Por Gabriela Martin
La peregrinación hasta la catedral de Santiago de Compostela
es un camino largo y agotador. Miles de personas recorren la ruta cada año, por
fervor religioso, turismo, o reflexión; Sebastián, en cambio, tiene sus propias
razones. Ha caminado cientos de kilómetros, dormido en hogares ajenos, ha
rezado a un dios en el que no cree. Sebastián busca algo indefinible, sin
forma, no sabe si eso que quiere encontrar existe, pero sabe que es importante,
mucho más importante que los frascos de Rivotril escondidos en su alacena.
El joven caminaba por los calles de tierra de la pequeña
aldea, a solo un par de días del final del recorrido. Entró a un pequeño
albergue y se acercó a una improvisada recepción para que se le sellara su
credencial. Se sentó en un mullido sillón y se descalzó, una nueva ampolla
había nacido en la planta de su pie. De un pequeño botiquín que cargaba sacó
hilo y aguja y los introdujo con cuidado drenando el líquido; el hilo dejaba la
piel abierta, permitiendo un flujo constante, evitando que se formara
nuevamente la molesta herida.
En tres días llegaría a la ciudad de Santiago de Compostela,
y, si tenía suerte, encontraría lo que había perdido. Sebastián quería
encontrar desesperadamente una razón para no tomar un largo trago de vodka
acompañado de una decena de fármacos; parecía una salida fácil, pero tenía
miedo.
Tres días después, un 25 de julio de 1999, una
multitud expectante esperaba que se abrieran las puertas de la catedral. Las
magnificas puertas se abren lentamente ante sus ojos, y mientras camina a lo
largo de la nave principal, el olor a incienso invade la inmensidad de la
estructura. El impulso que lo había
guiado hasta ese lugar hace que alce la mirada sobre el altar y asombrado
observa a las criaturas de fuego mirarle desde las alturas. Son inmensas y
distantes, pero cobran vida ante sus ojos, no ha recorrido solo el camino, ellas
también tienen ampollas. Sebastián no sabe si esto es lo que tanto buscaba, pero
ya no piensa en el vodka ni el Rivotril, y los ojos le escuecen aun más que las
ampollas hiladas; su fuego lo impulsa hacia adelante, y frente a un pequeño
mundo hecho de oro, Sebastián se sienta y finalmente llora.
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