domingo, 9 de junio de 2013

Un milagro cada día

Por Lidia Coronado, peregrina

Ya habían descubierto que podían tener ampollas debajo de las ampollas. Que el dolor en el cuerpo puede ser infinito. Que el ibuprofeno no es suficiente para dormir. Que el agua fría de los ríos anestesia los pies y quema la piel. Que todo pesa, hasta un mal pensamiento.

Esa sería la última jornada, caminarían todo el día y parte de la noche. Todos querían sentir la experiencia de andar en la oscuridad entre los bosques gallegos antes de llegar a Santiago.
Ella ya había entendido lo de los milagros, él seguía incrédulo igual que el resto del grupo. La encontraron en mitad de una carretera y decidieron llevársela hasta el final, con la promesa de consentirla en Valencia. Ella aceptó.

La noche es ineludible, llevaban más de quince horas caminando, el agotamiento había borrado las palabras y casi todos los pensamientos. Ya casi no tenían agua, sin hidratación el camino sería casi imposible. En ese momento ella dice haber visto un edificio de piedra iluminado en lo alto de la montaña. Nadie más lo vio. El camino de flechas amarillas los guía hacia la montaña. Suben. Ni una voz ni un pensamiento. Dan una curva y de la nada un  hotel de piedras, lleno de luces.

Empujan la puerta del restaurante, está vacío, los restos del trabajo del día están sobre la barra del bar. En ese momento la cocinera sale tarareando de la cocina, el susto la paraliza cuando ve al grupo de peregrinos, ¿cómo entraron? Hacia unos minutos ella había cerrado la puerta con llave.

Peregrinos –dijo- buenas noches, ¿qué desean? Él contestó ¿tienen cocina?. No peregrino, no tenemos cocina, sólo tenemos agua. Segundo milagro de la noche.


Ella no podía dejar de recordar la frase de aquel peregrino en bicicleta que conoció el primer día: peregrina venezolana prepárate aquí en el camino ocurren milagros todos los días.

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