Por
Cristhian Lesther
Conciliar el sueño aquella noche no fue un
inconveniente. Un cansancio poco habitual, injustificado, destronó con rapidez
mis párpados. Recuerdo que al despertar un ruido exasperante llamó mi atención,
de ritmo tenaz, como de avispón prisionero queriendo abrir un boquete en la
puerta del guardarropa. Un despertador intruso ofrecía fecha y hora en
caracteres fosforescentes, escandalosos en medio de la supuesta paz nocturna:
21 de diciembre de 2012, 12:01 am. El ruido insistía. Me sentí excitado por un
terror casi infantil y fue ese el comienzo de aquella otra sensación de
destiempo, de espiral infinita en la que fechas y memorias se licuaban en un
remolino espeso de irrealidad.
Al deslizar la puerta, un carro de juguete avanzó
presuroso, oxidado y maltrecho, con las luces delanteras encendidas y el
ronquido de su motor imposible. Supe que peregrinaba desde los abismos de una
infancia desmantelada por tiempos miserables. De inmediato adiviné la absoluta
falsedad de aquellas ilusiones: obviamente, soñaba -sólo en pesadillas
resucitan con tanta nitidez algunos objetos asesinados por el tiempo- y, en
medio de la extrañeza onírica, confié en mis viejos métodos para volver a la
superficie. Bastaba con cerrar los ojos y chasquear los dedos al unísono.
Siempre había funcionado y quise que aquella no fuera la excepción. Al abrir
los ojos en un segundo despertar constaté que todo estaba en orden -aunque el
remolino continuaba agitándose en mí- y quise apagar los residuos de espanto
con el tufo de un cigarrillo.
Pero al salir de mi habitación el juguete alocado,
otra vez, daba vueltas en medio de un salón ignoto. De la sombra brotó un pie
que detuvo al pequeño automóvil. Yo seguía inmerso en la ficción de mí mismo y
quise huir no sin antes procurar el rostro de aquella sombra que sentí tan
infame: rostro sin rostro, sólo unos labios que dejaron en fuga una risa como
un deslave insolente, y un pie deforme que se hundía en el pequeño artefacto.
Cuando yo mismo sentí la presión que me estrechaba el cuerpo, otra vez el
chasquido me sacó del agobio. Y entonces otra resurrección hacia abajo que ya
no iba a engañarme: vi aguas de niñez contaminadas de ausencia, cementerios con
tumbas sin nombre, madres estridentes de cuyo vientre yo emergía, enemigos
dibujados por mi naturaleza de hastío. Despertar era descender; quizás fue mi
forma particular de morir aquella noche, cuando el mundo real -o el falso,
quizás- poco a poco me fue pareciendo una ficción, una travesura. La energía
vital terminaría siendo esta voz que, de llegar a alguien en quién sabe cuál
dimensión, quizás sirva para traerlo a mi lado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario