Por M. A. Hernández G.
Debía apurarme. No quería que mi esposa empezara a reclamar mi retraso.
Yo siempre esperaba hasta el último momento para bañarme. Sin embargo, la
afeitadora esperaba su turno. La ocasión ameritaba, según ella, una presencia
impecable.
El pequeño espejo dentro de la ducha tenía algunas manchas de la última
vez que me había afeitado. Éste ya empezaba a humedecerse con el vapor caliente
del agua que salía de la regadera. Mi rostro se desvaneció en aquel espejo
opaco y aproveché para poner un poco de agua caliente y espuma de afeitar sobre
mi barba de tres días.
Tras apartar un poco la humedad del espejo, la afeitadora de tres
hojillas inició sin piedad su labor sobre la espuma y debajo de ella los pelos
cedían.
Mi piel morena estaba quedando limpia y un poco pálida comparada al
resto de mi rostro. Poco le importó a la afeitadora los pequeños rastros de
sangre que dejaba a su paso, ella sin inmutarse hacía su trabajo.
Con el rostro de nuevo despejado, me encontraba observando aquel
desconocido que aparecía de vez en cuando y en cada misa de domingo, boda,
bautizo u otro evento familiar que ameritaba que éste apareciera. Ese día fue
distinto.
En mi patilla izquierda
aquello se dejaba observar sin vergüenza. Me enjuagué los ojos para ver si era
un espejismo o un juego de mi mente. Pero no, seguía ahí. Platinado y
reluciente. Los mayas tenían razón, este año se acaba el mundo, me salió mi
primera cana.
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