lunes, 9 de abril de 2012

21 de Diciembre 2012

Por Adalberto Nieves 


Mi angustia no parecía ser menor que la de todo el mundo a mi alrededor. Pasaban las horas y faltaba poco para el amanecer de ese fatídico día para el que desde hace algunos años se anunciaban calamidades y un inevitable fin de mundo, de acuerdo a las interpretaciones de profecías y el viejo calendario Maya. 
No podía controlar un impulso muy ajeno a mi temperamento que me hacía ver una muerte por envenenamiento con gases como la mejor manera de morir anticipadamente porque no quería ser testigo de una destrucción masiva de todo y de todos. 

Busqué desesperadamente aquel cilindro metálico, que había preparado con una mezcla de tóxicos gases, producto de mis experimentos personales en el laboratorio donde trabajaba. Lo había guardado en algún lugar, pero ahora con la tribulación del momento no recordaba con certeza dónde estaba. 


Después de registrar por todo el apartamento, al fin encontré el aparentemente inofensivo recipiente. Dije algunas oraciones, sin estar seguro que pudieran tener algún significado y valor ante un inminente fin, pero puse todo mi fervor en decir mentalmente aquellas palabras que en otras épocas me acercaban a un Dios que siempre imaginé como un ser amable. 

Me acosté en la cama fría aun desordenada de la noche anterior; encendí la televisión esperando ver alguna imagen de lo que ocurría a esa hora, pero la programación era la misma tediosa de todos los días. La sensación era de normalidad en el recuadro luminoso del aparato. 

Decidido en un último impulso tomé la mascarilla conectada el cilindro de gases y la coloque sobre mi boca y nariz, abrí la válvula que dejó escapar lentamente el gas de olor dulce como almendras y mientras fluía hasta mis pulmones sentí como entraba en una soñolencia que poco a poco me hacía escapar de la realidad mientras pensaba que ese era mi fin, que mi vida hasta entonces plácida no tendría ya continuación.


Desperté de golpe, con el ruido de una alarma que sonaba cerca de mi ventana. Abrí los ojos y sentí como sudaba copiosamente. Miré a todos lados para terminar reconociendo las paredes de mi cuarto. Una tenue luz entraba por la ventana. Vi el reloj sobre la mesa al lado de mi cama; marcaba las 6:45 am. Se leía también la fecha: Dic 22  2012. Mi boca dibujó una nerviosa sonrisa al recordar la pesadilla de la que acababa de despertar. 

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