Por Lidia Coronado,
peregrina
Ya
habían descubierto que podían tener ampollas debajo de las ampollas. Que el
dolor en el cuerpo puede ser infinito. Que el ibuprofeno no es suficiente para
dormir. Que el agua fría de los ríos anestesia los pies y quema la piel. Que todo
pesa, hasta un mal pensamiento.
Esa
sería la última jornada, caminarían todo el día y parte de la noche. Todos
querían sentir la experiencia de andar en la oscuridad entre los bosques
gallegos antes de llegar a Santiago.
Ella
ya había entendido lo de los milagros, él seguía incrédulo igual que el resto
del grupo. La encontraron en mitad de una carretera y decidieron llevársela
hasta el final, con la promesa de consentirla en Valencia. Ella aceptó.
La
noche es ineludible, llevaban más de quince horas caminando, el agotamiento
había borrado las palabras y casi todos los pensamientos. Ya casi no tenían
agua, sin hidratación el camino sería casi imposible. En ese momento ella dice
haber visto un edificio de piedra iluminado en lo alto de la montaña. Nadie más
lo vio. El camino de flechas amarillas los guía hacia la montaña. Suben. Ni una
voz ni un pensamiento. Dan una curva y de la nada un hotel de piedras, lleno de luces.
Empujan
la puerta del restaurante, está vacío, los restos del trabajo del día están
sobre la barra del bar. En ese momento la cocinera sale tarareando de la
cocina, el susto la paraliza cuando ve al grupo de peregrinos, ¿cómo entraron?
Hacia unos minutos ella había cerrado la puerta con llave.
Peregrinos
–dijo- buenas noches, ¿qué desean? Él contestó ¿tienen cocina?. No peregrino,
no tenemos cocina, sólo tenemos agua. Segundo milagro de la noche.
Ella
no podía dejar de recordar la frase de aquel peregrino en bicicleta que conoció
el primer día: peregrina venezolana prepárate aquí en el camino ocurren
milagros todos los días.
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