miércoles, 4 de mayo de 2011

Desayuno real

Por Beatriz García

En Andalucía, el califa se levantó esa mañana de su mullida cama real. Miró a su alrededor, notaba algo nuevo en el aire, sentía, olía. Se encaminó con su camisón de seda naranja con ribetes y faralaos hacia el comedor, allí encontró la gran mesa de tres metros de largo con su puesto impecablemente servido como todas las mañanas.

Algo distinto se sentía en el ambiente, un aroma, un olor, algo que no conocía lo había levantado y llevado hasta allí en esa facha vulgar y silvestre, iba caminando con sus pies descalzos sobre los mosaicos fríos y húmedos de su palacio medieval, guiado por ese olor que no conocía y lo llevaba embrujado hasta su puesto del comedor.

Después de caminar el recorrido de la larga mesa se detuvo, miró en su vaso de oro, allí se asomaba un líquido negro, humeante, extraño. No era el zumo de todas las mañanas ni el atol emplastado asqueroso que le hacían inter diariamente, ni las frutas, ni los dátiles, esto era distinto, tenía este color diferente y un aroma único. Sin pensarlo dos veces tomó el vaso y lo llevó a su boca, saboreó el líquido misterioso, era amargo pero tenía algo que lo invitaba a tomar más. Apuró la bebida e inmediatamente hizo llamar al cocinero con la campanilla de plata que estaba siempre a su mano derecha.

Corriendo el cocinero, afanado, llegó haciendo reverencias, aterrorizado de su propia impertinencia, de su locura temporal que lo había llevado a preparar aquella frutilla tostada, bebida prohibida desde hacía milenios, aquel invento traído por el viajero de las indias, que más bien parecía mujer por sus cabellos largos y ademanes; él que en un descuido de todos entró en la cocina para ofrecerles estas frutas maravillosas con las que se preparaba una bebida que sabía iba a revolucionar al mundo como lo conocían, eso decía .

El califa miró al cocinero y le preguntó “¿qué menjurje es éste? ¿De dónde habéis sacado esta bebida? ¿Cómo es que antes no había probado yo tan maravilloso elíxir?”.

El cocinero, rápidamente se sacó del bolsillo de su raída camisa blanca unas pepitas rojas, otras verdes y amarillas, fruticas sin más; y del otro bolsillo unas más pequeñas, tostadas. Mirando el piso le respondió “Café mi señor, esto es Café”.

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