegas se especializaban en incrementar el tamaño de ciertas frutas: producían ciruelas del tamaño de toronjas, toronjas grandes como melones, melones dulcísimos que tenían la talla y el peso de un niño de ocho años; otros, potenciaban la capacidad reproductiva de algunos animales: yeguas hipertrofiadas que parían diez potrillos en una misma camada, elefantas que daban a luz trillizos con un período de gestación de escasos cinco meses.No obstante, la especialidad de Väandahal causaba horror en sus ya desaforados transgresores colegas: suyo era el arte de cruza de especies; de crear –literalmente– monstruos.

Creaciones suyas fueron el patirspión (pato de la cabeza al torso, escorpión del torso a la mortífera cola), el drilobuey (un poderoso rumiante con temibles fauces de cocodrilo), el petirrinco (un pequeño aunque voraz ornitorrinco con testa de petirrojo), y por supuesto, el hipoptéryx bifronte (versión del volátil y jurásico archaeopteryx con doble cabeza caballuna); pero, sin lugar a dudas, su más célebre cruza genética fueron las hoy prohibidas anjerthas.

Según escribió Søren Väandahal a su viejo amigo (y amante) Peeta Verhouven, “en el caso de las anjerthas obré como un alquimista que en lugar de buscar la piedra filosofal a través de las materias más nobles, lo hiciera a través de los más míseros residuos, infortunadas têtes-mortes”. Así, de sus cruzas fallidas, Väandahal guardaba siempre algunas muestras, con la esperanza de reutilizarlas en tentativas posteriores. De este modo heteróclito, nacieron las anjerthas.

El aspecto de aquellos animalitos era asaz repulsivo: producto de múltiples experimentos fracasados, constituían la mezcla genética de más de doscientas especies –tanto modernas como fósiles– de todas las eras geológicas imaginables; eran como cánidos degenerados del tamaño de una rata, de piel encarnada, como en carne viva, cola tan o más larga que el propio cuerpo y estrábicos ojos verdes. Las hembras tenían enormes vulvas violáceas, hinchadas como cojones.

A Väandahal le tomó unos seis meses descubrir las propiedades que harían tan famosas a las anjerthas y que hoy propician su feroz prohibición en casi todas las naciones del planeta. “Un día”, anota en su diario, “me percaté de que los machos buscaban a las hembras cuando éstas estaban en plena menstruación, lo cual es contranatural en cualquier especie, excepto en las anjerthas. Hundían sus narices en las rechonchas vaginas de sus compañeras durante largo rato. Luego, se echaban a un lado, con los ojos muy abiertos, las pupilas dilatadísimas y la respiración hiperventilada. Este insólito comportamiento me impulsó a investigar”.

Väandahal recolectó el fluido menstrual de su cruza y lo sintetizó en un polvo de aspecto ortobórico. Lo usó en diversos animales, variando las cantidades, estudiando con enjundia sus efectos. Cuando estuvo seguro de la dosis adecuada para humanos (entre 30 y 70 microgramos), la usó en sí mismo y en un par de colegas (doctores Üwe Threshold y Lankar Martínez). Sus efectos transformaron su visión de la vida, el universo y todo lo demás.

Escribe Väandahal: “durante dos días, experimenté sinestesias de todo tipo: colores que derivaban en sonidos; sonidos que devenían en olores; olores que se podían escuchar; a voluntad, entraba y salía de mi cuerpo, del orbe de la Tierra y de todos los orbes, del cosmos mismo. Contemplé millardos de universos orbitando unos alrededor de otros; contemplé multiversos que contenían infinitos universos. Con mi pensamiento, me propuse modificar algunos de ellos: para mi estupefacción, lo logré. La inherente irrealidad de mi vida anterior se me manifestó de golpe, así como la tangible posibilidad de erigir otras realidades –en un muy concreto sentido de omnipotencia”.

Tras esta revelación, Väandahal abandonó todo estudio formal y académico. De él se dicen muchas cosas: que ha fundado una secta mesiánica; que rige laboratorios clandestinos que suponen un enorme peligro para la civilización; que –a través de estados alterados de conciencia–  es capaz, junto a sus correligionarios, de corromper o abolir la mismísima estructura del tiempo y el espacio. 60 países lo han declarado enemigo público número uno  y reclaman su captura. Teorías conspiranoicas le responsabilizan del aumento de la actividad OVNI y del progresivo cambio de posición de los polos magnéticos terrestres, hecho que podría generar una catástrofe de carácter global 

En las estepas de Malí del Norte, jaurías de anjerthas han sido vistas correteando libremente; se reproducen a una tasa alarmante y comienzan expandirse a países vecinos; cientos de nativos han muerto tras hundir las narices, de modo indiscriminado, en sus abotargadas vulvas. De Väandahal se dice que se oculta en sitios tan dispares como Yibutí, Transnistria y Osetia del Sur. Pero, sin noticias veraces que lo corroboren, su paradero sigue siendo cósmicamente desconocido.

Corazones libres

Por Víctor Borges

No fue un parto sencillo, la temperatura aquella noche en la sabana había descendido hasta unos gélidos 3°c, algo no muy normal en la región donde los macizos dejan ver su majestuosidad; hasta que por fin con tres horas de trabajo de parto se comenzó a ver, sí ahí venía, sin duda ya estaba cerca, una cabeza fina  y musculosa se asomaba,  sus patas delanteras mostraban en ellas una gran vigorosidad.

Para Lorena, una cuarto de milla de ojos grandes y expresivos,  no fue fácil su primer parto, ahí tirada en la caballeriza debimos  tomar al pequeño de sus patas y alar para ayudar en este proceso tan laborioso de nacimiento; al retirar la placenta, nos dimos cuenta que había nacido una pequeña potranca, de cuello corto y poderoso, ojos que emanaban afecto con tan solo verlos, una cola ligeramente abundante y larga, y cuatro manchas en cada uno de sus cascos adornaban sus bien formadas patas.

Manchas, ese fue el nombre que la señorita Elena  le dio a aquella pequeña potranca.

Elena en su desarrollo había contado con cualquier tipo de comodidad imaginada, pero debido a una enfermedad congénita, sus piernas no se desarrollaron del todo con normalidad, con unos escasos 30 cm de piernas vio su vida condenada a una silla de ruedas.

Manchas y Elena crecieron juntas, siempre peinándole y contándolesus confidencias; al verles casi se podía sentir que la potra contestaba cada una de las preguntas de aquella jovencita.

Compartiendo travesuras pasaron los años y ambas se hicieron adultas, sólo quedaban en sus memorias aquellos días donde a lo lejos admiraban el pastoreo de un remanso de ganado por las sabanas queriendo y deseando por alguna vez en su vida sentir entre sus piernas el lomo fuerte de aquella su amiga y confidente.

Llegó el día en que Manchas debía ser ensillada, con gran ímpetu relinchaba y sus amarres quería soltar; al montarla el capataz se dio cuenta de la energía de aquel animal, sólo se escuchaban sus pezuñas golpeando el suelo con imponencia y fiereza, cuando de prontocayeron junto al caño que atravesaba la finca, se desplomó sin saber porqué.

La potra fue llevada a la caballeriza, donde Elena la cuidaría fielmente esperando la llegada del veterinario, el cual al término de su chequeo y un par de pruebas realizadas dictaminó que el vivaz animal no debía ser corrido nunca, pues su corazón era muy pequeño y no lo resistiría; podría morir de un infarto.

El señor Francisco, padre de Elena y dueño de una de las haciendas más prominentes de aquel territorio, había querido tomar la decisión de sacrificarle, puesto que ya no tendría ningún tipo de valor:

- No me puedes hacer esto, sólo ella ha sido el único ser que sin compasión ni lástima me ha escuchado y ha querido estar conmigo.

- Entiende hija, ella tiene un corazón muy débil y es casi imposible que algún día pueda correr, de que sirve un caballo que no corra.

-¿Y de qué sirve una hija que no puede correr ni montar caballos como yo?

-Jamás podrás montarla, es un peligro, entiéndelo. No podrías sostenerte, o ella pudiese desmayar en plena cabalgata- sentenció retirándose de la caballeriza.

Al atardecer del siguiente día, aquella hacienda no volvió a ser la misma. Elena esa tarde había decidido ser libre y tomar no sólo las riendas de su querida amiga, sino también sentir la brisa golpeando la cara de las dos juntas al escuchar el galope sin importar lo que luego sucediese.

La ensilló y como pudo la montó, sólo se escuchaban relinchos, la sonrisa de la señorita no cabía en su cara, la respiración de la yegua se escuchaba desde lo lejos, el jolgorio de aquellas dos viviendo algo que jamás pensaron sería posible iluminó y dio un toque de  exquisitez a aquel ocaso, que a todos los que ahí estuvimos nos dio y brindo la oportunidad de darnos cuenta que la amistad y la fe no conoce de razas.

Comida para tiburones

Por Gabriela Torres

Aquel febrero de 2005, la mejor compañía que el doctor Charles Tellier podía conseguir eran las osamentas de orcas en estudio, las muestras de tejido de otros enormes cetáceos y el verdor lánguido de los cultivos de algas. Desde que  el Instituto de Biología Marina de Melbourne le pidió su colaboración en nuevas investigaciones sobre mamíferos acuáticos no había cesado de buscar algún ser marino que lo apasionara, como la última vez lo hicieron los tiburones blancos.

En su laboratorio repasaba meticulosamente alguna novedad que no hubiese sido reportada sobre estos titanes de mandíbulas aserradas, pero ya había agotado el tema de tanta pasión por ellos. Su investigación estaba estancada, tendría que comenzar de cero con algún otro espécimen.

Una mañana, mientra Tellier transcribía pacienzudamente un informe aburridísimo sobre las avispas de mar, el teléfono sonó. Era un colega del Instituto de estudios marítimos de Darwin al que le urgía verle en la facultad lo más pronto posible:

-Anoche después de la tormenta un barco pesquero pequeño regresó con un trofeo monumental, me imagino que le gustaría verlo de cerca. ¡Es un tiburón blanco enorme!

Lleno de emoción, Tellier aceptó la invitación.

***
Una vez en Darwin, Charles y su colega se encontraron en aquel muelle. Al llegar al barco donde estaba el asombroso cadáver el científico no podía esconder su admiración: era la primera vez que veía semejante animal tan yerto e indefenso, tan inocente. Aunque sabía que no le serviría para su nueva investigación, examinó detenidamente al animal.

Notó algunas cicatrices de lucha, una punta de mantarraya incrustada en una de sus aletas y su abdomen estaba abierto de par en par. Al notar el interés del científico en el tiburón, el pescador que le había capturado se acercó a Tellier y burlesco le comentó:

-         Que tontos son ustedes los científicos. Le apuesto una cerveza a que se sorprendería más si viera lo que le sacamos del estómago a ese animalejo. Créame que el tiburón es lo de menos.

Acto seguido, entraron a una de las bodegas del barco donde el pescador tenía envuelto en una lona un cuerpo algo desmenuzado. El científico le descubrió la parte de arriba y angustiado le espetó al pescador:

-         ¡Que morboso es usted de verdad! A mí no me interesa ver a las personas que se come un tiburón...

-         No es una persona...  mire bien.

Tellier terminó de hacer a un lado la lona para darse cuenta de que aquel cuerpo tenía una cola de pescado en vez de piernas. No era humano después de todo.

El científico por un momento sintió desvanecerse. Se debatió entre sus convicciones científicas y la posibilidad de que los disparates mitológicos fueran reales. Allí, en presencia de esa criatura sus paradigmas se habían esfumado con la velocidad de un relámpago en medio de una tormenta.

Apresurado y en medio del shock, pidió permiso al pescador para tomar unas muestras de tejido y algunos huesos que le servirían para comenzar una nueva investigación con la que estaba seguro daría un giro de 360 grados a muchas teorías científicas y evolutivas.

***

Tellier inició los estudios pertinentes. Exámenes de ADN, pruebas de tejidos y órganos, radiografías, comparaciones morfológicas y construcción de maquetas estructurales; testimonios de marinos, revisiones de conjeturas evolutivas, exámenes de compuestos químicos, grabaciones de bloops desde el fondo del océano, informes de radiofrecuencia y demás investigaciones lo llevaron a un hallazgo impresionante: con los resultados de estas pruebas en mano el doctor Charles Tellier podía certificar la existencia de seres marinos míticos, estaba asegurando que las sirenas existían.

Ellas eran su nueva pasión. Desde entonces todo su mundo se volcó a perseguir y estudiar una utopía tan real como él mismo.

Durante los años siguientes, centenares de científicos lo tildaron de loco en congresos y conferencias. Sus estudios fueron vetados por la academia. Sus pruebas, confiscadas por el gobierno. Ahora no queda nada.

Por estos días, Tellier dicta conferencias en círculos científicos menores, y siempre finaliza sus ponencias con la frase:

-...y recuerden, si quieren encontrar una sirena, sólo busquen en el estómago de un tiburón blanco.

Cazador de sombras

Por Daniel Jerez

Un disparo en la cara lo deja como recién nacido en la caldera del diablo, el tipo se mira al espejo y piensa en una cirugía plástica para salir del paso: “¡cómo voy a salir de este peo con tantos estorbos en mi camino!”

El cirujano más cercano quedaba a dos cuadras del lugar. Entoncesse le accidenta una idea descabellada a Inocencio, procurar un buen disfraz para salir al encuentro de su clínica de escape; allá donde se dirige con errática actitud, allá mucho antes de mandar a su novia al olvido.

Pensaba en el clavo del alcohol que le iba a sacar la estilla de su relación de una manera provisional.

En la barra libre de su sucio bar de preferencia El Guamazo Caliente. Los viernes se hizo costumbre la tendencia del fiado a los atormentados por el amor no correspondido. Se trataba de un cementerio de piltrafas que los sentimientos habían dejado sin hogar entre las piernas de alguna mujer.

La luz tenue de la pocilga pronunciaba frases indescifrables:
-       Amores perros que se hacen de manías asesinas, ya no te amo gusano vicioso me resaltas el maquillaje melancólico cada vez que te vas con otra mucho más rastrera que tú.
-       Inocencio mítico estafador de féminas con corazón frágil.
-       Las mujeres se vacían todo el significado del hombre en unos cuantos retorcijones de pelvis. Ya luego se buscan tacones más altos y con curvas que llevan al precipicio maniático.
Inocencio y Clarita habían conocido juntos la mesa más hermosa del local en cuestión. Se juntaron para lograr una química de pocos finales felices.
Inocencio la llevaba a conocer las estrellas con labia profesional.

Clarita reprobaba las lecciones astronómicas con tal de hacerse de los brazos de su elocuente pretendiente. Juntos arremetían contra la vida de los pordioseros asiduos al recinto de mala muerte, por querer enfatizar sus estropeadas conversaciones románticas.

Pancho el cantinero hacía las veces de “padrecito” ya que les echaba la bendición  cada vez que los veía desternillarse de risa por alguna mosca que se había tragado por equivocación Inocencio de un vaso de ron bien cargado.
Decía: “Son como dos puñetazos bien acomodados a un riquillo con cara de príncipe y sangre azulosa de cuna”.

Inocencio llevaba al filo de la navaja la relación más disparatada de la taberna. Clarita tenía entre los dedos un anillo que hacía las veces de guardián de su unión sombría. Un buen día llegaron al extremo del combate cavernario, echándose todo en cara, sociedad de responsabilidad limitada.

Nada duele más que la revancha de descalificativos por parte del seramado. Un plomazo caliente en los oídos del corazón victimario, inocente, a media luz.

Bitácora de un viaje a Egipto

Por Clermary Moreno

Me habían contado muchas cosas sobre él, que era un ser libre de pecado, que tenía la capacidad de renacer, pero lo más curioso, era que lo hacía desde sus cenizas. Sin embargo, confieso en este momento, lo que me incitaba a buscarlo fervientemente era el poder curativo de sus lágrimas. Con tal fin, aterricé en El Cairo, Egipto.

Al bajar del avión tuve que llenar una planilla relacionada con el Ministerio de Sanidad. En ella preguntaban sobre síntomas del AH1N1. Me asusté mucho, logré disimularlo y mentí en mis respuestas. Evite que alguien me tocara, para que así no sintieran lo alto de mi temperatura corporal.

Al salir me esperaba Amhed, mi guía. Él me llevó al hotel donde iba a pasar la noche. Para mi sorpresa su español era casi perfecto. Más tarde noté que en Egipto cualquier persona dominaba al menos tres idiomas.

Entré a mi habitación y al asomarme por mi balcón quede atónita, ¿estaba viendo las Pirámides de Gizah? –pensé- Efectivamente, ¡las estaba observando! Me emocioné tanto que no lograba conciliar el sueño. Hasta olvidé por un rato mi enfermedad. Luego el cansancio de 13 horas de vuelo me venció, dormí como un niño, cierto aire de esperanza invadía mi atmósfera.

En la mañana Amhed tocó a mi puerta. Yo seguía con la fiebre y un terrible dolor de cabeza. Para bien o para mal, era hora de emprender nuestro vuelo a Luxor, de allí partiríamos a Edfu. Necesitaba ir al templo que se encuentra en medio de la ribera occidental del Nilo. Durante el recorrido le pregunte a Amhed insistentemente sobre el Ave Fénix.

-Quisiera saber todo lo que tú conoces acerca de ella.

-Es un ave parecida a la garza. Por acá la llaman Bennu. Ha pasado mucho tiempo sin que haya sido vista por otras personas.

-¿Sabes hace cuánto tiempo dejo de aparecerse por estas tierras?

-No exactamente. Yo tengo más de 15 años sin escuchar nada sobre esa ave. ¿Sabe usted cómo se reconoce? Por las dos plumas largas y rojas que salen de su cabeza.

-Sí, ¡claro que lo sé! Créeme Amhed, he leído muchísimo sobre ella.
Finalmente estábamos en Edfu, esperando para tomar la faluca. Miles de vendedores ambulantes nos abordaron, yo me sentía tan mal que sólo escuchaba a Amhed decir: “¡La, shukra!”, un poco molesto, esperando que nos dejaran tranquilos. Navegamos unos 30 minutos. Era época de crecida en el Nilo, tiempo perfecto para ver si corría con la suerte de encontrar lo que buscaba.

Llegamos al templo. Me deje llevar por la maravillosa arquitectura. Amhed, como buen guía, me explicó todo acerca de esas columnas maravillosas que definían el acceso, los colores y los jeroglíficos que estaban a la vista.

El sol era inclemente, lo que alborotaba mi dolor de cabeza. Insistí en abrigarnos bajo la sombra, que significaba ir al interior del templo. Recorrimos lo permitido y logré identificar la sala de mi interés.

Al fin me dio un tiempo libre para fotografiar. Durante el mismo logréescabullirme en la Sala de la Barca Sagrada. Allí, como su nombre lo indica, se encuentra una especie de canoa. En ella los faraones emprendían su viaje a la vida eterna. Detrás reconocí un Clepsidra, reloj de agua usado en la época para medir el tiempo cuando el sol no estaba y lo más importante es uno de los símbolos que se relacionan con el Ave Fénix.

Detrás de él comencé a ver algo similar a un nido, pensé que la fiebre me estaba haciendo delirar, pero no, efectivamente lo era. Expelía olor a mirra. Yo no podía creerlo, eso indicaba que si era lo que buscaba. Decidí esperar sentadita, me faltaban energías, pero cuando alcé la vista, sobre una de las viguetas se encontraba un ave esbelta, como una garza. Volteó su cabeza y allí estaban ¡las dos plumas!

Sabía que la manera de hacerla llorar era prender en fuego su nido, sin que ella pudiese alcanzarlo para quemarse en el. No sabía si era mi enfermedad lo que me dejo en ese estado de hipnosis, o la belleza que irradiaba esa ave, pero, honestamente no pude hacerle daño.Simplemente preferí que el virus siguiera invadiendo mi cuerpo…

Basilisco en Roma

Por Rosángela Nieves

Casi culminaba el año 453. Yo sabía que antes de que eso ocurriera mi nombre quedaría imborrable en la historia. Sería inmortal.  Mi deseo de inmortalidad no estuvo en mi alma hasta ese momento; él me hizo desearla, cuando la apartó de mi lado y la tomó para sí.
Nuestra infancia duró mientras Roma mantenía el pacto con los hunos, para defender las fronteras romanas de otros bárbaros. Así pasé nueve años en tierras hunas.
Nunca me agradó que él considerara al mundo su escenario personal; azotaba a los pequeños animales que merodeaban las inmensas llanuras de Rávena, donde crecimos.
-¡Vamos Flavio! Si no practicas con los gorriones, los becerros y las ardillas ¿cómo esperas vencer enemigos más fuertes y astutos? Debemos prepararnos. Mi tío no será nuestro rey por siempre, ni tu padre caballero por toda la eternidad. 
-No creo que estas criaturas deban pagar, Atila. Si se me llegase a presentar un verdadero enemigo, la fuerza me será dada por el Señor y surgirá de mí. 
-¡Bah! Ustedes los romanos creen en ese Dios para que los ayude a ganar todo el tiempo, y cuando no lo hace les sirve para justificar sus derrotas. Son flojos e ingenuos –se quejó. Percibí en él un tono algo triste y de molestia, como sintiendo pena de que yo, siendo su amigo, pudiera creer semejantes tonterías. 
Caía la noche sobre nosotros y nos disponíamos a volver a nuestras respectivas tiendas. Era una temporada lluviosa, nuestras botas de piel nos protegían muy bien, pero al mojarse con los charcos se volvían pesadas y entorpecían nuestro regreso. 
-No seas cobarde, no es más que agua –me dijo sin siquiera voltear a verme, sabía que me preocupaba.
-¡Ayúdame Atila!
Yo había caído en un pozo con una mezcla de barro muy pesado, ocupado por un enorme sapo. Antes de intentar sujetarme de la mano de mi amigo, tuve la dolorosa sensación de haber cometido algo terrible, algo de lo que me arrepentiría más adelante. Ignorábamos que, tanto para mí como para Atila, lo que estaba a punto de sucederme determinaría nuestros destinos.
Cuando volví en mí me encontraba en la tienda, parecía bien entrada la mañana del día siguiente.
Mi amigo estaba a mi lado, sus negros y brillantes ojos estaban fijos en mi antebrazo; a pesar de tener la piel del color de la arena se veía bastante pálido. Le pregunté qué había ocurrido.
-Fue una secuencia extraña –me dijo-, te caíste en el charco del sapo enorme, apenas alcanzaste a llamarme mientras te desmayabas y tienes una gran mordida de serpiente en la muñeca.
Esa fue la última conversación que tendríamos desde niños.
Sentía como si mil serpientes me hubiesen inyectado su veneno, estaba prácticamente inmóvil. Pero el dolor no duró demasiado; me recuperé esa misma noche, aunque no me sentía igual: estaba cargado de una fuerza extraordinaria, los ojos me pesaban pero no como quien tiene sueño, y mi aliento era tan caliente que juro que pude haber lanzado fuego.
Mi gente y yo partimos la tarde siguiente a Roma, se había pausado el pacto, pues los bárbaros habían sido desplazados.
Así el destino me separo de Atila por un tiempo, pero nos volveríamos a encontrar en numerosas batallas, fiestas y burdeles.
Al crecer me convertí en un elegante Caballero, como mi padre. Conservaba el orden que debía tener un romano para tomar decisiones, pero también poseía la fuerza y la astucia propia de los hunos. Pero este hombre valiente en el que me convertí no sólo se lo debo a mi preparación militar y bárbara: aquella mordida en las llanuras de Rávena me convirtió en una creatura excepcional; podía acabar con mis enemigos de sólo verlos si les guardaba un profundo odio, mis palabras podían iniciar guerras, incendiar aldeas enteras con mi aliento. Era el basilisco de Roma, el pequeño Rey, y nadie conocía mi secreto.
Sólo utilizaba mis habilidades para alcanzar el bien del Imperio de Occidente; quería restituir a Roma, devolverle la importancia y admiración que tuvo una vez.
Sabía que Atila continuaba siendo despiadado, pero ya no con animales: sus batallas se tornaban cada vez más sangrientas y llegó a convertirse en el Rey de los Hunos. Sin embargo, nuestra amistad perduró varios años, hasta que fijó su atención en Honoria, la hermana de Valentiniano, ahora Emperador. Era la mujer más hermosa que había conocido, la amaba desde mi juventud, aunque sabía que yo no le agradaba demasiado, Roma no le gradaba demasiado.
Yo no quería poseerla. Me encantaba que fuera inalcanzable, casi intocable; era una batalla que no buscaba ganar ni perder, para que nunca terminara. Así sería siempre mía, en la distancia.
-Aecio, adivina a quién ha desposado Honoria – me dijo Teodorico con tono irónico, en una fatídica noche.
-¿Honoria desposar? No puede ser, no le agrada nadie en Roma.
Me miró con una ceja medio levantada y una ligera sonrisa.
-Ha desposado a Atila. Le envió una carta rogándole que venga a buscarla. Su hermano entró en cólera, esta misma noche se la llevó.
Fue ese el momento en que la fuerza salió de mí como si estuviera hipnotizado; mi mente se nubló, estaba enceguecido, comencé a andar mientras un sexto sentido me guiaba hasta mi enemigo; esa noche Atila sería mi presa. Ni la lluvia, ni los charcos, ni la noche detuvieron mi paso esta vez.
Finalmente allí estaba él, en su lecho, con mi Honoria. Al sorprenderlo lo torturé con mi mirada unos segundos, la fuerza salía de mí y era incontrolable. Él sangraba por la nariz.
Sabía que había terminado la batalla por la mujer que amaba, a costa de la inmortalidad.
Sufriendo la pena de no haberlo hecho por el Imperio, sino por mi causa personal, desde entonces soy quien derrotó a Atila, Rey de los hunos.

Bajo el umbral del Ragnarok

Por Miguelángel Sánchez

La blanca tormenta azota sin clemencia al Valhala, la enorme edificación que por tantas eras ha servido de refugio a los ejércitos de Odín, regente y señor de Asgard. Hoy hay mucha conmoción por la partida de Freya hacia el mundo de los humanos; en otras condiciones, su misión podría ser catalogada como una simple tarea rutinaria, pero no es a cualquier humano a quien la valquiria habrá de dar muerte, se trata de Balder, sí, el  hijo de Odin que se creía muerto e incinerado.

No hace mucho llegaron a la fortaleza dos embajadores que, igualmente, en condiciones normales, nunca intentarían negociar con Odín; pero detener a Freya, al menos por un tiempo, los ha convertido en cómplices en la tarea de salvar al cosmos. Estos invitados son Gabriel, el ángel de paz, y Abaddón, el ángel del abismo.

Freya les hizo pasar a la sala de conferencias en la que habría de llevarse a cabo la negociación. Odín no asistiría por motivos protocolares, sin embargo estaba ansioso por averiguar los motivos de esta extraña alianza. La valquiria no disimuló su decepción al ver a Gabriel y no a Miguel, el Ragnarok, pensó, ameritaba por lo mínimo la presencia del jefe de los ejércitos del Cielo; por otro lado, Abaddon le generaba intranquilidad, nunca confió en Lucifer ni en sus lacayos, como solía llamar a los ángeles caídos.  

La reunión inició en buenos términos, el señor del abismo rompió el hielo con lisonjas a las valquirias, los espíritus femeninos al servicio de Odín que viajaban a la tierra de los humanos en busca de guerreros valerosos a quienes daban muerte para llevar sus espíritus al Valhala y unirlos a las filas guerreras de Asgard; habló del Ragnarok,  también llamado Apocalipsis o “fin de los días”,  y de la legitimidad que tenía Gabriel para participar en dicha negociación, ya que fue él mismo quien reveló a los humanos los detalles de la destrucción de los mundos siglos atrás.

Gabriel tomó la palabra para explicar la razón de la inesperada visita, primero enunció las señales descritas en las profecías acerca del inicio del Ragnarok: El nacimiento de las tres criaturas del mal, el castigo a Loki, hermano de Odín, y la muerte de Balder. Las criaturas ya habían nacido y se encontraban atadas en el abismo junto al condenado Loki; en cuanto a Balder, por mucho tiempo se pensó que estaba muerto, sin embargo, esto no fue más que una treta de Odín con el objeto de ser él quien tuviese el poder de cumplir la última profecía.

Cuando los dioses de Asgard asistieron al funeral del segundo hijo de su regente, nadie sospechó que el ataúd estaba vacío; para ese entonces la supuesta muerte representó el inicio de las señales del fin, la voz se regó en todos los reinos y éstos se concentraron en las profecías restantes dando por cumplida la primera.

Odín transformó a su hijo en mortal, lo escondió en la tierra de los humanos y esperó pacientemente al cumplimiento de las otras dos señales para ser él el único que, conociendo la ubicación de su hijo, pudiese elegir el momento de su muerte y en consecuencia iniciar el Ragnarok.  Gabriel supo que algo andaba mal cuando, cumplidas las tres profecías, vio que todo seguía normal, así que decidió bajar al abismo para cerciorarse de que estuviesen allí Loki y las criaturas.  

De su entrevista con Abaddón surgió  una alianza, ya que luego de prologadas discusiones llegaron a la conclusión de que la única profecía aparentemente falseada era la referente a la muerte del príncipe de Asgard.  Al llegar a los oídos de los ángeles la noticia de que a Freya se le había encomendado una importante misión,  supieron que se trataba de Balder, y que Odín, finalmente, había presionado el botón rojo del caos. Las condiciones no estaban dadas para un choque de universos, pensaron, y por ende no le convenía a nadie iniciar una guerra, así que partieron apresuradamente al Valhala con el objeto de negociar la paz por unos cuantos siglos más, y así se lo manifestaron a Freya.

La valquiria dedujo de la actitud demandante e insistente de los ángeles que ni el Reino Celestial ni el Infernal estaban preparados para la guerra, “Odín fue asertivo después de todo”, pensó,  sin embargo quería saber hasta dónde estaban dispuestos a ceder y les instó a señalar las condiciones del acuerdo de paz que proponían.  

Gabriel habló en nombre del Cielo y prometió 200 años de no agresión hacia Asgard. Abaddón, por su parte, ofreció liberar del abismo a las valquirias que yacían allí encerradas. Freya permaneció en silencio fingiendo reflexión cuando en realidad saboreaba el triunfo de ver suplicar a dos de los ángeles más poderosos del cosmos.

Se levantó de la mesa y tras informarles que no llegarían a ningún acuerdo, les solicitó que abandonaran el Valhala lo más pronto posible, pues perderían su inmunidad diplomática tan pronto ella partiera a consumar su misión. Gabriel sintió de pronto sobre sus hombros el peso del universo, había tantas cosas en juego que unas semanas, unos días, unas horas más de paz  justificaban el peor de los tratados, pero la soberbia de Freya no cedería.  “Los ángeles, además de mensajeros, somos ejecutores de los juicios de Dios y no es la voluntad de Dios iniciar el apocalipsis en estos momentos, el universo ya de por sí se ha tornado caótico en esta era y abrir las puertas de la destrucción terminará por transformar a la creación en elementos grotescos y carentes de propósito, debo evitarlo”, sacó su espada de la vaina y como si fuese un relámpago la incrustó en el pecho de Freya quien murió al instante.

Abaddón tomó por los hombros a Gabriel y con un fuerte sacudón lo hizo volver en sí del estado de estupor al cual se vio inducido por la negativa de paz, asesinar a la más poderosa de las valquirias en el Valhala no era para nada un acto inteligente. “Regresa al cielo de inmediato Gabriel, Odín ya tuvo que haber sentido la muerte de Freya”; el ángel de la paz comenzó a llorar y le dijo que no podría regresar al paraíso pues había actuado sin el consentimiento de Dios y el exilio era el castigo de los desobedientes. “Iré a la tierra, me esconderé entre los humanos y procuraré mantener el orden el mayor tiempo posible”. Los ángeles se despidieron con un sincero abrazo, como si tantas eras de enemistad fuesen sólo una foto antigua en la cual se ven retratados personajes desconocidos, y partieron con rumbos distintos, sabiendo cada uno en su corazón que acababan de cruzar el umbral del Ragnarok.

Desde la torre más alta del viejo castillo, Lucifer llevaba horas observando, a través del cristal, las llamaradas que emergían desde el fondo del abismo. Su meditación se vio interrumpida por la entrada del ángel. Abaddón tomó una copa y se sirvió del vino que yacía en la mesa, colocó sus pies sobre ésta luego de haberse sentado en la silla y en tono alegre informó: “misión cumplida Luc, ya no hay posibilidad de alianza alguna entre el Cielo y Asgard, Odín mismo declaró la guerra. Gabo está seguro y tranquilo en la tierra, rechazado por Dios y perseguido de Odín, quien, por cierto, acaba de matar a su hijo con sus propias manos”.  En el rostro del portador de la Luz se dibujó una leve sonrisa y sin apartar la mirada de las llamas exclamó:“¡Ya inició!”.

sábado, 26 de abril de 2014

Animales en Casa

Por Verónica Figarella

Decidí mirar al interior de la habitación cuando no quedó más por hacer. Cuando la única salida era aquella puerta al final del corredor sin luz.

El agotamiento de las millas que nadé tomó por completo mi cuerpo. Mis brazos pegados al suelo, yacían incapaces de moverse por sí solos, y mi pecho lleno de aire sin dióxido de carbono guardaba con celo el peso de los recuerdos de encuentros con gorilas, tigres, elefantes y dragones, que salían a mi encuentro cada vez que yo intentaba caminar por aquel pasillo. Mis piernas no respondían a las instrucciones de mi cerebro y permanecí sentada frente a la puerta hasta que el tiempo se volvió relativo y sólo pude sentir deseos de salir de aquel laberinto.

Afortunadamente siempre hubo una distracción no planificada, una opción a mi entender divertida, que se mostraba como tentación recurrente albergando una excusa perfecta, para evitarme el encuentro con lo desconocido detrás de la puerta.

Muchas veces, el corredor anterior al cuarto al que temía, no mostraba con claridad el camino a seguir, y yo tropezaba justo antes de la entrada cayendo en algún baño o estudio inesperado, distrayéndome del rumbo que había comenzado.

Para dicha mía, en aquellos cuartos alternos pasé horas tramando mi salida definitiva,  lo que yo misma bauticé como la estocada final contra los monstruos del pasillo. Fue así como me armé de artefactos indispensables en la lucha contra animales peligrosos -  (un arco y muchas flechas, vendas para  heridas y carnada para  bestias - y los cargué siempre conmigo.

La casa que contenía estas habitaciones no tenía mucha ventilación. Pero cuando la neblina densa de la madrugada húmeda la tomaba por sorpresa ella la dejaba entrar prefiriendo estar oscura, lúgubre y llena de rocío, para así evitar que quienes la habitábamos nos encontráramos tan seguido.

La tarde en que me tocó comprar los víveres sentí mucho valor y decidí cruzar el río a nado. Lo hice contra la corriente durante veinte minutos y sentí  pasar diez años de espera. Sin importar mi esfuerzo la corriente me trajo una y otra vez a la misma orilla y fui perdiendo mi ropa, mis armas y mis deseos de comer en el camino. De vuelta por última vez a la orilla emprendí la caminata de regreso a casa.

Se me hizo interminable aquel metro, y recordé a la pereza que una vez  mostró en mi jardín la gracia de la paciencia resignada, y a quien yo, irreverente e infantil, descarte por lenta y falta de ritmo ¡Cómo me habría gustado retroceder el tiempo y aprender de ella si quiera la gracia de sus movimientos!
Llena de culpa lenta, pesada y acumulada, usé la rabia como muleta. Me arrastré hasta la entrada de la casa y continué deslizándome al ras del piso  hasta llegar a la puerta de mis temores. No me importó haber perdido las flechas, la carnada y las vendas, sólo tenía hambre, deseos de vida nueva, de especies alternativas y ajenas a la humedad tenue de la casa.

Mi cuerpo anhelaba el sol de mayo, la brisa de septiembre y el amor que las hojas de cerezo rosado predicaban sobre mi espalda. Mi alma había llegado a su extremo oscuro y por primera vez en muchos años vi el rostro de la alegría escaparse a la esquina de mi ojo derecho.

Fue así que decidí buscarla sin más miedos, sin temor a las bestias que la precedían  y con la certeza de poder resistir la tentación de entrar “por accidente” en habitaciones contiguas. Abrí por fin la puerta de mis angustias y  allí estaba ella, gloriosa, iluminada, voluptuosa y mundana. Tomo mis partes cansadas, me dio el carbono que necesitaba y me permitió cabalgar lo estupendo de su lomo y tomar las riendas de su piel. Era ella, la centáuride de mis sueños, la que estando escondida en mi alma jamás dejó que las bestias me tocaran.

Animales de los espejos

Por María Elena D Enjoy

- Goyo ven a cenar –gritaba su madre, pero el no la escuchaba absorto jugando con Félix, el trol que mejor bateaba en los alrededores, y el gordo Beto, un extraño dragón con cara de chancho y alas de mosca.

A Goyo siempre le había parecido curioso que siendo hijo del Gran Dragón, Beto aún no supiera volar. “Que diferente sería el mundo para él si tuviese la habilidad de volar”, pensaba Goyo en un suspiro.

Pero Goyo había nacido al otro lado del espejo, lado que él  particularmente encontraba algo aburrido. Tenía dos manos y dos brazos que no le daban habilidad especial alguna, sólo podía correr más rápido o quizás armar cosas muy pequeñas, pero todos sus amigos del mundo especular volaban, lanzaban fuego por la boca, desaparecían ante sus ojos, tenían cuatro y cinco brazos o miles de pares de piernas.

Estaba allí imaginándose con sus alas de colores cuando finalmente escucho que su madre lo llamaba. Se despidió de todos y de un brinco atravesó la tenue niebla que separaba los dos mundos que habitaban en su cuarto.

Esa noche, sentados a la mesa, su madre le recordó que viajarían a visitar a su abuela.

“Hace mucho que no vamos”, pensó. No vería a sus amigos por varios días. Eso lo entristeció.

Ya en casa de su abuela, una noche de tantas acostado en la cama pudo ver por la ventana como de una casa a lo lejos salían luces de colores.

- Que extraño –pensó– Don Vicente no tiene fiesta hoy.

Unos ruidos más tarde, unos gritos por allá, más luces por acá, y de pronto todo cesó, el campo quedó en completo silencio, y Goyo se quedó dormido.

Ese día regresaron a casa, ¡Qué alegría! Al llegar, subió las escaleras, y casi sin aliento dio un salto hacia el espejo. Justo en el instante que lo atravesaría vio que un niño brincaba, al igual que él, al otro lado.

Chocaron y cayeron al piso. Aturdido se incorporó para ver si el otro chico estaba bien, y para su sorpresa aquél lo miraba entre asustado y aliviado.

- ¿Estás bien? –preguntó. Pero el niño no contestó.
- Soy Goyo –que raro, sólo abre la boca cuando yo estoy hablando.

En un arranque de curiosidad acercó su mano para tocarlo, y una mano exactamente igual a la suya salió al encuentro tocando sus dedos. Era frío, pensó. Poco a poco, y ya menos desorientado, comenzó a darse cuenta que detrás del niño había una cama igual a la suya, y la silla, y  su pantalón preferido colgado del perchero ¿Qué es  esto?

- ¡Félix! –gritó- ¡Beto! –nadie contestó, sólo el niño lo miraba perplejo, imitando cada movimiento, cada gesto, incluso las lágrimas llenas de tristeza e impotencia que comenzaron a bajar por su rostro.

Nunca más los volvió a ver.

Dicen que una gran batalla se había librado aquella noche y que los habitantes especulares salieron a conquistar el mundo de los humanos. La magia de un buen rey los había salvado y fueron castigados a repetir y reflejar cuanto hicieran los hombres, transformándose de recuerdos a figuras imaginarias que sólo los sueños y los libros de cuentos pueden relatar.


Aníbal, el extraño y valiente animal

Por Isidro González

Detrás del verdor añejo de las montañas de los altos mirandinos existió un pueblo llamado Carrizal, su nombre provenía de las flores del lugar y la abundante agua, la frescura  y la tranquilidad ofrecían el sitio ideal para vivir.

Carrizal era un pueblo de agricultores, que también se dedicaban a la cría de animales, en el  vivían  los González y los Pérez, dos familias nativas del sector y responsables de la mayoría de las cosechas. Juan Manuel de 12 años era el mayor de los cinco hijos de los González e Igor de 13 años, el segundo de los Pérez; juntos hacían una dupla de aventureros que día tras día salía a recorrer los campos de Carrizal.

Una tarde calurosa mientras caminaban a las orillas de un fresco y transparente riachuelo sintieron un movimiento extraño entre la maleza que despertó su curiosidad, al acercase el movimiento fue más fuerte y en veloz carrera huyeron del lugar para volver más tarde con un grupo de campesinos.

Al inspeccionar un poco más y con la valentía que le brindaba la compañía de los mayores, Juan Manuel e Igor descubrieron algo asombroso, un pequeño animal con cuerpo de lagarto, orejas de venado, cachos de vaca,trompra de cocodrilo , escamas de pescado y alas.

-¡Esto es un engendro del demonio!- exclamó una de las campesinas.
-Vamos a matarlo, eso puede atacar a nuestros hijos -gritó la mama de Igor asustada.

Ante tanto alboroto por el extraño animal, Juan Manuel sugirió que le perdonaran la vida, que si bien era feo y extraño, también era chiquito, inocente y se podía domesticar y fue así como le perdonaron la vida al extraño animal y le encomendaron la tarea de cuidarlo a Juan Manuel e Igor.

Los días pasaban y el animal crecía rápidamente, los jóvenes amigosdecidieron ponerle Aníbal  en honor a un valiente guerrero que dio su vida por la libertad de los carrizaleños.

Juan Manuel, Igor  y Aníbal se convirtieron en  inseparables y aunque con recelos de los mayores del pueblo, el animal fue aceptado poco a poco.

Un día soleado y en lomo del extraño animal Juan Manuel e Igor se divertían cuando de pronto y por instinto Aníbal abrió sus alas y levantó vuelo causando temor entre los lugareños y curiosidad entre un grupo de invasores hostiles llamados Los Pirañas que vivían no muy lejos de ahí,  los cuales que fueron vencidos y desterrados por el entonces valeroso guerrero a quien el animal debía su nombre.

Fueron días de asombro e intriga y Aníbal sobrevolaba más lejos con sus jinetes del aire, lo que llevó a  Los Pirañas a planificar un ataque después de hace mucho tiempo, pero esta vez para apoderarse del aquella bestia voladora,  el pueblo y sus mujeres.

Fue así como en una noche nublada  y  sin luna llena Los Pirañas decidieron atacar y al penetrar al pueblo de Carrizal, los gritos, los llantos y el caos se apoderaron del pueblo.

Los invasores superaban en número a los hombres del pueblo y las espadas cortantes no se hacían esperar en los cuerpos desnudos de los habitantes del lugar. Juan Manuel e Igor salen de sus viviendas para hacerles frente a los invasores, a la vez que una lanza hiere en el brazo a la mamá de Igor, aquella mujer que en una oportunidad pidió que se sacrificara a Aníbal, aquel extraño animal.

Cuando el invasor intenta de nuevo penetrarle la lanza, pero esta vez en el corazón, a la Sra Pérez, una llamarada cayó como una fuerte cascada del cielo hacia los hostiles atacantes, quienes asombrados y en pánico huyeron lejos por el peligro y la amenaza  nunca antes vista. Era Anibal, el extraño animal con alas, cuerpo de lagarto, orejas de venado, cachos de vaca, trompa de cocodrilo y piel de escamas que esta vez arrojaba fuego por la boca para defender a los suyos.

Al día siguiente se pudo observar que el tranquilo pueblo que fue objeto de un feroz ataque solo había sufrido unos pocos heridos y unas pocas pérdidas materiales gracias a Aníbal, el extraño y valiente animal a quien luego Juan Manuel e Igor decidieron ponerle como por nombre  Dragón, desde ese día Aníbal es venerado por los carrizaleños y  el pueblo vive en completa paz.

jueves, 24 de abril de 2014

Quimera humana

Por Carlos Franco

Ser intersexual es flotar en un limbo sin gravedad en donde no sabes si eres hombre o eres mujer, ya que eres poseedor de los dos órganos sexuales al mismo tiempo y en un solo cuerpo. Ser intersexual significa estar ubicado en una brutal dualidad para toda la vida.

Cuando nació Darling José Perales, causó mucho revuelo. Sus padres no supieron si comprarle ropita rosada o azul. Decidieron comprársela de todos los colores. No sabían si comprarle muñecas o carritos. Le compraron muñecas y carritos.

Darling José fue creciendo con las atenciones de dos géneros, su padre lo trataba como un varón, su madre como una hembra. Su padre lo metió a jugar béisbol. Su madre la metió en ballet.

Darling José tiene un rostro andrógino, una belleza propia de los ángeles. No es de piel blanca ni negra, su piel morena cobriza pareciera estar permanentemente tostada por el sol. Su cuerpo es curvilíneo pero muy musculoso y de anchas espaldas, además tiene un don muy característico, ríe y sonríe permanentemente exhibiendo su bella dentadura.

Completó sus estudios universitarios, licenciándose en artes. Ahora que ejerce la pedagogía universitaria se plantea el siguiente drama existencial: “Soy como la quimera, aquel monstruo mítico con cabeza de león, vientre de cabra y cola de serpiente que se negaba a fusionarse en una sola entidad… Yo soy dos entidades en una y tampoco no me puedo fusionar”.

Darling José nunca llora, ni siquiera cuando les comunicó a sus padres que se mudaría para un apartamento. Cuando eso sucedió sus padres le propusieron que antes de marcharse, escogiera un sexo y se operara, para que no sintiera el rechazo de la sociedad.

Darling con esa sabiduría innata les contestó sonriendo: “Basta con que yo me acepte, hacerlo me hace muy feliz, además soy muy especial, tengo los dos sexos. Tener ovarios y testículos me potencia y me coloca en una enorme ventaja sobre el resto de la humanidad… No les puedo dar detalles pero conozco en profundidad la maravillosa sexualidad de ambos géneros y no renunciaría a ninguno de los dos jamás”. “¡Soy una quimera!”, sentenció.

Darling tuvo intensas relaciones sentimentales con personas de ambos sexos y se sentía espléndidamente bien con todos, hasta que avizoró una posibilidad real de matrimonio cuando se enamoró locamente de Jessica Dumont, una excelente médica cirujana y lesbiana andrófoba a rabiar, cuyo odio por los hombres hizo que le pidiera a Darling que se operara, que se cortara el pene, ya que odiaba su lado masculino. Ella se negó rotundamente, iniciándose una dinámica disfuncional tan tóxica que en pocos meses llevó a la pareja hasta los límites de la violencia física.

Darling buscó una válvula de escape y conoció a Aurora Covarrubias, una artista plástica cuyo amor le sirvió de refugio. Pero la astuta Jessica olfateó el “affaire” y fue hasta la universidad donde vio a Darling besándose en la boca con Aurora. Jessica supo disimular y hasta se empezaron a reconciliar, pero Darling jamás abandonó a Aurora y Jessica empezó a acumular un odio tal que la llevaría a fraguar la venganza.

Una noche le sirvió un té con sedante, la anestesió y aprovechando sus habilidades quirúrgicas le realizó una perfecta penectomía o clitorectomía. Cuando Darling despertó y vio tal atrocidad empezó a reír y le dijo, “Me acabas de privar ferozmente de una parte de mi vida y de mi identidad sexual pero internamente y hasta el último aliento de mi existencia soy y seguiré siendo una quimera".

El presagio

Por Francisco Soto

La madre sirena trajo al mundo a su nueva hija con dolor y regocijo cuando el volcán rugió. La exhalación volcánica era el acostumbrado aviso milenario de la naturaleza anunciando a todos los seres la llegada de esta vida muy especial. Así había sido siempre y ésta no sería la excepción.
En el mar había alegría y expectativa porque la llegada de Lunarcita, como la madre sirena la llamó, coincidió con una noche alumbrada por una gran luna llena en medio de un cielo limpio, puro y estrellado; presagiaba esta conjunción de signos celestiales un evento significativo de acuerdo a los postulados ancestrales del libro sagrado de las sirenas.
Y si en el mar había júbilo, en la tierra la hormiga reina oyó también al volcán emanar furor estremeciendo con su fuerza a toda la tierra. Sus cenizas y su humareda llenaron el ambiente penetrando los diferentes conductos y cavidades del hormiguero y despertando a toda la colonia.
Entonces la hormiga reina supo que era la señal. Había llegado el momento. Debía presentar sus respetos a la nueva sirena y debía hacerlo en la forma como sus antepasados lo plasmaron en el texto de la roca azul desde los comienzos del mundo para honrar los nacimientos de las más nobles sirenas.
Encargó a su hijo menor, el bravo soldado Amílcar, la tarea de presentar a la madre sirena la hoja mágica para su vista y reconocimiento.
Sólo la hormiga reina guarda en su habitación la roca azul, encontrándose depositada dentro de esta piedra la hoja mágica y el libro de la colonia en la que se enumeran todos y cada uno de los integrantes del hormiguero con su respectivo linaje.
La hormiga reina tenía la orden preciosa de asentar sus nombres en las noches de luna nueva sobre una hoja de olivo bañada en el mar con la asistencia, el consentimiento y el beso de la madre sirena; todo esto realizado con secretismo para velar por la correcta permanencia de la colonia en el planeta.
Pues bien, ese tesoro y ritual místico, símbolo de alianza y admiración entre las hormigas y las sirenas y de respecto entre la tierra y el mar, debía ser trasladado con sumo cuidado por Amílcar; pero sucedía que, muy adherido a la tierra, nunca había visto el mar y tampoco sabía nadar.
Sin decir ninguna palabra a nadie y tratando de vencer sus miedos para no contrariar los designios de la roca azul y de su madre, Amílcar labró con rapidez en varias horas y con la ayuda de los sabios ingenieros marinos una balsa chica con madera robusta y sólida, parecida a la que utilizó su tío en el gran viaje a la isla rosada.
Una vez terminada la misma y recibida la hoja mágica en evento solemne y formal acaecido en el seno de la colonia, Amílcar a solas con su espada, alguna comida y corazón atrevido, se adentró en el ancho mar en procura de la madre sirena y de Lunarcita.
Sucede que durante el accidentado trayecto el joven soldado fue embestido por una gran tormenta: lluvia, relámpagos, truenos, olas inmensas e infranqueables, remolinos intensos lo azotaron, extraviándose en el mar, sin conocerse su situación.
Dado que en aquella ocasión el cometido divino no fue cumplido, la hormiga reina y la colonia lloraron y siguen llorando lamentando la infausta tragedia.
La madre sirena sin embargo, también sometida a una profunda tristeza, tan pronto pudo llevó a Lunarcita a saludar a sus aliadas las hormigas como gesto único ante semejante muestra de valor. Homenajeo con toda clase de regalos y emociones al soldado caído.
Quienes aún murmuran en el muelle dicen que algo insólito habrá de pasar.
A partir de ese día, cada vez que los pescadores regresan de la faena diaria observan al lado de sus barcas cansadas a las hormigas que van todas las noches hasta la orilla del mar rogando por el regreso de su hermano perdido; oraban solidariamente sin parar, sin importar la arremetida violenta y nocturna de las olas en la playa y como si el camino y la esperanza fueran alumbrados por los ojos brillantes de aquel combatiente.
Mientras, en las profundidades abismales, en lo más hondo e insondable del mar, Lunarcita ante el concejo de sirenas y ante su madre en voz alta prometió que al verlo llegar, al aparecer, sin pensarlo, sin aviso alguno, la naturaleza temblará, pues con Amílcar se ha de casar.

Complot en el Olimpo

Por Aurysmar Guerra

Era la vigésima primera reunión convocada en el Olimpo por las Ninfas, y - como era de esperarse- presidida por Zeus.
Las divinidades femeninas alocadas por el tema del día no paraban de parlotear entre ellas y actuar con una especie de gracia –invariablemente aludida a su belleza- y una perversa complicidad.
Nínfula atrajo la atención de todos de ipso facto cuando empezó a girar sobre su propio eje acariciando su enorme y lacia cabellera dorada, mientras decía: “Yo… yo pienso que los humanos no sobrevaloran lo banal”. Su risa seductora luego de esta frase produjo miradas contrariadas y, de pronto, un nuevo escándalo se hizo presente en el lugar.
Las líderes de su hermandad, Nereida y Náyade, llamaron al orden y bajaron el tono entre los más lujuriosos Dioses diciendo: “Como sabes estamos aquí reunidos justo por lo contrario, hermana”, dijeron casi al unísono con una sonrisa que dejaba poco a entrever lo serio del caso.
Hace tanto que los humanos no se reúnen en los parques naturales, los ríos y bosques, sin ninguna razón aparente además de disfrutar del ambiente y celebrar, por qué no, de nuestra presencia.
“Ya ni los hombres nos miran hermanas”, continúo diciendo Náyade, “si pretendíamos que en algún momento se diesen cuenta de la importancia que simboliza erigirnos un templo, ya no lo harán. ¡Quiten esas caras de sorpresa!, ustedes lo sabían”, las regañó Nereida; y con esto finalizó su intervención.
Algunas, desesperadas, rompieron en llanto tras estas crudas y evidentes declaraciones mientras en la tierra los ríos se secaban, los bosques se incendiaban y las olas se levantaban molestas. Los científicos con las más aptas de las tecnologías realizaban estudios meteorológicos y hasta astronómicos, por si acaso la posición de la luna tendría algo que ver. Al menos esto último era lo que se leía en las tendencias mundiales del día en Twitter y otras redes sociales.
Fue bajo la aprobación de Zeus en el Olimpo que los favores de los dioses alarmaron a los hombres sin advertencias ni permisos. Con el único propósito de restituir el orden de las cosas le concedieron este tipo de manifestaciones naturales a las Ninfas, quienes atentaron sus propios hogares; después de todo, sino eran ellas quién más podía animar la naturaleza, y con ésta al hombre, y con el hombre al mundo. Eran los nuevos monstruos, la tecnología y las redes sociales, los que estaban ganando la batalla de admiración en esta era.
“Tal como es la belleza, peligrosa y desarme de las almas, la idolatría a lo superfluo y artificial distrajo al hombre moderno”, declaró Náyade, “¿podemos permitir esto?”, preguntó con una escultural pose de liderazgo, mientras Nínfu seguía riendo movida por la exaltación y el resto de las Ninfas alocadas respondieron con un ¡no! rotundo.
Bastó entonces con que un gran rayo lanzado por Zeus fuese el causante de blasfemias entre los hombres, la daga que impactara directamente entre los monstruos y el motivo de honra y vitoreo de las Ninfas. Con esto, Zeus sentenció el fin de la reunión en el Olimpo.
Sin mayores daños colaterales que la pérdida indefinida de la electricidad; los hombres empezaron a seguir a las ninfas, de vuelta en los parques; los jóvenes aventureros treparon por los arboles hasta alcanzar a alguna risueña, los niños en las arenas de las playas erigieron mini templos- al menos así lo veían conmovidas las Ninfas- y todos se hicieron, de nuevo amigos de las Ninfas como si nunca nada se hubiese interpuesto entre los canticos, retratos artísticos y creativas demostraciones de admiración para con ellas y su natural belleza.

La razón de ser

Por Luis Essis

No dejaba de pensar en el hogar en el que ha habitado por algún tiempo; sin duda es una familia muy bien acomodada y de buenos sentimientos pero él nunca ha conseguido su utilidad en aquella casa, nunca encontró su lugar.  
El frío le entraba por los pedazos de hilo más externos, la brisa que llegaba a esas horas de la madrugada hacía que rechinara la madera vieja de su cuerpo; extrañaba los rincones cálidos  en la escalera de la casa.  Si tan sólo hubiera sido capaz de conectar con ellos, su existencia tendría algún sentido.  La decisión de irse la tenía tomada pero ese sentimiento de no haber terminado su labor lo retenía, lo dejaba inmóvil justo en el pórtico de la casa.

Así pasó la noche entera tratando de recordar su verdadero propósito en esta casa y para con esta familia, y al mismo tiempo intentando agarrar fuerzas para un viaje sin retorno.  
El amanecer lo sorprendió exactamente en la misma posición en la que se detuvo a pensar, y por primera vez estaba a plena luz del día fuera de la casa, expuesto, y sin un plan de escape por si llegaba alguien.  No sabía bien que hacer cuando escucho a alguien bajar las escaleras dentro de la casa; era Soledad que se levantaba siempre temprano para preparar el desayuno y alistar a los niños para el colegio.  
Pasó unos minutos de angustia intentando escuchar si por alguna extraña razón Soledad decidía salir y encontrarse con él.  Sólo pensar en un encuentro con ella, justamente en el momento en el que estaba por abandonar la casa, lo aterraba, pero estaba paralizado y no consiguió moverse.  
Al cabo de un rato, comenzó a llegar un aroma que le era familiar; tardó un instante en darse cuenta que era el café que Soledad montaba todas las mañanas; un aroma que lo levantaba todos los días.  
Comenzó a sentir el calor del día, logró moverse un poco y desperezar su cuerpo, y por primera vez pudo sentir los rayos del sol que ya a esa hora le daban de frente.  
Se sentía un poco más despierto, con más ánimo, casi tenía ya las fuerzas para emprender su viaje cuando escuchó las escaleras nuevamente y decidió esperar a ver qué  ocurría.  Se escuchó la voz fuerte de Arquímedes, ¡buenos días cariño! 
Hoy tengo una reunión importante en la mañana, tengo que correr,  aquel comentario ya lo había escuchado infinidades de veces; siempre llegaba a la cocina como si se hubiera quedado dormido.  Soledad le respondió con una sonrisa, ya está el desayuno casi listo cariño, voy a subir a ver si los niños ya están listos; ok, pero recuerda que no tengo mucho tiempo Sole.  
Escuchó unos pasos que se acercaban a la puerta y sintió que se le helaba el cuerpo de nuevo, no sabía qué hacer si lo conseguían en el pórtico a esa hora, no tendría respuestas.  
La puerta se abrió y Arquímedes salió sin perder tiempo; caminó hacia el carro y sonó la desactivación de la alarma ¡tuic, tuic,!, se sentó en el asiento del piloto y encendió el motor.  No tenía donde esconderse, si Arquímedes se devolvía como todas las mañanas a desayunar; lo podía ver fácilmente; sintió que debía correr a su lugar habitual en la casa pero no pudo hacerlo.  
Arquímedes venía de vuelta pero para su alivio estaba leyendo unos papeles que traía del carro, paso a su lado y dejó la puerta entre abierta, lo suficiente para darle la oportunidad de volver a entrar.

Con el susto no se había percatado que ya estaban los niños en la cocina; para variar se estaban peleando por algún incidente en el baño que no logró entender pero que no tenía importancia porque siempre ocurría igual.  
Con el alboroto de los niños la casa tomaba vida y comenzaron a sonar los cubiertos, un aroma a huevos revueltos le llegó de repente y se imaginó las arepas recién hechas; aquello lo ánimo y tomó la decisión de moverse, de hacer algo pero ya no sabía si regresar y echar un último vistazo  o irse para siempre.  
Luego de dudar unos minutos decidió acercarse a la puerta y asomarse cuando escucho el ruido ensordecedor del autobús aproximándose a la esquina; supo de inmediato que sólo tenía unos segundos para reaccionar antes de que aparecieran los niños corriendo con la arepa en una mano y en la otra el morral del colegio; detrás vendría Soledad intentando alcanzarlos para peinarlos y darles el beso de despedida.  
Su decisión fue echarse a rodar lo más rápido que pudiera hasta llegar debajo de la escalera que estaba enfrente.  Los niños pasaron corriendo como lo esperaba y Soledad detrás de ellos con servilletas en una mano y un cuaderno en la otra, espera mi vida que se te queda tu cuaderno, salieron y él quedó a un lado de la escalera todavía  conmovido por el esfuerzo.

Al regresar, Soledad se encontró en la puerta con Arquímedes que ya estaba de salida inmerso en los papeles que llevaba en una mano, cariño hoy debo llegar tarde, es un día difícil en la oficina, lo se cariño aquí voy a estar esperándote con la cena lista, lo abraza y le da un beso de despedida.  
Desde la escalera  puede ver perfectamente la mirada de Soledad que tantas mañanas ha visto, una mirada de resignación, con los ojos inundados.  
Arquímedes le da un beso casi sin levantar la mirada en los papeles, sólo por un instante sube la mirada y alcanza a verlo allí, al lado de la escalera, por unos segundos se queda fija la mirada y parece que va a preguntarle algo.  
Él  se queda exactamente en la posición que estaba, desafiante, esperando un interrogatorio, pero Arquímedes suspira, se da media vuelta y se va.  
Soledad se va al sillón que está en la sala frente a la ventana y ve irse el carro con la mirada que el Odradek(*) ha visto tantas veces, en ese instante decide que debe quedarse en aquella casa.

(*)El Odradek es una criatura imaginaria que aparece en el cuento corto Las Preocupaciones de un Padre de Familia de Franz Kafka. La descripción física del Odradek lo muestra como un carrete de hilo plano y con forma de estrella, añadiéndole además algunos otros apéndices.
Más adelante en el cuento, Kafka le confiere características más humanas al Odradek, pudiendo pararse en dos patas y hablar. El narrador incluso llega a tener unas pocas conversaciones con el Odradek, durante las cuales se enfatiza la naturaleza nomádica y posiblemente inmortal de la criatura.
Odradek también se encuentra descrito en el bestiario moderno El libro de los seres imaginarios de Jorge Luis Borges.