Por Carlos Curé
Recostado de nuevo en el diván, sentí que la consulta de hoy sería diferente.
- Doctor no puedo siquiera decir buenos días cuando hay más de dos personas reunidas - le dije con el pulso acelerado y las manos sudorosas y seguí hablando sin parar-. Es un miedo, una asfixia que siento en el pecho y no hablo, esto me esta causando problemas en el trabajo, con mis amigos, en mi casa, me he aislado de todos.
El doctor con la serenidad de lo caracteriza me preguntó:
-¿Qué es lo peor que te puede pasar si hablas en público?
No tenía una respuesta a la mano, sólo guardé en silencio mi reflexión. Me quedé mirando fijamente la lámpara del techo que tenuemente iluminaba el espacio y escuche al doctor que extrañamente hablaba más de lo regular, contándome una historia que el cerebro nos protegía del dolor ocultándonos experiencias. No se si fue la historia o la voz calmada del doctor pero cerré los ojos y respiré profundamente.
Volvió la pregunta a mi mente: ¿Qué es lo peor que puede pasar si hablo en público?
Mi padre con su uniforme verde oliva impecablemente planchado me paró en medio de la sala y me preguntó si estaba lista mi exposición para el día siguiente, con apenas siete años de edad y en una escuela nueva ya tenía que haberme adaptado a los constantes cambios de vivienda y de amigos.
No, la exposición de apenas tres líneas no la tenía memorizada, esto bastó para que delante de mis hermanos me parara desnudo en la sala y me hiciera repetir cien veces las piches tres líneas.
En el primer asomo de lágrima que asomaron mis ojos, vi como mi papá prensaba la mandíbula y gritaba la primera amenaza, darme con la correa que ya tenía enrollada en el puño derecho.
No pude aguantar el llanto y brotaron de mis ojos como dique lágrimas a más no poder, sentí inmediatamente un candelazo en las piernas y vi como levantaba de nuevo mi padre el brazo para darme el segundo correazo. Las burlas de mis hermanos no se hicieron esperar, aunque en la exaltación de mi padre les profirió igualmente amenazas por su conducta. Era así, era su carácter.
Al día siguiente fue la exposición, me equivoqué tres veces y mi maestra con su suave sonrisa y su olor a dulce de leche me felicitó. Con todo el dolor y rabia que me produjo mi padre me fui con los pensamientos más oscuros hacia quien inútilmente y en su condición de poder maltrataba tempranamente mi humanidad. Sabía que me estaría esperando para preguntar el resultado obtenido en la escuela. Esta vez decidí irme por el camino más largo queriéndole dar tiempo a la rabia.
En el primer cruce de una calle solitaria escuché los gruñido gruesos y atronadores de unos perros; al acercarme un poco más veo la inmensidad de un perro con tres cabezas y cola de serpiente, con los ojos inyectados de sangre que al verme soltaron sendos ladridos que hicieron remover mis tímpanos.
Me llevé las manos a los oídos y el terror me paralizó, era una bestia salida del infierno capaz de devorarme de un solo bocado. Cuando pude reaccionar regresé corriendo por el camino de siempre y al llegar a mi casa estaba mi padre esperando.
- ¿Cómo te fue en la exposición?- preguntó con sequedad.
– Bien- respondí jadeante todavía del susto y le di un abrazo.
Mis hermanos al verme me dijeron:
-Disculpa por lo de ayer.
Yo un poco extrañado sólo pude preguntarles: “¿Qué pasó ayer?”.
Cuando abrí los ojos de nuevo la lámpara de techo seguía tenuemente iluminando el espacio y logré escuchar al doctor diciendo:
– Cancerbero, así es como se llama esa bestia de tres cabezas que no deja entrar a los vivos al inframundo, al reino de Hades al inconsciente, y no deja salir a los muertos, a sus ideas y a sus traumas, sólo endulzándolo o con música se puede calmar ese animal, esa censura.
Recostado de nuevo en el diván, sentí que la consulta de hoy sería diferente.
- Doctor no puedo siquiera decir buenos días cuando hay más de dos personas reunidas - le dije con el pulso acelerado y las manos sudorosas y seguí hablando sin parar-. Es un miedo, una asfixia que siento en el pecho y no hablo, esto me esta causando problemas en el trabajo, con mis amigos, en mi casa, me he aislado de todos.
El doctor con la serenidad de lo caracteriza me preguntó:
-¿Qué es lo peor que te puede pasar si hablas en público?
No tenía una respuesta a la mano, sólo guardé en silencio mi reflexión. Me quedé mirando fijamente la lámpara del techo que tenuemente iluminaba el espacio y escuche al doctor que extrañamente hablaba más de lo regular, contándome una historia que el cerebro nos protegía del dolor ocultándonos experiencias. No se si fue la historia o la voz calmada del doctor pero cerré los ojos y respiré profundamente.
Volvió la pregunta a mi mente: ¿Qué es lo peor que puede pasar si hablo en público?
Mi padre con su uniforme verde oliva impecablemente planchado me paró en medio de la sala y me preguntó si estaba lista mi exposición para el día siguiente, con apenas siete años de edad y en una escuela nueva ya tenía que haberme adaptado a los constantes cambios de vivienda y de amigos.
No, la exposición de apenas tres líneas no la tenía memorizada, esto bastó para que delante de mis hermanos me parara desnudo en la sala y me hiciera repetir cien veces las piches tres líneas.
En el primer asomo de lágrima que asomaron mis ojos, vi como mi papá prensaba la mandíbula y gritaba la primera amenaza, darme con la correa que ya tenía enrollada en el puño derecho.
No pude aguantar el llanto y brotaron de mis ojos como dique lágrimas a más no poder, sentí inmediatamente un candelazo en las piernas y vi como levantaba de nuevo mi padre el brazo para darme el segundo correazo. Las burlas de mis hermanos no se hicieron esperar, aunque en la exaltación de mi padre les profirió igualmente amenazas por su conducta. Era así, era su carácter.
Al día siguiente fue la exposición, me equivoqué tres veces y mi maestra con su suave sonrisa y su olor a dulce de leche me felicitó. Con todo el dolor y rabia que me produjo mi padre me fui con los pensamientos más oscuros hacia quien inútilmente y en su condición de poder maltrataba tempranamente mi humanidad. Sabía que me estaría esperando para preguntar el resultado obtenido en la escuela. Esta vez decidí irme por el camino más largo queriéndole dar tiempo a la rabia.
En el primer cruce de una calle solitaria escuché los gruñido gruesos y atronadores de unos perros; al acercarme un poco más veo la inmensidad de un perro con tres cabezas y cola de serpiente, con los ojos inyectados de sangre que al verme soltaron sendos ladridos que hicieron remover mis tímpanos.
Me llevé las manos a los oídos y el terror me paralizó, era una bestia salida del infierno capaz de devorarme de un solo bocado. Cuando pude reaccionar regresé corriendo por el camino de siempre y al llegar a mi casa estaba mi padre esperando.
- ¿Cómo te fue en la exposición?- preguntó con sequedad.
– Bien- respondí jadeante todavía del susto y le di un abrazo.
Mis hermanos al verme me dijeron:
-Disculpa por lo de ayer.
Yo un poco extrañado sólo pude preguntarles: “¿Qué pasó ayer?”.
Cuando abrí los ojos de nuevo la lámpara de techo seguía tenuemente iluminando el espacio y logré escuchar al doctor diciendo:
– Cancerbero, así es como se llama esa bestia de tres cabezas que no deja entrar a los vivos al inframundo, al reino de Hades al inconsciente, y no deja salir a los muertos, a sus ideas y a sus traumas, sólo endulzándolo o con música se puede calmar ese animal, esa censura.
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