domingo, 7 de julio de 2013

Ampollas en los pies

Por Gabriela Martin

La peregrinación hasta la catedral de Santiago de Compostela es un camino largo y agotador. Miles de personas recorren la ruta cada año, por fervor religioso, turismo, o reflexión; Sebastián, en cambio, tiene sus propias razones. Ha caminado cientos de kilómetros, dormido en hogares ajenos, ha rezado a un dios en el que no cree. Sebastián busca algo indefinible, sin forma, no sabe si eso que quiere encontrar existe, pero sabe que es importante, mucho más importante que los frascos de Rivotril escondidos en su alacena.

El joven caminaba por los calles de tierra de la pequeña aldea, a solo un par de días del final del recorrido. Entró a un pequeño albergue y se acercó a una improvisada recepción para que se le sellara su credencial. Se sentó en un mullido sillón y se descalzó, una nueva ampolla había nacido en la planta de su pie. De un pequeño botiquín que cargaba sacó hilo y aguja y los introdujo con cuidado drenando el líquido; el hilo dejaba la piel abierta, permitiendo un flujo constante, evitando que se formara nuevamente la molesta herida.
En tres días llegaría a la ciudad de Santiago de Compostela, y, si tenía suerte, encontraría lo que había perdido. Sebastián quería encontrar desesperadamente una razón para no tomar un largo trago de vodka acompañado de una decena de fármacos; parecía una salida fácil, pero tenía miedo.

Tres días después, un 25 de julio de 1999, una multitud expectante esperaba que se abrieran las puertas de la catedral. Las magnificas puertas se abren lentamente ante sus ojos, y mientras camina a lo largo de la nave principal, el olor a incienso invade la inmensidad de la estructura.  El impulso que lo había guiado hasta ese lugar hace que alce la mirada sobre el altar y asombrado observa a las criaturas de fuego mirarle desde las alturas. Son inmensas y distantes, pero cobran vida ante sus ojos, no ha recorrido solo el camino, ellas también tienen ampollas. Sebastián no sabe si esto es lo que tanto buscaba, pero ya no piensa en el vodka ni el Rivotril, y los ojos le escuecen aun más que las ampollas hiladas; su fuego lo impulsa hacia adelante, y frente a un pequeño mundo hecho de oro, Sebastián se sienta y finalmente llora.

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