Por David Santamarina
Se trataba de una gran casa en la que estaba confinado a pasar el resto de sus días pagando su condena, tan grande que sólo dos hijos de hombre conocían la salida. Aquella cárcel era completamente espeluznante, sus monótonos e infinitos pasillos blancos se repetían como patrones de un confuso mandala. Aquellos muros insípidos se habían convertido en lo que él más odiaba. Asterión nunca logró tener amigos porque se los comía, también por eso estaba encerrado.
Artemio era un joven ateniense que se perdía para encontrar su muerte. Sus temblorosos pasos le dirigían a su fin. Debía elegir entre morir de hambre perdido en aquellos pasillos o ser devorado por la despiadada bestia. Eligió la muerte más rápida. El sudor corría por su cara y ardía en sus ojos. Después de una hora de recorrer aquellos idénticos y blancos caminos se sentía mareado.
− ¡Oh gran Zeus! ¿Por qué me ha tocado a mí este castigo? ¿Por qué has sometido a mi pueblo bajo el dominio del rey de Creta? Te ruego oh padre de los dioses, Zeus misericordioso, haz que mi muerte sea rápida y sin mucho dolor –suplicaba el joven susurrando entre llantos.
Asterión oyó a lo lejos un murmullo, lo cual le sorprendió de manera tal que se puso en pie en busca del origen de aquellos sonidos. Era primera vez en tantos meses que se sentía alguna presencia entre los corredores de su gran mansión blanca.
El joven Artemio oía las pisadas de los pies desnudos de la criatura que se paseaba entre los pasillos en su búsqueda, y también las ruidosas inhalaciones y exhalaciones de su hocico taurino que venían cada vez más cerca.
− ¿Quién visita la casa de Asterión, hijo del toro?
No hubo respuesta. Sólo se oía el casi inaudible sonido de un cuerpo temblando en el suelo poseído por el miedo y su temblorosa respiración entrecortada.
−Puesto que aún no has sido invitado, yo te invito a que conozcas mi casa. Sabrás que no tengo ni un solo amigo y desearía conocerte. ¿Quién eres?, ¡déjame verte!
Entonces el joven divisó aquella terrorífica cabeza de toro que parecía salida del mismísimo Hades observándole fijamente con sus enrojecidos y desorbitados ojos. Quedó sin voz por unos segundos, luego logró débilmente pronunciar algunas palabras.
−Mi nombre es Artemio, hijo de Andrócles, mi señor –dijo con una expresión de pánico en su rostro y cerrando los ojos con fuerza.
−Pues bien, hijo de Andrócles, ¿quisieras tú ser mi amigo?
No hubo respuesta, todo quedó en silencio.
Asterión nunca aprendió que es de malos modales comer a los amigos.
Se trataba de una gran casa en la que estaba confinado a pasar el resto de sus días pagando su condena, tan grande que sólo dos hijos de hombre conocían la salida. Aquella cárcel era completamente espeluznante, sus monótonos e infinitos pasillos blancos se repetían como patrones de un confuso mandala. Aquellos muros insípidos se habían convertido en lo que él más odiaba. Asterión nunca logró tener amigos porque se los comía, también por eso estaba encerrado.
Artemio era un joven ateniense que se perdía para encontrar su muerte. Sus temblorosos pasos le dirigían a su fin. Debía elegir entre morir de hambre perdido en aquellos pasillos o ser devorado por la despiadada bestia. Eligió la muerte más rápida. El sudor corría por su cara y ardía en sus ojos. Después de una hora de recorrer aquellos idénticos y blancos caminos se sentía mareado.
− ¡Oh gran Zeus! ¿Por qué me ha tocado a mí este castigo? ¿Por qué has sometido a mi pueblo bajo el dominio del rey de Creta? Te ruego oh padre de los dioses, Zeus misericordioso, haz que mi muerte sea rápida y sin mucho dolor –suplicaba el joven susurrando entre llantos.
Asterión oyó a lo lejos un murmullo, lo cual le sorprendió de manera tal que se puso en pie en busca del origen de aquellos sonidos. Era primera vez en tantos meses que se sentía alguna presencia entre los corredores de su gran mansión blanca.
El joven Artemio oía las pisadas de los pies desnudos de la criatura que se paseaba entre los pasillos en su búsqueda, y también las ruidosas inhalaciones y exhalaciones de su hocico taurino que venían cada vez más cerca.
− ¿Quién visita la casa de Asterión, hijo del toro?
No hubo respuesta. Sólo se oía el casi inaudible sonido de un cuerpo temblando en el suelo poseído por el miedo y su temblorosa respiración entrecortada.
−Puesto que aún no has sido invitado, yo te invito a que conozcas mi casa. Sabrás que no tengo ni un solo amigo y desearía conocerte. ¿Quién eres?, ¡déjame verte!
Entonces el joven divisó aquella terrorífica cabeza de toro que parecía salida del mismísimo Hades observándole fijamente con sus enrojecidos y desorbitados ojos. Quedó sin voz por unos segundos, luego logró débilmente pronunciar algunas palabras.
−Mi nombre es Artemio, hijo de Andrócles, mi señor –dijo con una expresión de pánico en su rostro y cerrando los ojos con fuerza.
−Pues bien, hijo de Andrócles, ¿quisieras tú ser mi amigo?
No hubo respuesta, todo quedó en silencio.
Asterión nunca aprendió que es de malos modales comer a los amigos.
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