Por Guillermo Blanco
En el reino de los cielos, en una época en donde gran parte de la humanidad perdió su fe en Dios, se encontraba Haniel arrodillado en frente de un altar pidiendo sabiduría y valentía para poder llevar a cabo su tarea. Era claro lo que venía: las fuerzas del bien y el mal tendrán su último enfrentamiento en la ciudad del Vaticano y él será el general que guie las tropas en su lucha.
Apenas terminó su oración se levantó y se dirigió hacia la puerta que conducía al balcón de la basílica de San Pedro. Mientras caminaba, su túnica blanca como la nieve se disolvía desde los pies hasta arriba y al cabo de un par de segundos dio lugar a una armadura de plata con una cruz dorada en su centro.
Haniel desenvainó su espada cuando llegó al balcón contemplando la nube negra y tormentosa que se dirigía a la ciudad. Al asomarse, vio que sus hermanos Kafziel ,Azriel y Aniel estaban en el piso de abajo organizando todo. Hasta que el momento llegó: los cuernos emitieron un sonido de alarma que se escuchó en toda la basílica.
Una nube oscura se dirigía hacia la ciudad, de la cual salieron los demonios alados emitiendo gritos y lamentos. Se abrió otro portal y salieron los sabuesos y otras criaturas malignas. Haniel se apareció en el frente para liderar al ejercito.
Tomó la misma actitud el general del otro bando, uno de los condes infernales, cuyo nombre atrae mala suerte a quien lo pronuncia. Éste gritó “Arcángel Haniel, ¡ahora veremos si tu Dios te sirve de algo!”
El arcángel no se limitó a contestarle a tal escoria. Desenvainó su espada y sus alas emergieron emitiendo una corriente de viento que hizo retroceder a las bestias infernales.
Empezó la batalla: los ángeles con sus águilas doradas se enfrentaron a los demonios y sus murciélagos en el cielo; los leones de luz y sus jinetes combatieron contra las hienas oscuras en la tierra junto a sus montadores.
Al parecer estaban disminuyendo el número de defensas contra las bestias que tratan de destruir la basílica
A lo lejos, una torre emitía un extraño brillo. Era el innombrable, que mientras se reía, acumulaba toda su energía para destruir el Vaticano. Todo estaba perdido, hasta que una luz blanca sobresale de la oscuridad. Haniel entonces se dirigió a la torre para impedir que el demonio derrumbara la basílica.
El innombrable, que ya se le agotó la paciencia, gritó “¡sólo retrasas lo inevitable!”.
Soltó el rayo de energía contra Haniel que lo desvió hacia las tropas enemigas, reduciéndolas en su número y fuerza.
Haniel aterrizó en el extremo opuesto del último piso de la torre, en donde estaba el innombrable. Él tratando de contener la rabia dijo:
—Impresionante.
—Ahórrate los halagos. En el nombre de Dios te eliminaré de una vez por todas.
Los dos, ya con sus espadas desenvainadas, iniciaron su batalla.
A Haniel no se le aclararon sus dudas. Él sólo estaba seguro de una cosa: esa batalla decidirá el destino del mundo.
En el reino de los cielos, en una época en donde gran parte de la humanidad perdió su fe en Dios, se encontraba Haniel arrodillado en frente de un altar pidiendo sabiduría y valentía para poder llevar a cabo su tarea. Era claro lo que venía: las fuerzas del bien y el mal tendrán su último enfrentamiento en la ciudad del Vaticano y él será el general que guie las tropas en su lucha.
Apenas terminó su oración se levantó y se dirigió hacia la puerta que conducía al balcón de la basílica de San Pedro. Mientras caminaba, su túnica blanca como la nieve se disolvía desde los pies hasta arriba y al cabo de un par de segundos dio lugar a una armadura de plata con una cruz dorada en su centro.
Haniel desenvainó su espada cuando llegó al balcón contemplando la nube negra y tormentosa que se dirigía a la ciudad. Al asomarse, vio que sus hermanos Kafziel ,Azriel y Aniel estaban en el piso de abajo organizando todo. Hasta que el momento llegó: los cuernos emitieron un sonido de alarma que se escuchó en toda la basílica.
Una nube oscura se dirigía hacia la ciudad, de la cual salieron los demonios alados emitiendo gritos y lamentos. Se abrió otro portal y salieron los sabuesos y otras criaturas malignas. Haniel se apareció en el frente para liderar al ejercito.
Tomó la misma actitud el general del otro bando, uno de los condes infernales, cuyo nombre atrae mala suerte a quien lo pronuncia. Éste gritó “Arcángel Haniel, ¡ahora veremos si tu Dios te sirve de algo!”
El arcángel no se limitó a contestarle a tal escoria. Desenvainó su espada y sus alas emergieron emitiendo una corriente de viento que hizo retroceder a las bestias infernales.
Empezó la batalla: los ángeles con sus águilas doradas se enfrentaron a los demonios y sus murciélagos en el cielo; los leones de luz y sus jinetes combatieron contra las hienas oscuras en la tierra junto a sus montadores.
Al parecer estaban disminuyendo el número de defensas contra las bestias que tratan de destruir la basílica
A lo lejos, una torre emitía un extraño brillo. Era el innombrable, que mientras se reía, acumulaba toda su energía para destruir el Vaticano. Todo estaba perdido, hasta que una luz blanca sobresale de la oscuridad. Haniel entonces se dirigió a la torre para impedir que el demonio derrumbara la basílica.
El innombrable, que ya se le agotó la paciencia, gritó “¡sólo retrasas lo inevitable!”.
Soltó el rayo de energía contra Haniel que lo desvió hacia las tropas enemigas, reduciéndolas en su número y fuerza.
Haniel aterrizó en el extremo opuesto del último piso de la torre, en donde estaba el innombrable. Él tratando de contener la rabia dijo:
—Impresionante.
—Ahórrate los halagos. En el nombre de Dios te eliminaré de una vez por todas.
Los dos, ya con sus espadas desenvainadas, iniciaron su batalla.
A Haniel no se le aclararon sus dudas. Él sólo estaba seguro de una cosa: esa batalla decidirá el destino del mundo.
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