Por Mate González Jaime
La aldea de Marco solía ser una tierra muy fértil, bastaba con lanzar una semilla, dejar que la lluvia hiciera su trabajo y así brotaba una planta que estiraba sus ramitas para saludar al sol. Las nuevas generaciones sabían de la fertilidad de los campos porque en la plaza estaba una fuente con una escultura: un pájaro de una sola pata lloraba y bajo de él se extendía una frondosa alfombra de matas. Sin embargo, el paisaje era desolador: la fuente no tenía agua, la tierra era árida, olía a chamusquina y el calor era pegajoso.
Una mañana Marco se sentó al borde la fuente y contempló la escultura. <Ese pájaro es extraño. Su llanto parece regar los campos>, pensó. El joven miró a su alrededor: el suelo era anaranjado y arenoso, todos los habitantes de la aldea están cubiertos del polvo del camino, no hay nada de verdor y todos parecen tristes. <El pájaro llora… jamás he visto a alguien llorar>, reflexionaba. “¿Y para qué vamos a desperdiciar las lágrimas? Cuando se fue la lluvia también se secaron nuestros ojos”, le espetó una anciana que estaba sentada detrás de él.
Marcos volteó para mirarla. Se extrañó que contestara sus pensamientos. La anciana, se levantó apoyada en una muleta y se marchó. Agobiado, el joven decidió ir a recorrer los campos, tal vez lejos pudiera encontrar algo de brisa.
Caminó durante horas dejando tras de sí la polvareda naranja del camino. Su pelo negro estaba lleno de motitas de polvo, hasta sus cejas y pestañas estaban cubiertas de esa pelusa fastidiosa. Agotado, se sentó en las faldas de un tronco seco.
─Muchacho, ¿y qué viniste a hacer tan lejos?─ lo interrogó una voz.
De repente, apareció la anciana de la fuente. Ella resplandecía bajo un mantón de tupidos hilos verdes. <¡Esta vieja está enrollada en una cobija cuando hace tanto calor!>, pensó el chico. “Cuando uno es viejo necesita arroparse porque el frío sale del alma”, contestó la anciana esbozando una sonrisa desdentada.
─A ver señora, ¿cómo hace usted para responder mis pensamientos? ─ y de un brinco Marco se incorporó.
─Es que conozco tu alma desde hace mucho tiempo.
De repente Marco sintió que algo lo empujaba hacia el suelo, y tuvo la urgencia de sentarse junto a la anciana. El joven aldeano comenzó a tener mucho frío y le ardían los ojos, como si algo quisiera salir de sus cavidades oculares.
La anciana se quitó el mantón de tupidos hilos verdes y cubrió con él a Marco. En cuanto sintió la tibieza, el chico notó un olor a tierra mojada, un aroma que nunca había percibido. Cuando volteó para agradecerle, la anciana estaba como dormida y con un par de cristales diminutos saliendo de sus ojos cerrados.
Marco notó que ya no respiraba. Conmocionado quiso agarrar uno de los cristales pero se cayó y se rompió. Donde había caído, la tierra reverberó. Marco nunca había visto a nadie morir y tuvo una extraña sensación: de sus ojos algo quería salir. Dos lágrimas gordas salieron expelidas de sus lagrimales y cayeron en la raíz del tronco seco del que brotó una pequeña hoja verde.
El joven corrió de regreso a la aldea, lloró con todas sus fuerzas regando a su paso todo el terreno. Al llegar a la fuente, cubrió al pájaro con el mantón de la anciana y sus gotas saladas comenzaron a llenar la fuente. Conmovidos, los aldeanos lo rodearon y de sus ojos también comenzaron a brotar cristales que luego se hicieron chispitas. Cuando llenaron la fuente, el agua de las lágrimas se desbordó y regó toda la tierra, que dejó su tono reseco por un marrón vivo y pequeñitas plantas comenzaron a brotar.
La aldea de Marco solía ser una tierra muy fértil, bastaba con lanzar una semilla, dejar que la lluvia hiciera su trabajo y así brotaba una planta que estiraba sus ramitas para saludar al sol. Las nuevas generaciones sabían de la fertilidad de los campos porque en la plaza estaba una fuente con una escultura: un pájaro de una sola pata lloraba y bajo de él se extendía una frondosa alfombra de matas. Sin embargo, el paisaje era desolador: la fuente no tenía agua, la tierra era árida, olía a chamusquina y el calor era pegajoso.
Una mañana Marco se sentó al borde la fuente y contempló la escultura. <Ese pájaro es extraño. Su llanto parece regar los campos>, pensó. El joven miró a su alrededor: el suelo era anaranjado y arenoso, todos los habitantes de la aldea están cubiertos del polvo del camino, no hay nada de verdor y todos parecen tristes. <El pájaro llora… jamás he visto a alguien llorar>, reflexionaba. “¿Y para qué vamos a desperdiciar las lágrimas? Cuando se fue la lluvia también se secaron nuestros ojos”, le espetó una anciana que estaba sentada detrás de él.
Marcos volteó para mirarla. Se extrañó que contestara sus pensamientos. La anciana, se levantó apoyada en una muleta y se marchó. Agobiado, el joven decidió ir a recorrer los campos, tal vez lejos pudiera encontrar algo de brisa.
Caminó durante horas dejando tras de sí la polvareda naranja del camino. Su pelo negro estaba lleno de motitas de polvo, hasta sus cejas y pestañas estaban cubiertas de esa pelusa fastidiosa. Agotado, se sentó en las faldas de un tronco seco.
─Muchacho, ¿y qué viniste a hacer tan lejos?─ lo interrogó una voz.
De repente, apareció la anciana de la fuente. Ella resplandecía bajo un mantón de tupidos hilos verdes. <¡Esta vieja está enrollada en una cobija cuando hace tanto calor!>, pensó el chico. “Cuando uno es viejo necesita arroparse porque el frío sale del alma”, contestó la anciana esbozando una sonrisa desdentada.
─A ver señora, ¿cómo hace usted para responder mis pensamientos? ─ y de un brinco Marco se incorporó.
─Es que conozco tu alma desde hace mucho tiempo.
De repente Marco sintió que algo lo empujaba hacia el suelo, y tuvo la urgencia de sentarse junto a la anciana. El joven aldeano comenzó a tener mucho frío y le ardían los ojos, como si algo quisiera salir de sus cavidades oculares.
La anciana se quitó el mantón de tupidos hilos verdes y cubrió con él a Marco. En cuanto sintió la tibieza, el chico notó un olor a tierra mojada, un aroma que nunca había percibido. Cuando volteó para agradecerle, la anciana estaba como dormida y con un par de cristales diminutos saliendo de sus ojos cerrados.
Marco notó que ya no respiraba. Conmocionado quiso agarrar uno de los cristales pero se cayó y se rompió. Donde había caído, la tierra reverberó. Marco nunca había visto a nadie morir y tuvo una extraña sensación: de sus ojos algo quería salir. Dos lágrimas gordas salieron expelidas de sus lagrimales y cayeron en la raíz del tronco seco del que brotó una pequeña hoja verde.
El joven corrió de regreso a la aldea, lloró con todas sus fuerzas regando a su paso todo el terreno. Al llegar a la fuente, cubrió al pájaro con el mantón de la anciana y sus gotas saladas comenzaron a llenar la fuente. Conmovidos, los aldeanos lo rodearon y de sus ojos también comenzaron a brotar cristales que luego se hicieron chispitas. Cuando llenaron la fuente, el agua de las lágrimas se desbordó y regó toda la tierra, que dejó su tono reseco por un marrón vivo y pequeñitas plantas comenzaron a brotar.
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