Por Geraldine Ladera
Aquiles preparaba su maleta. Sentía en su pecho varios sentimientos encontrados. Estaba feliz por la aventura que emprendería en su nuevo trabajo, pero también temeroso por lo inesperado. Luego, ya más tranquilo, cerró la maleta y con ella los pensamientos de incertidumbre que deambulaban en su cabeza. Iba a ir lejos, muy lejos.
Al llegar al medio oriente quedo asombrado; estaba circundado por personas ataviadas con vestidos llenos de costumbre y color -en algunos casos también con olor-, igual a una fotografía de revista de viajes. Se sintió emocionado.
Llegó a su nuevo trabajo en una empresa multinacional. Lo recibió su jefa: Leyla. Todos en la empresa decían “Leyla hace que las cosas sucedan”.
Aquiles la veía como un modelo a seguir; observaba cómo tan despampanante mujer captaba la atención con tan solo atravesar la puerta. Sus palabras penetraban hasta en las mentes más fuertes como una especie de hechizo. Todo lo que se proponía lo lograba.
Al tiempo, Aquiles nota la ausencia de dos de sus compañeros. Intrigado, se reúne con Leyla para hablar sobre ello.
— No te preocupes. Los he despedido —decía a Aquiles observándolo con sus ojos almendrados marroquíes desde su escritorio en la suntuosa oficina—. Nos la apañaremos con el volumen de trabajo.
Pero continuaban los despidos y Leyla tenía cambios bruscos de humor que oscilaban entre su típico brillo a enfado, como si una maldición árabe posase sobre ella.
Paseando por el mercadillo de las calles del centro al anochecer, Aquiles sintió que lo toman fuertemente por el brazo. No reconoce el rostro pero si la voz: era Salim, su ex colega.
— Corre… Aléjate de Leyla.. Huye lejos… —murmuró. Y en un abrir y cerrar de ojos desapareció.
Preocupado, días después, se encontró sólo en un mar de escritorios vacíos. Leyla comenzó a lamentarse de que todos conspiraban contra ella. Aquiles estaba agotado y entregó a Leyla su carta de renuncia.
— ¡No me puedes hacer esto Aquiles! —le replicó exaltada con lágrimas en sus dulces ojos.
— No puedo más… No puedo continuar con la carga de trabajo de todos —respondió Aquiles somnoliento por trabajar a altas horas por meses.
El sueño se le quitó de un golpe. Mirando fijamente a los ojos de Leyla observó en ellos el reflejo de los rostros despavoridos de sus colegas; luego escenas de como ella, transformada en un monstruo de dos cabezas, se alimentaba de sus cadáveres. De repente la puerta de su oficina se cerró al improviso y las luces empezaban a perder intensidad y fuerza.
— ¡Ahora te toca a ti! —gritó Leyla con voz grave como proveniente del más allá desdoblándose en dos: en la mujer admirable unida por un cuerpo con forma de serpiente viscosa a otro extremo con un yo más oscuro de dientes afilados.
Se movía con la velocidad del aleteo de una libélula. Aquiles la esquivaba despavorido tratando que ella se enredase en sí misma.
Agarró las tijeras del escritorio y se la clavó a una de sus cabezas. Salió del edificio corriendo al mejor estilo de Sodoma y Gomorra sin ver hacia atrás dejando a los lejos los gritos de aquel intimidante monstruo.
Tomó un taxi directo al aeropuerto. Sentado en el avión jadeando, cierra la persiana de la ventanilla velozmente. Un viejito con turbante sentado en silla de al lado le dice:
— ¡Hijo, cálmese! ¡ni que hubiese visto una anfisbena en las arenas!
Aquiles preparaba su maleta. Sentía en su pecho varios sentimientos encontrados. Estaba feliz por la aventura que emprendería en su nuevo trabajo, pero también temeroso por lo inesperado. Luego, ya más tranquilo, cerró la maleta y con ella los pensamientos de incertidumbre que deambulaban en su cabeza. Iba a ir lejos, muy lejos.
Al llegar al medio oriente quedo asombrado; estaba circundado por personas ataviadas con vestidos llenos de costumbre y color -en algunos casos también con olor-, igual a una fotografía de revista de viajes. Se sintió emocionado.
Llegó a su nuevo trabajo en una empresa multinacional. Lo recibió su jefa: Leyla. Todos en la empresa decían “Leyla hace que las cosas sucedan”.
Aquiles la veía como un modelo a seguir; observaba cómo tan despampanante mujer captaba la atención con tan solo atravesar la puerta. Sus palabras penetraban hasta en las mentes más fuertes como una especie de hechizo. Todo lo que se proponía lo lograba.
Al tiempo, Aquiles nota la ausencia de dos de sus compañeros. Intrigado, se reúne con Leyla para hablar sobre ello.
— No te preocupes. Los he despedido —decía a Aquiles observándolo con sus ojos almendrados marroquíes desde su escritorio en la suntuosa oficina—. Nos la apañaremos con el volumen de trabajo.
Pero continuaban los despidos y Leyla tenía cambios bruscos de humor que oscilaban entre su típico brillo a enfado, como si una maldición árabe posase sobre ella.
Paseando por el mercadillo de las calles del centro al anochecer, Aquiles sintió que lo toman fuertemente por el brazo. No reconoce el rostro pero si la voz: era Salim, su ex colega.
— Corre… Aléjate de Leyla.. Huye lejos… —murmuró. Y en un abrir y cerrar de ojos desapareció.
Preocupado, días después, se encontró sólo en un mar de escritorios vacíos. Leyla comenzó a lamentarse de que todos conspiraban contra ella. Aquiles estaba agotado y entregó a Leyla su carta de renuncia.
— ¡No me puedes hacer esto Aquiles! —le replicó exaltada con lágrimas en sus dulces ojos.
— No puedo más… No puedo continuar con la carga de trabajo de todos —respondió Aquiles somnoliento por trabajar a altas horas por meses.
El sueño se le quitó de un golpe. Mirando fijamente a los ojos de Leyla observó en ellos el reflejo de los rostros despavoridos de sus colegas; luego escenas de como ella, transformada en un monstruo de dos cabezas, se alimentaba de sus cadáveres. De repente la puerta de su oficina se cerró al improviso y las luces empezaban a perder intensidad y fuerza.
— ¡Ahora te toca a ti! —gritó Leyla con voz grave como proveniente del más allá desdoblándose en dos: en la mujer admirable unida por un cuerpo con forma de serpiente viscosa a otro extremo con un yo más oscuro de dientes afilados.
Se movía con la velocidad del aleteo de una libélula. Aquiles la esquivaba despavorido tratando que ella se enredase en sí misma.
Agarró las tijeras del escritorio y se la clavó a una de sus cabezas. Salió del edificio corriendo al mejor estilo de Sodoma y Gomorra sin ver hacia atrás dejando a los lejos los gritos de aquel intimidante monstruo.
Tomó un taxi directo al aeropuerto. Sentado en el avión jadeando, cierra la persiana de la ventanilla velozmente. Un viejito con turbante sentado en silla de al lado le dice:
— ¡Hijo, cálmese! ¡ni que hubiese visto una anfisbena en las arenas!
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